Leyendo «Las Moradas» de Santa Teresa

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MORADAS SÉPTIMAS Capítulo 4 y Epílogo

Comentario de Tomás Álvarez

La postrera lección del castillo: ¿Para qué la santidad cristiana?

Llegamos al desenlace de «la vida en el Castillo». Conclusión de la séptima morada, dedicada toda ella a la jornada suprema de la existencia cristiana: la santidad en el castillo del alma.

En los tres capítulos precedentes, la autora, sin grandes alardes de teología académica, ha ido a lo esencial. Si el cristiano llega a ser santo, es porque la Trinidad mora en él (capítulo 1); es porque Cristo llega a ser plena vida del alma (capítulo 2); es porque el hombre nuevo desarrolla todas las potencialidades inducidas en él por el bautismo (capítulo 3).

Faltaba, a todas luces, un cuarto factor: el cristiano es santo en la Iglesia; lo es para servir a los hermanos; y esto solo podrá lograrlo configurándose con Cristo Jesús, que fue «el siervo» por antonomasia: siervo de Yavéh y servidor de los hombres.

Será este cuarto filón el que Teresa desarrolle en el capítulo final de las moradas séptimas. Completará así su respuesta progresiva a la pregunta de fondo: ¿en qué consiste la santidad cristiana? En cuatro capítulos, cuatro respuestas: la santidad cristiana es, ante todo, un hecho trinitario acontecido en el hombre; es un hecho cristológico de plena incorporación a Cristo; un hecho antropológico de plenitud y madurez humana; y, finalmente, es un hecho eclesiológico, carisma otorgado a la persona para edificar el cuerpo místico de Jesús acá en la tierra, al servicio de los hombres.

El epígrafe del capítulo cuarto

El título del capítulo es nuestra primera pista de lectura. Recordemos que la autora escribe esos títulos muy al final de su tarea redactora. Cuando ya ha terminado el libro, al releerlo para fragmentarlo en capítulos y resumir su contenido en un epígrafe, a la luz de una rápida lectura en diagonal de cuanto ha escrito. Escribió esos títulos en papeles sueltos, que pronto se perdieron, aventados por los avatares del manuscrito original. Por fortuna, ya los había transcrito uno de los primeros admiradores del libro, Jerónimo Gracián. Por medio de él han llegado hasta nosotros.

Esta vez, el epígrafe antepuesto al capítulo final de la obra reza así: «Capítulo cuarto, con que acaba dando a entender lo que le parece pretende nuestro Señor en hacer tan grandes mercedes al alma, y cómo es necesario que anden juntas Marta y María. Es de mucho provecho». Es decir, que al releer su texto final, las cosas que captaron la atención de la autora y que ahora nos permitirán a nosotros penetrar en los pliegues de su pensamiento, son dos o tres:

1ª, que la vida del cristiano o de todo hombre no es una jornada a la ventura de lo que en ella suceda, sino que lleva inscrita una tácita «pretensión» de Dios. Y que al final, tras la suma de «grandes mercedes» (grandes gracias) recibidas por el hombre, resulta patente qué es lo que él «pretendió» al otorgarle la vida. No, no se trata de la imposición de un derrotero programado, sino de la misteriosa presencia orientadora de lo divino en la entraña misma de lo humano. Veremos luego el alcance de esa visión doctrinal.

2ª, por fin, en la última estancia del Castillo «andan juntas Marta y María». Las dos hermanas de Betania son dos símbolos alternativos de la vida humana. Marta es la acción, la operosidad, imagen del hombre obrero, artesano de la propia vida. María es la contemplación, con todo el substrato de anhelos, ideales, pulsiones de trascendencia, imagen del hombre artista, filósofo, metafísico, místico. Dos planos dispares: altura de los deseos, frente al bajo nivel de los hechos o de los logros. «Es necesario» que en la meta final esas dos vertientes de lo humano confluyan o «anden juntas», porque lo normal en las jornadas previas de la vida del hombre (moradas primeras… hasta las sextas) es la disociación entre una y otra: ¿cuándo será que la altura de ideales y anhelos eleve a nivel parigual lo menguado –o lo rastrero– de lo que realmente obramos? Llegar a la fusión de «Marta» y «María», de acción y contemplación, será lograr la unificación de esos dos planos en la persona.

3ª, que «es muy provechoso» lo que se dice en este capítulo. No es que la autora tenga el recelo de teorizar o que el lector tema dejarse embarcar en utopías místicas. La Santa está convencida del realismo y valor práctico de lo escrito. Ese su sentido de lo práctico está constantemente presente en la pedagogía del libro. Lo ha ido subrayando en lo epígrafes de los capítulos, que van advirtiendo al lector: «Es muy de notar» (5M 2); «es de gran provecho» (5M 3); «es de harto provecho» (6M 3); «es harto provechoso» (6M 5), etc. De ahí el refrendo final: el contenido doctrinal de este postrer capítulo del Castillo «es muy provechoso». Que el lector no lo lea en clave informativa y teórica, sino espiritual y existencial.

El punto central del capítulo

Justamente a mitad del capítulo (en el número 8, de los 16 que lo integran), la Santa imparte una de sus lecciones fuertes, tallada a cincel y sin medias palabras. Es la versión teresiana del lema paulino de la configuración a Cristo crucificado. Es necesario copiar sus palabras:

«Mirad que importa mucho esto, más que yo os sabré encarecer: poned los ojos en el Crucificado, y todo se os hará poco. Si él nos mostró el amor con tan espantables obras y tormentos, ¿cómo queréis contentarle con solo palabras?

¿Sabéis qué es ser espirituales de veras? Hacerse esclavos de Dios, a quien, señalados con su hierro que es el de la cruz –porque ya ellos le han dado su libertad–, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como él lo fue; que no les hace ningún agravio ni pequeña merced. Y si a esto no se determinan, no hayan miedo que aprovechen mucho…» (n. 8).

Texto perentorio. No necesita glosas clarificadoras. Baste recordar su arraigo en la experiencia espiritual de quien escribe. Ante todo, su inspiración bíblica. Teresa ha escuchado y meditado tantas veces las palabras de Jesús resucitado, que invita a «mirar mis manos y mis pies, yo soy, palpad y ved» (Lc 24, 36) o el episodio de Tomás: «Mira mis manos, trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20, 27), o el texto de la carta a los Hebreos (12, 2): «Tened fijos los ojos en Jesús, pionero y consumador de nuestra fe…».

Hubo un momento en la vida de Teresa en que esa consigna bíblica se convirtió en experiencia personal. Historiando sus primeras experiencias cristológicas, ella misma refiere esta: «Díjome una vez… que pusiese los ojos en lo que él había padecido, y todo se me haría fácil» (Vida 26, 3). Es el lema que repetirá literalmente no solo en este pasaje del Castillo, sino desde el comienzo del libro: «Pongamos los ojos en Cristo nuestro bien, y allí aprenderemos» (1M 2, 11), y en numerosos pasajes del Camino, desde las primeras páginas: «Los ojos en vuestro Esposo!…» (2, 1). «¡Todo el daño nos viene de no tener los ojos puestos en Vos!» (16, 11)…

Ahora, al final de las Moradas, esa consigna es radical: poner los ojos en el Crucificado es para la configuración total a él, con dos exponentes evidenciadores: fortaleza en la cruz de cada día y servicio incondicional a los hermanos».

La pregunta acuciante: ¿Para qué todo esto?

Formulado al final del Castillo, ese «para-qué» es una pregunta envolvente. Compromete todo lo escrito, todo el camino recorrido. Compromete a los dos actores del drama vivido: al protagonista que es el Señor del Castillo, y al alma responsable de cada morada. ¿Para qué las ha recorrido esta? ¿Para qué se las ha ido abriendo él una a una? ¿Para qué «tantas mercedes», purificaciones, pruebas, gracias de fino diamante?

La pregunta del filósofo de hoy –¿para qué la vida? ¿para qué el hombre?– aparece ahora al final de las jornadas del Castillo, pero elevada de grado y de tono en la pluma de la Santa, que en realidad se pasa de la filosofía a la teología y se pregunta por qué interfiere Dios «así» en la vida del hombre, hasta conducirlo a la suprema morada del castillo. Es precisamente ahí donde arranca la exposición de este capítulo postrero.

Sin patetismo, con la mayor sencillez pedagógica, aborda el tema así:

«Bien será, hermanas, deciros qué es el fin para que hace el Señor tantas mercedes en este mundo. Aunque en los efectos de ellas lo habréis entendido, si advertisteis en ello, os lo quiero tornar a decir aquí, porque no piense alguna que es para solo regalar estas almas, que sería grande yerro» (n. 4).

Sigue una respuesta elemental, a tono con el lema que acabamos de glosar: «Poned los ojos en el Crucificado». La formula así:

«No puede Su Majestad hacernos mayor favor que darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan amado; y así tengo yo por cierto que son estas mercedes para fortalecer nuestra flaqueza… para poderle imitar en el mucho padecer» (n. 4).

Es decir, todo lo vivido y recibido en el castillo es para configurarnos a Cristo crucificado. Configurarnos a él en la capacidad de sufrir. Para más servir. E inmediatamente eleva ella la mirada a los grandes modelos de configuración a él y de servicio a los demás: «Su gloriosa Madre y los gloriosos apóstoles. ¿Cómo pensáis que pudiera sufrir san Pablo tan grandísimos trabajos? Por él (por san Pablo) podemos ver qué efectos hacen las verdaderas visiones y contemplación…» (n. 5). Y por san Pedro: «Gusto yo mucho de san Pedro cuando iba huyendo de la cárcel y le apareció nuestro Señor y le dijo que iba a Roma a ser crucificado otra vez… ¿Cómo quedó san Pedro de esta merced del Señor, o qué hizo? Irse luego a la muerte…» (n. 5).

Sin citar las palabras de san Pablo, Teresa se identifica así con una de las líneas maestras del pensamiento paulino: «Dios nos eligió, destinándonos a que reprodujéramos los rasgos de su Hijo, de modo que este fuera el mayor de una multitud de hermanos» (Rm 8, 29). Por eso la respuesta de ella al interrogante: «para qué tantas mercedes?» es lineal. Para más configurarnos a Cristo, primero en la fortaleza y capacidad de sufrir, y luego para más servir: «Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras» (n. 6). De la configuración y unión a él derivarán la fortaleza y fecundidad de nuestra vida: «No hay que dudar sino que estando (el alma) hecha una cosa con el Fuerte por la unión tan soberana de espíritu con espíritu, se le ha de pegar fortaleza» (n. 10).

El lector de hoy no puede evitar un gesto de sorpresa. Cada vez que, desde nuestra cultura, formulamos uno cualquiera de nuestros «para-qué», quedamos al acecho de una respuesta utilitaria, cotizable en nuestra escala de valores financieros, sociales o psicológicos. Pues bien, las respuestas de san Pablo y de Teresa se sitúan más allá de ese horizonte utilitario. Al rayar la cota más alta de su desarrollo, la vida del cristiano es para remodelarse y fundirse en el misterio de Cristo, que fue «el hombre para los otros».

Las otras preguntas del capítulo

Este postrer tramo del libro se desarrolla en diálogo de pensamiento con las lectoras. Comienza: «No habéis de entender, hermanas que…» (n. 1). «Tampoco os pase por pensamiento que…» (n. 3). «Bien será, hermanas, deciros que…» (n. 4). «¿Cómo pensáis que…» (n. 5). «Ya os he dicho… mal dije… quise decir que…» (n. 7). «Me diréis dos cosas…» (n. 13): «¿Pensáis que es poca ganancia que…» (n. 14); «diréis (=objetaréis) que esto no es convertir…» (n. 15). «¿Quién os mete en eso…?» (n. 15), etc.

En ese diálogo de pensamientos cruzados entre la autora y las lectoras van emergiendo unos pocos problemas de fondo. Son interrogantes formulados desde la altura de quien ha llegado a las moradas séptimas, sobre el presupuesto de que en ellas se toca lo cimero de la vida cristiana y se está perfilando la silueta del cristiano perfecto o la estampa de la santidad: ¿Qué es y qué no es compatible con esta última, aquí en la tierra? Reseñemos esa cadena de preguntas y respuestas.

A) La primera es la pregunta por la paz en el castillo: en estas moradas finales, ¿ha llegado el místico a la paz imperturbable del alma y de la vida? Recordemos que el castillo es un símbolo batallero. Y que la pluma femenina de Teresa lo ha escogido para simbolizar el entramado combativo de la vida humana. Y que en las últimas jornadas del proceso se ha hecho presente la figura de Jesús resucitado, repitiendo el «paz a vosotros», y otorgándosela de hecho al alma como se la dio a la Magdalena (7M 2, 7). Teresa misma ha escrito poco antes: «En metiendo el Señor el alma en esta morada suya, que es el centro del alma…, ya no le quitan la paz»: está el alma «como en el cielo empíreo», adonde nada se turba, nada se mueve (7M 2, 9).

¿Paz imperturbable, por tanto? Pues no. Será esta la primera matización hecha por la autora al iniciar el capítulo: «No habéis de pensar, hermanas, que siempre en un ser están estos efectos en estas almas…; que algunas veces las deja nuestro Señor en su natural, y no parece sino que entonces se juntan todas las cosas ponzoñosas del arrabal y moradas de este castillo para vengarse de ellas por el tiempo que no las pueden haber a las manos» (n. 1). Precisará enseguida: «Verdad es que dura poco, un día lo más, o poco más…». Y aun en ese tiempo perdurará la paz imperturbable «en lo interior», junto a la batalla fuerte «en lo exterior» (n. 10).

B) Los moradores de la suprema morada ¿poseen por fin un seguro de vida eterna? Es el problema acuciante del místico: la seguridad. Tener la seguridad íntima de que el amor jamás entrará en quiebra. «¡Oh vida mía, que has de vivir con tan poca seguridad de cosa tan importante!», había escrito ella en su primera Exclamación. En cambio, ahora todo hace pensar que con la llegada al «matrimonio espiritual» la unión con Dios es ya irreversible, metal precioso e inquebrantable. «Como si un arroyico pequeño entra en la mar (el alma, en el océano de la Divinidad), no habrá medio de apartarlos» (7M 2, 4), porque «el que se arrima o allega a Dios, hácese un espíritu con él» (7M 2, 5). Al entrar en esa morada, ¿no ha asegurado el Señor al alma que «nadie será parte para quitarte de mí»? (Rel 35). Y eso ¿no equivale a la famosa confirmación en gracia de que hablan los entendidos en teologías? Parecería que sí…

Y sin embargo, Teresa sorprende al lector con un «no». Un no inesperado: «Tampoco os pase por pensamiento que por tener estas almas tan grandes deseos y determinaciones de no hacer una imperfección por cosa de la tierra, dejan de hacer muchas, y aun pecados. De advertencia no. Digo pecados veniales, que de los mortales –que ellas entiendan– están libres, aunque no seguras, que tendrán algunos que no entienden, que no les será pequeño tormento…» (n. 3). Y vuelven a comparecer, una vez más, los tipos bíblicos del riesgo permanente y de la caída desde lo alto: «Cuando se acuerdan de algunos que dice la Escritura que parecía eran favorecidos del Señor, como un Salomón, que tanto comunicó con Su Majestad, no pueden dejar de temer» (n. 3).

Lo que, sin duda, ha ocurrido es que en el pensamiento de Teresa se han interpolado las reservas y recelos de los teólogos de profesión, para quienes la afirmación de ese «seguro de vida eterna» o «certeza de amor confirmado en gracia» podría convertirse en índice de heterodoxia doctrinal a tenor de las declaraciones del reciente Concilio de Trento. El mismo fray Luis, al editar el pasaje de la Santa en que afirma el «libres de pecado, aunque no seguras», se apresura a anotar al margen de la página: «En estas palabras demuestra claramente la Santa Madre la verdad y limpieza de su doctrina acerca de la certidumbre de la gracia, pues de almas tan perfectas y favorecidas de Dios… dice que no están seguras de si tienen algunos pecados mortales que no entienden…».

C) ¿Felicidad sin sombras? Estas séptimas moradas ¿son o no son un preludio de paraíso? («un cielo, si le puede haber en la tierra», como ella había escrito en otra ocasión). En la vieja tradición espiritual, conocida por Teresa, existía ese señuelo de retorno a la felicidad paradisíaca. Se afirmaba que esa etapa final de la vida mística comportaba una especie de recuperación del estado de inocencia y felicidad del paraíso terrenal. Pues no. Teresa no comparte esa óptica ilusionista. Aquí se sufre. Se sigue sufriendo. La unión al Esposo Cristo es configuración al Señor crucificado. «Tengo yo por cierto que estas mercedes (de las sextas y las séptimas moradas) son para fortalecer nuestra flaqueza y poderle imitar (a Jesús) en el mucho padecer» (n. 4).

D) Obras, obras, que nazcan siempre obras. ¿Es ese el objetivo último de quien ha llegado al hondón del castillo? Teresa escribe rotundamente: «Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras» (n. 6). Sería demasiado arriesgado absolutizar esa consigna, para fundar nuestro activismo y primar la eficacia como suprema norma de vida. Leída en el contexto del capítulo, Teresa misma da su versión inequívoca. Es aquí, en la morada final, donde el cristiano logra la unidad entre ser y hacer. Un «hacer» jamás desconectado del ser. Marta y María han de andar juntas. Contemplación fecunda en obras. De suerte que nuestro obrar forme parte de nuestra unión a Cristo. Lo dirá Teresa expresamente: «… Lo poco que dura esta vida, interior y exteriormente ofrezcamos al Señor el sacrificio que pudiéremos, que Su Majestad le juntará con el que hizo en la cruz por nosotras al Padre, para que tenga el valor que nuestra voluntad hubiere merecido, aunque sean pequeñas las obras» (n. 15). Activismo sin unión a él sería desvarío.

E) La última objeción de las lectoras: «Diréis que vosotras no podéis ni tenéis cómo allegar almas a Dios» (n. 14). A sus lectoras carmelitas, Teresa les ha fijado desde las primeras páginas pedagógicas del Camino, y ahora en el Castillo, el ideal apostólico de vivir, luchar, amar y servir a la Iglesia. De pronto, adivina su objeción, sumamente realista en el contexto epocal de exacerbado machismo: ¿Cómo lograr ese objetivo, si ellas «no pueden ni enseñar ni predicar, como lo hacían los apóstoles»? (n. 14).

Pues bien, tanto a sus lectoras de entonces –mujeres claustrales de vida contemplativa– como a nosotros, lectores de hoy, la Santa nos da una respuesta llana y alentadora: haz bien lo que haces. No te refugies en el utópico deseo de cosas imposibles, para dejar de lado las posibles. «Que el Señor no mira tanto la grandeza de las obras como el amor con que se hacen; y como hagamos lo que pudiéremos, hará Su Majestad que vayamos pudiendo cada día más y más…» (n. 15).

Realismo de lo concreto, pero con apertura de amplios horizontes. Teresa se lo garantiza al lector: irá pudiendo «cada día más y más».

El paisaje final del castillo parece haber cambiado de luz y color. De pronto se ha abierto a las afueras y se ha constelado de invitaciones e incitaciones al servicio de los hermanos. En este capítulo postrero retornan con inusitada insistencia los vocablos «servir y servicio», «hacerse esclavos de Dios», «dejarse vender por esclavos de todo el mundo», «ser la menor de todas (las hermanas) y esclava suya», «tener fuerzas para servir»…

Esos dos vocablos portantes, «servicio y esclavitud», tienen abolengo evangélico: «diaconía y dulía». Han sido asumidos por los dos personajes modélicos: Jesús y María: él, Siervo de Yavéh; ella, la Esclava del Señor.

Cotejado ese paisaje final con el de los incandescentes deseos que tiñeron de fuego el espacio de las moradas sextas, da la impresión de que en el castillo se ha pasado de la región de los deseos a la tensión de los servicios. Efectivamente el quinquenio último vivido por la autora, a partir de esa postrera página de su libro –desde 1577 a 1582–, no estará caracterizado por los éxtasis sino por la brega y los quehaceres. De no haberse desprendido ella rápidamente del manuscrito de su libro, quizás hubiera ratificado lo dicho añadiéndole, a modo de colofón, la última instantánea de su propia alma, escrita en 1581. En todo caso, a nosotros nos sirve de refrendo y colofón. La transcribimos:

«Nunca, ni por primer movimiento tuerce la voluntad (=mi voluntad) de que se haga en ella la de Dios. Tiene tanta fuerza este rendimiento a ella (a la voluntad de Dios), que ni la muerte ni la vida se quiere, si no es por poco tiempo cuando se desea ver a Dios. Mas luego se le representa con tanta fuerza estar presentes estas tres Personas (la Trinidad Santa, en su alma), que con esto se ha remediado la pena de esta ausencia, y queda el deseo de vivir, si él quiere, para servirle más. Y si pudiese ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase por mi intercesión, aunque fuese por poco tiempo, le parece importa más que estar en la gloria» (Relación 6, 9).

EPILOGO

Con una carta de envío había terminado el Libro de la Vida. Concluido el capítulo último de la obra con un breve epílogo, la Santa había escrito apresuradamente la carta misiva para hacerlo llegar al primer lector, García de Toledo.

Otro tanto hace ahora. Ultimado el postrer capítulo de las moradas séptimas, redacta en pliego aparte la nueva «carta de envío». Gracián y los primeros lectores del libro la colocarán al comienzo de la obra: páginas 2, 3, 4. Para nosotros ese pliego hace de epílogo. O mejor, sigue sirviendo de carta de envío dirigida a las lectoras destinatarias del libro, las carmelitas de San José de Ávila, de Medina del Campo, de Toledo…, de Sevilla.

La madre Teresa había comenzado «hablando con ellas en lo que escribiré», decía en el prólogo. Ahora termina con una conversación de despedida. En diálogo abierto, que proseguirá en la vida cotidiana de esos Carmelos, y que a través de ellos llega hasta nosotros, lectores de hoy: lectores espirituales, o literarios, o profanos, o dialogantes con el alma de la madre Teresa desde la altura de otras religiones, en cualquier idioma, árabe, o coreano, o japonés.

En esa conversación de despedida, primero humoriza: tan encerradas como están las lectoras carmelitas en la clausura de sus monasterios, este Castillo les abre amplios horizontes, con «jardines y fuentes y laberintos y cosas deleitosas»… Podrán entrar y pasearse por él a cualquier hora y sin licencia de las superioras… Humorismo que no impide recordarles enseguida ciertas lecciones básicas del libro:

– Que ese espacioso mundo interior –el propio de cada uno– está abierto y en espera, misterioso y prometedor; lo que interesa no es saberlo, sino entrar: «Os será consuelo deleitaros en este (vuestro) castillo interior»;

– Que en la vida del alma hay, sí, cosas y moradas al alcance de la mano, simplemente asequibles a nuestro esfuerzo; pero las más y mejores son puro regalo de Dios que nos las ofrece gratis y por amor. Ante él no vale alegar derechos, ni ostentar billete de entrada. «Es muy amigo de humildad». El amor no se compra, se recibe;

– Que la vida interior es una aventura en escalada, con programa secreto de más y más, siempre más; sin otra estación terminal que Dios, «que lo crio a su imagen y semejanza»;

– Pero adentrarse en el castillo de la interioridad no es alejarse de lo de fuera, ni retirar las manos del servicio a los hermanos. Al contrario, «una vez acostumbradas a gozar de este castillo, en todas las cosas hallaréis descanso, aunque sean de mucho trabajo… Aunque mucho estéis fuera por su mandado, (él) os tendrá la puerta abierta».

Por fin, antes de poner fecha a la carta de envío y antes de proclamar la sumisión de su magisterio al de «la Santa Iglesia Católica Romana», Teresa hace en serio una múltiple petición a sus lectoras: es, en cierto modo, el precio que pone al libro. Les pide tres cosas:

«Os pido que cada vez que leyereis aquí,

– Alabéis mucho a Su majestad.

– Y le pidáis el aumento de su Iglesia y luz para los luteranos.

– Y para mí, que me perdone mis pecados, y me saque de purgatorio, que allá estaré quizá, por la misericordia de Dios, cuando esto se os diere a leer…».

Ahora sí, ya puede datar la carta de envío, que equivale a consignar la fecha natal del Castillo: «Acabose esto de escribir en el monasterio de San José de Ávila, año de 1577, víspera de san Andrés (29 de noviembre), para gloria de Dios, que vive y reina por siempre jamás, amén».

En ese momento, Teresa se acercaba a los 63 años de edad.

MORADAS SÉPTIMAS Capítulo 4 y Epílogo

Comentario de Tomás Álvarez

La postrera lección del castillo: ¿Para qué la santidad cristiana?

Llegamos al desenlace de «la vida en el Castillo». Conclusión de la séptima morada, dedicada toda ella a la jornada suprema de la existencia cristiana: la santidad en el castillo del alma.

En los tres capítulos precedentes, la autora, sin grandes alardes de teología académica, ha ido a lo esencial. Si el cristiano llega a ser santo, es porque la Trinidad mora en él (capítulo 1); es porque Cristo llega a ser plena vida del alma (capítulo 2); es porque el hombre nuevo desarrolla todas las potencialidades inducidas en él por el bautismo (capítulo 3).

Faltaba, a todas luces, un cuarto factor: el cristiano es santo en la Iglesia; lo es para servir a los hermanos; y esto solo podrá lograrlo configurándose con Cristo Jesús, que fue «el siervo» por antonomasia: siervo de Yavéh y servidor de los hombres.

Será este cuarto filón el que Teresa desarrolle en el capítulo final de las moradas séptimas. Completará así su respuesta progresiva a la pregunta de fondo: ¿en qué consiste la santidad cristiana? En cuatro capítulos, cuatro respuestas: la santidad cristiana es, ante todo, un hecho trinitario acontecido en el hombre; es un hecho cristológico de plena incorporación a Cristo; un hecho antropológico de plenitud y madurez humana; y, finalmente, es un hecho eclesiológico, carisma otorgado a la persona para edificar el cuerpo místico de Jesús acá en la tierra, al servicio de los hombres.

El epígrafe del capítulo cuarto

El título del capítulo es nuestra primera pista de lectura. Recordemos que la autora escribe esos títulos muy al final de su tarea redactora. Cuando ya ha terminado el libro, al releerlo para fragmentarlo en capítulos y resumir su contenido en un epígrafe, a la luz de una rápida lectura en diagonal de cuanto ha escrito. Escribió esos títulos en papeles sueltos, que pronto se perdieron, aventados por los avatares del manuscrito original. Por fortuna, ya los había transcrito uno de los primeros admiradores del libro, Jerónimo Gracián. Por medio de él han llegado hasta nosotros.

Esta vez, el epígrafe antepuesto al capítulo final de la obra reza así: «Capítulo cuarto, con que acaba dando a entender lo que le parece pretende nuestro Señor en hacer tan grandes mercedes al alma, y cómo es necesario que anden juntas Marta y María. Es de mucho provecho». Es decir, que al releer su texto final, las cosas que captaron la atención de la autora y que ahora nos permitirán a nosotros penetrar en los pliegues de su pensamiento, son dos o tres:

1ª, que la vida del cristiano o de todo hombre no es una jornada a la ventura de lo que en ella suceda, sino que lleva inscrita una tácita «pretensión» de Dios. Y que al final, tras la suma de «grandes mercedes» (grandes gracias) recibidas por el hombre, resulta patente qué es lo que él «pretendió» al otorgarle la vida. No, no se trata de la imposición de un derrotero programado, sino de la misteriosa presencia orientadora de lo divino en la entraña misma de lo humano. Veremos luego el alcance de esa visión doctrinal.

2ª, por fin, en la última estancia del Castillo «andan juntas Marta y María». Las dos hermanas de Betania son dos símbolos alternativos de la vida humana. Marta es la acción, la operosidad, imagen del hombre obrero, artesano de la propia vida. María es la contemplación, con todo el substrato de anhelos, ideales, pulsiones de trascendencia, imagen del hombre artista, filósofo, metafísico, místico. Dos planos dispares: altura de los deseos, frente al bajo nivel de los hechos o de los logros. «Es necesario» que en la meta final esas dos vertientes de lo humano confluyan o «anden juntas», porque lo normal en las jornadas previas de la vida del hombre (moradas primeras… hasta las sextas) es la disociación entre una y otra: ¿cuándo será que la altura de ideales y anhelos eleve a nivel parigual lo menguado –o lo rastrero– de lo que realmente obramos? Llegar a la fusión de «Marta» y «María», de acción y contemplación, será lograr la unificación de esos dos planos en la persona.

3ª, que «es muy provechoso» lo que se dice en este capítulo. No es que la autora tenga el recelo de teorizar o que el lector tema dejarse embarcar en utopías místicas. La Santa está convencida del realismo y valor práctico de lo escrito. Ese su sentido de lo práctico está constantemente presente en la pedagogía del libro. Lo ha ido subrayando en lo epígrafes de los capítulos, que van advirtiendo al lector: «Es muy de notar» (5M 2); «es de gran provecho» (5M 3); «es de harto provecho» (6M 3); «es harto provechoso» (6M 5), etc. De ahí el refrendo final: el contenido doctrinal de este postrer capítulo del Castillo «es muy provechoso». Que el lector no lo lea en clave informativa y teórica, sino espiritual y existencial.

El punto central del capítulo

Justamente a mitad del capítulo (en el número 8, de los 16 que lo integran), la Santa imparte una de sus lecciones fuertes, tallada a cincel y sin medias palabras. Es la versión teresiana del lema paulino de la configuración a Cristo crucificado. Es necesario copiar sus palabras:

«Mirad que importa mucho esto, más que yo os sabré encarecer: poned los ojos en el Crucificado, y todo se os hará poco. Si él nos mostró el amor con tan espantables obras y tormentos, ¿cómo queréis contentarle con solo palabras?

¿Sabéis qué es ser espirituales de veras? Hacerse esclavos de Dios, a quien, señalados con su hierro que es el de la cruz –porque ya ellos le han dado su libertad–, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como él lo fue; que no les hace ningún agravio ni pequeña merced. Y si a esto no se determinan, no hayan miedo que aprovechen mucho…» (n. 8).

Texto perentorio. No necesita glosas clarificadoras. Baste recordar su arraigo en la experiencia espiritual de quien escribe. Ante todo, su inspiración bíblica. Teresa ha escuchado y meditado tantas veces las palabras de Jesús resucitado, que invita a «mirar mis manos y mis pies, yo soy, palpad y ved» (Lc 24, 36) o el episodio de Tomás: «Mira mis manos, trae tu mano y métela en mi costado» (Jn 20, 27), o el texto de la carta a los Hebreos (12, 2): «Tened fijos los ojos en Jesús, pionero y consumador de nuestra fe…».

Hubo un momento en la vida de Teresa en que esa consigna bíblica se convirtió en experiencia personal. Historiando sus primeras experiencias cristológicas, ella misma refiere esta: «Díjome una vez… que pusiese los ojos en lo que él había padecido, y todo se me haría fácil» (Vida 26, 3). Es el lema que repetirá literalmente no solo en este pasaje del Castillo, sino desde el comienzo del libro: «Pongamos los ojos en Cristo nuestro bien, y allí aprenderemos» (1M 2, 11), y en numerosos pasajes del Camino, desde las primeras páginas: «Los ojos en vuestro Esposo!…» (2, 1). «¡Todo el daño nos viene de no tener los ojos puestos en Vos!» (16, 11)…

Ahora, al final de las Moradas, esa consigna es radical: poner los ojos en el Crucificado es para la configuración total a él, con dos exponentes evidenciadores: fortaleza en la cruz de cada día y servicio incondicional a los hermanos».

La pregunta acuciante: ¿Para qué todo esto?

Formulado al final del Castillo, ese «para-qué» es una pregunta envolvente. Compromete todo lo escrito, todo el camino recorrido. Compromete a los dos actores del drama vivido: al protagonista que es el Señor del Castillo, y al alma responsable de cada morada. ¿Para qué las ha recorrido esta? ¿Para qué se las ha ido abriendo él una a una? ¿Para qué «tantas mercedes», purificaciones, pruebas, gracias de fino diamante?

La pregunta del filósofo de hoy –¿para qué la vida? ¿para qué el hombre?– aparece ahora al final de las jornadas del Castillo, pero elevada de grado y de tono en la pluma de la Santa, que en realidad se pasa de la filosofía a la teología y se pregunta por qué interfiere Dios «así» en la vida del hombre, hasta conducirlo a la suprema morada del castillo. Es precisamente ahí donde arranca la exposición de este capítulo postrero.

Sin patetismo, con la mayor sencillez pedagógica, aborda el tema así:

«Bien será, hermanas, deciros qué es el fin para que hace el Señor tantas mercedes en este mundo. Aunque en los efectos de ellas lo habréis entendido, si advertisteis en ello, os lo quiero tornar a decir aquí, porque no piense alguna que es para solo regalar estas almas, que sería grande yerro» (n. 4).

Sigue una respuesta elemental, a tono con el lema que acabamos de glosar: «Poned los ojos en el Crucificado». La formula así:

«No puede Su Majestad hacernos mayor favor que darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan amado; y así tengo yo por cierto que son estas mercedes para fortalecer nuestra flaqueza… para poderle imitar en el mucho padecer» (n. 4).

Es decir, todo lo vivido y recibido en el castillo es para configurarnos a Cristo crucificado. Configurarnos a él en la capacidad de sufrir. Para más servir. E inmediatamente eleva ella la mirada a los grandes modelos de configuración a él y de servicio a los demás: «Su gloriosa Madre y los gloriosos apóstoles. ¿Cómo pensáis que pudiera sufrir san Pablo tan grandísimos trabajos? Por él (por san Pablo) podemos ver qué efectos hacen las verdaderas visiones y contemplación…» (n. 5). Y por san Pedro: «Gusto yo mucho de san Pedro cuando iba huyendo de la cárcel y le apareció nuestro Señor y le dijo que iba a Roma a ser crucificado otra vez… ¿Cómo quedó san Pedro de esta merced del Señor, o qué hizo? Irse luego a la muerte…» (n. 5).

Sin citar las palabras de san Pablo, Teresa se identifica así con una de las líneas maestras del pensamiento paulino: «Dios nos eligió, destinándonos a que reprodujéramos los rasgos de su Hijo, de modo que este fuera el mayor de una multitud de hermanos» (Rm 8, 29). Por eso la respuesta de ella al interrogante: «para qué tantas mercedes?» es lineal. Para más configurarnos a Cristo, primero en la fortaleza y capacidad de sufrir, y luego para más servir: «Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual, de que nazcan siempre obras, obras» (n. 6). De la configuración y unión a él derivarán la fortaleza y fecundidad de nuestra vida: «No hay que dudar sino que estando (el alma) hecha una cosa con el Fuerte por la unión tan soberana de espíritu con espíritu, se le ha de pegar fortaleza» (n. 10).

El lector de hoy no puede evitar un gesto de sorpresa. Cada vez que, desde nuestra cultura, formulamos uno cualquiera de nuestros «para-qué», quedamos al acecho de una respuesta utilitaria, cotizable en nuestra escala de valores financieros, sociales o psicológicos. Pues bien, las respuestas de san Pablo y de Teresa se sitúan más allá de ese horizonte utilitario. Al rayar la cota más alta de su desarrollo, la vida del cristiano es para remodelarse y fundirse en el misterio de Cristo, que fue «el hombre para los otros».

Las otras preguntas del capítulo

Este postrer tramo del libro se desarrolla en diálogo de pensamiento con las lectoras. Comienza: «No habéis de entender, hermanas que…» (n. 1). «Tampoco os pase por pensamiento que…» (n. 3). «Bien será, hermanas, deciros que…» (n. 4). «¿Cómo pensáis que…» (n. 5). «Ya os he dicho… mal dije… quise decir que…» (n. 7). «Me diréis dos cosas…» (n. 13): «¿Pensáis que es poca ganancia que…» (n. 14); «diréis (=objetaréis) que esto no es convertir…» (n. 15). «¿Quién os mete en eso…?» (n. 15), etc.

En ese diálogo de pensamientos cruzados entre la autora y las lectoras van emergiendo unos pocos problemas de fondo. Son interrogantes formulados desde la altura de quien ha llegado a las moradas séptimas, sobre el presupuesto de que en ellas se toca lo cimero de la vida cristiana y se está perfilando la silueta del cristiano perfecto o la estampa de la santidad: ¿Qué es y qué no es compatible con esta última, aquí en la tierra? Reseñemos esa cadena de preguntas y respuestas.

A) La primera es la pregunta por la paz en el castillo: en estas moradas finales, ¿ha llegado el místico a la paz imperturbable del alma y de la vida? Recordemos que el castillo es un símbolo batallero. Y que la pluma femenina de Teresa lo ha escogido para simbolizar el entramado combativo de la vida humana. Y que en las últimas jornadas del proceso se ha hecho presente la figura de Jesús resucitado, repitiendo el «paz a vosotros», y otorgándosela de hecho al alma como se la dio a la Magdalena (7M 2, 7). Teresa misma ha escrito poco antes: «En metiendo el Señor el alma en esta morada suya, que es el centro del alma…, ya no le quitan la paz»: está el alma «como en el cielo empíreo», adonde nada se turba, nada se mueve (7M 2, 9).

¿Paz imperturbable, por tanto? Pues no. Será esta la primera matización hecha por la autora al iniciar el capítulo: «No habéis de pensar, hermanas, que siempre en un ser están estos efectos en estas almas…; que algunas veces las deja nuestro Señor en su natural, y no parece sino que entonces se juntan todas las cosas ponzoñosas del arrabal y moradas de este castillo para vengarse de ellas por el tiempo que no las pueden haber a las manos» (n. 1). Precisará enseguida: «Verdad es que dura poco, un día lo más, o poco más…». Y aun en ese tiempo perdurará la paz imperturbable «en lo interior», junto a la batalla fuerte «en lo exterior» (n. 10).

B) Los moradores de la suprema morada ¿poseen por fin un seguro de vida eterna? Es el problema acuciante del místico: la seguridad. Tener la seguridad íntima de que el amor jamás entrará en quiebra. «¡Oh vida mía, que has de vivir con tan poca seguridad de cosa tan importante!», había escrito ella en su primera Exclamación. En cambio, ahora todo hace pensar que con la llegada al «matrimonio espiritual» la unión con Dios es ya irreversible, metal precioso e inquebrantable. «Como si un arroyico pequeño entra en la mar (el alma, en el océano de la Divinidad), no habrá medio de apartarlos» (7M 2, 4), porque «el que se arrima o allega a Dios, hácese un espíritu con él» (7M 2, 5). Al entrar en esa morada, ¿no ha asegurado el Señor al alma que «nadie será parte para quitarte de mí»? (Rel 35). Y eso ¿no equivale a la famosa confirmación en gracia de que hablan los entendidos en teologías? Parecería que sí…

Y sin embargo, Teresa sorprende al lector con un «no». Un no inesperado: «Tampoco os pase por pensamiento que por tener estas almas tan grandes deseos y determinaciones de no hacer una imperfección por cosa de la tierra, dejan de hacer muchas, y aun pecados. De advertencia no. Digo pecados veniales, que de los mortales –que ellas entiendan– están libres, aunque no seguras, que tendrán algunos que no entienden, que no les será pequeño tormento…» (n. 3). Y vuelven a comparecer, una vez más, los tipos bíblicos del riesgo permanente y de la caída desde lo alto: «Cuando se acuerdan de algunos que dice la Escritura que parecía eran favorecidos del Señor, como un Salomón, que tanto comunicó con Su Majestad, no pueden dejar de temer» (n. 3).

Lo que, sin duda, ha ocurrido es que en el pensamiento de Teresa se han interpolado las reservas y recelos de los teólogos de profesión, para quienes la afirmación de ese «seguro de vida eterna» o «certeza de amor confirmado en gracia» podría convertirse en índice de heterodoxia doctrinal a tenor de las declaraciones del reciente Concilio de Trento. El mismo fray Luis, al editar el pasaje de la Santa en que afirma el «libres de pecado, aunque no seguras», se apresura a anotar al margen de la página: «En estas palabras demuestra claramente la Santa Madre la verdad y limpieza de su doctrina acerca de la certidumbre de la gracia, pues de almas tan perfectas y favorecidas de Dios… dice que no están seguras de si tienen algunos pecados mortales que no entienden…».

C) ¿Felicidad sin sombras? Estas séptimas moradas ¿son o no son un preludio de paraíso? («un cielo, si le puede haber en la tierra», como ella había escrito en otra ocasión). En la vieja tradición espiritual, conocida por Teresa, existía ese señuelo de retorno a la felicidad paradisíaca. Se afirmaba que esa etapa final de la vida mística comportaba una especie de recuperación del estado de inocencia y felicidad del paraíso terrenal. Pues no. Teresa no comparte esa óptica ilusionista. Aquí se sufre. Se sigue sufriendo. La unión al Esposo Cristo es configuración al Señor crucificado. «Tengo yo por cierto que estas mercedes (de las sextas y las séptimas moradas) son para fortalecer nuestra flaqueza y poderle imitar (a Jesús) en el mucho padecer» (n. 4).

D) Obras, obras, que nazcan siempre obras. ¿Es ese el objetivo último de quien ha llegado al hondón del castillo? Teresa escribe rotundamente: «Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras» (n. 6). Sería demasiado arriesgado absolutizar esa consigna, para fundar nuestro activismo y primar la eficacia como suprema norma de vida. Leída en el contexto del capítulo, Teresa misma da su versión inequívoca. Es aquí, en la morada final, donde el cristiano logra la unidad entre ser y hacer. Un «hacer» jamás desconectado del ser. Marta y María han de andar juntas. Contemplación fecunda en obras. De suerte que nuestro obrar forme parte de nuestra unión a Cristo. Lo dirá Teresa expresamente: «… Lo poco que dura esta vida, interior y exteriormente ofrezcamos al Señor el sacrificio que pudiéremos, que Su Majestad le juntará con el que hizo en la cruz por nosotras al Padre, para que tenga el valor que nuestra voluntad hubiere merecido, aunque sean pequeñas las obras» (n. 15). Activismo sin unión a él sería desvarío.

E) La última objeción de las lectoras: «Diréis que vosotras no podéis ni tenéis cómo allegar almas a Dios» (n. 14). A sus lectoras carmelitas, Teresa les ha fijado desde las primeras páginas pedagógicas del Camino, y ahora en el Castillo, el ideal apostólico de vivir, luchar, amar y servir a la Iglesia. De pronto, adivina su objeción, sumamente realista en el contexto epocal de exacerbado machismo: ¿Cómo lograr ese objetivo, si ellas «no pueden ni enseñar ni predicar, como lo hacían los apóstoles»? (n. 14).

Pues bien, tanto a sus lectoras de entonces –mujeres claustrales de vida contemplativa– como a nosotros, lectores de hoy, la Santa nos da una respuesta llana y alentadora: haz bien lo que haces. No te refugies en el utópico deseo de cosas imposibles, para dejar de lado las posibles. «Que el Señor no mira tanto la grandeza de las obras como el amor con que se hacen; y como hagamos lo que pudiéremos, hará Su Majestad que vayamos pudiendo cada día más y más…» (n. 15).

Realismo de lo concreto, pero con apertura de amplios horizontes. Teresa se lo garantiza al lector: irá pudiendo «cada día más y más».

El paisaje final del castillo parece haber cambiado de luz y color. De pronto se ha abierto a las afueras y se ha constelado de invitaciones e incitaciones al servicio de los hermanos. En este capítulo postrero retornan con inusitada insistencia los vocablos «servir y servicio», «hacerse esclavos de Dios», «dejarse vender por esclavos de todo el mundo», «ser la menor de todas (las hermanas) y esclava suya», «tener fuerzas para servir»…

Esos dos vocablos portantes, «servicio y esclavitud», tienen abolengo evangélico: «diaconía y dulía». Han sido asumidos por los dos personajes modélicos: Jesús y María: él, Siervo de Yavéh; ella, la Esclava del Señor.

Cotejado ese paisaje final con el de los incandescentes deseos que tiñeron de fuego el espacio de las moradas sextas, da la impresión de que en el castillo se ha pasado de la región de los deseos a la tensión de los servicios. Efectivamente el quinquenio último vivido por la autora, a partir de esa postrera página de su libro –desde 1577 a 1582–, no estará caracterizado por los éxtasis sino por la brega y los quehaceres. De no haberse desprendido ella rápidamente del manuscrito de su libro, quizás hubiera ratificado lo dicho añadiéndole, a modo de colofón, la última instantánea de su propia alma, escrita en 1581. En todo caso, a nosotros nos sirve de refrendo y colofón. La transcribimos:

«Nunca, ni por primer movimiento tuerce la voluntad (=mi voluntad) de que se haga en ella la de Dios. Tiene tanta fuerza este rendimiento a ella (a la voluntad de Dios), que ni la muerte ni la vida se quiere, si no es por poco tiempo cuando se desea ver a Dios. Mas luego se le representa con tanta fuerza estar presentes estas tres Personas (la Trinidad Santa, en su alma), que con esto se ha remediado la pena de esta ausencia, y queda el deseo de vivir, si él quiere, para servirle más. Y si pudiese ser parte que siquiera un alma le amase más y alabase por mi intercesión, aunque fuese por poco tiempo, le parece importa más que estar en la gloria» (Relación 6, 9).

EPILOGO

Con una carta de envío había terminado el Libro de la Vida. Concluido el capítulo último de la obra con un breve epílogo, la Santa había escrito apresuradamente la carta misiva para hacerlo llegar al primer lector, García de Toledo.

Otro tanto hace ahora. Ultimado el postrer capítulo de las moradas séptimas, redacta en pliego aparte la nueva «carta de envío». Gracián y los primeros lectores del libro la colocarán al comienzo de la obra: páginas 2, 3, 4. Para nosotros ese pliego hace de epílogo. O mejor, sigue sirviendo de carta de envío dirigida a las lectoras destinatarias del libro, las carmelitas de San José de Ávila, de Medina del Campo, de Toledo…, de Sevilla.

La madre Teresa había comenzado «hablando con ellas en lo que escribiré», decía en el prólogo. Ahora termina con una conversación de despedida. En diálogo abierto, que proseguirá en la vida cotidiana de esos Carmelos, y que a través de ellos llega hasta nosotros, lectores de hoy: lectores espirituales, o literarios, o profanos, o dialogantes con el alma de la madre Teresa desde la altura de otras religiones, en cualquier idioma, árabe, o coreano, o japonés.

En esa conversación de despedida, primero humoriza: tan encerradas como están las lectoras carmelitas en la clausura de sus monasterios, este Castillo les abre amplios horizontes, con «jardines y fuentes y laberintos y cosas deleitosas»… Podrán entrar y pasearse por él a cualquier hora y sin licencia de las superioras… Humorismo que no impide recordarles enseguida ciertas lecciones básicas del libro:

– Que ese espacioso mundo interior –el propio de cada uno– está abierto y en espera, misterioso y prometedor; lo que interesa no es saberlo, sino entrar: «Os será consuelo deleitaros en este (vuestro) castillo interior»;

– Que en la vida del alma hay, sí, cosas y moradas al alcance de la mano, simplemente asequibles a nuestro esfuerzo; pero las más y mejores son puro regalo de Dios que nos las ofrece gratis y por amor. Ante él no vale alegar derechos, ni ostentar billete de entrada. «Es muy amigo de humildad». El amor no se compra, se recibe;

– Que la vida interior es una aventura en escalada, con programa secreto de más y más, siempre más; sin otra estación terminal que Dios, «que lo crio a su imagen y semejanza»;

– Pero adentrarse en el castillo de la interioridad no es alejarse de lo de fuera, ni retirar las manos del servicio a los hermanos. Al contrario, «una vez acostumbradas a gozar de este castillo, en todas las cosas hallaréis descanso, aunque sean de mucho trabajo… Aunque mucho estéis fuera por su mandado, (él) os tendrá la puerta abierta».

Por fin, antes de poner fecha a la carta de envío y antes de proclamar la sumisión de su magisterio al de «la Santa Iglesia Católica Romana», Teresa hace en serio una múltiple petición a sus lectoras: es, en cierto modo, el precio que pone al libro. Les pide tres cosas:

«Os pido que cada vez que leyereis aquí,

– Alabéis mucho a Su majestad.

– Y le pidáis el aumento de su Iglesia y luz para los luteranos.

– Y para mí, que me perdone mis pecados, y me saque de purgatorio, que allá estaré quizá, por la misericordia de Dios, cuando esto se os diere a leer…».

Ahora sí, ya puede datar la carta de envío, que equivale a consignar la fecha natal del Castillo: «Acabose esto de escribir en el monasterio de San José de Ávila, año de 1577, víspera de san Andrés (29 de noviembre), para gloria de Dios, que vive y reina por siempre jamás, amén».

En ese momento, Teresa se acercaba a los 63 años de edad.

MORADAS SÉPTIMAS

Capítulo 2

Comentario de Tomás Álvarez

Nuestro vivir es Cristo

Leyendo el capítulo segundo de las moradas séptimas, nos adentramos en lo más hondo del castillo del alma. Es decir, en lo más hondo y misterioso de nuestra vida de gracia.

Teresa sigue exponiendo el tema de la santidad, que ocupa todo el espacio de las moradas séptimas. No tanto en el plano ético de las virtudes humanas, cuanto a nivel teologal: misterio de Dios en el hombre.

Ha tratado del aspecto trinitario (inhabitación) en el capítulo primero. Ahora, en el segundo, le interesa poner a foco el aspecto cristológico de esa fase cimera de la vida, en que finalmente se pone de manifiesto que «nuestra vida es Cristo». Ahí el misterio profundo: que uno pueda ser vida de otro, Cristo vida del hombre. Que en última instancia la vida cristiana no consiste en mera relación o imitación o seguimiento de Jesús, sino en la compenetración de las dos vidas, la de él y la nuestra; y eso no por simple empatía, sino por unión misteriosa de ambas vidas y de ambas personas.

Para el lector de hoy, esta página de Teresa, aparentemente teórica y abstracta, tiene doble interés: lo aleja de toda superficialidad, acercándolo a la profunda visión que tiene san Pablo de la vida del cristiano. Y en segundo lugar le interesa porque Teresa –como Pablo– habla de ello desde la experiencia vivida, no desde ideologías y teologías.

Lo sorprendente y casi desconcertante aquí es que el testimonio autobiográfico de Pablo pasa a ser dato autobiográfico de Teresa. El pasaje en que él asegura que «mi vivir es Cristo» (Gal 2, 20) es la primera palabra del Apóstol incorporada a los escritos de la santa carmelita. Se diría que los dos «definen» así la existencia cristiana y la propia.

Teresa mantiene esa «definición» desde sus primeros escritos autobiográficos hasta este postrer pasaje de las Moradas. Confidencialmente, en uno de sus primerísimos escritos había asegurado: «Me acuerdo infinitas veces de lo que dice san Pablo…, que ni me parece vivo yo, ni hablo, ni tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza; y ando como casi fuera de mí» (Relación 3, 10: del año 1563. Lo glosará poco después en su primer poema «vivo ya fuera de mí…»). Más incisivamente lo repetirá en las primeras páginas de su relato autobiográfico: «¿Qué es esto, Señor mío?… que escribiendo esto estoy y me parece que… podría decir lo que san Pablo, aunque no con esa perfección, que no vivo yo ya, sino que Vos, Criador mío, vivís en mí…» (Vida 6, 9; cf 18, 14).

Esa experiencia primeriza de Teresa y esa su manera de entender la propia existencia cristiana en términos paulinos como «vida en Cristo» reaflora al final de su carrera de escritora (a los 62 años) en la hondura de las moradas séptimas. Pero aquí ensamblando ya los dos planos: el autobiográfico y el doctrinal. En el plano autobiográfico, Teresa contará cómo en la plenitud de su vida ella experimenta de nuevo y con mayor clarividencia lo de Pablo: que para ella vivir es Cristo (n. 6). Y en el plano doctrinal codificará el último estadio de la vida cristiana como unión consumada de las dos vidas, la de él y la nuestra, hasta ser «un solo espíritu».

En ese doble lema paulino –«un vivir», «un espíritu»– se cifrará el contenido de este capítulo segundo de las moradas séptimas.

El regreso temático a la Humanidad de Jesús

Antes de entrar en la lectura del capítulo, recordemos a modo de premisa previa una de las lecciones más fuertes de todo el libro. Al hablar de la Humanidad de Jesús y de su presencia insuplantable en la vida del cristiano, Teresa prometió desarrollar ciertos flecos doctrinales en estas moradas finales del Castillo. Lo haría aquí «si se me acordare», añadía entonces. Los dos datos insistentemente anticipados allí eran estos:

Que la Humanidad de Jesús, su historia humana, los hechos y palabras referidos en el Evangelio, incluso las connotaciones corporales de su condición de hombre –sufrimientos, humillaciones, pasión– no eran cosa reservada a solos los aprendices de cristiano, válidas para un primer tramo del camino, sino que eran recurso insuplantable para toda la extensión de la vida cristiana: para neófitos y para perfectos. Que Jesús mismo dijo que el camino es él.

Y que, por tanto, nadie, ni los candidatos a la más refinada experiencia mística de la divinidad quedan exentos de la propia condición corpórea –«no somos ángeles», decía ella–, ni dispensados de la referencia a la existencia corpórea de Jesús. Afirmaba eso contra toda interpretación espiritualoide de la vida cristiana, y contra toda tentación de entenderla en clave neoplatonizante, como si nuestra vida de gracia fuera solo vida de nuestro espíritu. Pero con una acotación más: «que a quien mete ya el Señor en la séptima morada… es muy continuo no se apartar de andar con Cristo nuestro Señor por una manera admirable, adonde divino y humano junto es siempre su compañía» (6M 7, 9).

La primera de esas afirmaciones la escribía Teresa en diálogo abierto con los teólogos de su tiempo y con libros y teorías que venían de lejos y que todavía hoy reviven en el diálogo de la espiritualidad cristiana con las religiones y filosofías orientales. A ella le interesaba, en el plano doctrinal, no poner límites a la mediación de Cristo en la vida del cristiano.

La otra toma de posiciones acerca de «la manera admirable» en que la Humanidad divina de Jesús ejerce esa su mediación cuando la gracia llega a su plenitud en el crecimiento del cristiano, Teresa se propone testificarla desde la propia experiencia mística. A diferencia del cristiano común, que vive su incorporación a Cristo en fe y esperanza con experiencia limitada del misterio, al místico le toca experimentarla a fondo y testificarla ante los demás. Ejercer su misión de testigo y de profeta.

Pues bien, esa llegada del cristiano a la plenitud de gracia es una manifestación de la santidad. Aquí, en el vocabulario simbólico de las Moradas, Teresa le llama «matrimonio espiritual». Estado y experiencia que, según ella, solo se logra plenamente en el cielo. Acá en la tierra, «mientras vivimos, no debe cumplirse con perfección» (n. 1), pero es ya preludio y anticipo de lo que será nuestra incorporación definitiva a la gloria de Cristo en la Patria celeste (n. 3).

Solo de esta santidad posible acá, «mientras vivimos» en la tierra, nos hablará ella en el presente pasaje del Castillo. Comienza testificándola como hecho acontecido y culminante de su propia autobiografía. «A otras personas» quizás les acaezca eso mismo «por otra forma. A esta de quien hablamos (a Teresa misma)…» le ocurrió así. Es el punto en que comienza su relato.

Cristo Jesús en la séptima morada de Teresa

Teresa había contado ya otra vez ese acontecimiento cristológico terminal de su vida. Lo había referido en caliente, al filo de lo sucedido, en noviembre de 1572. Hacía exactamente cinco años. Estaba entonces de priora en la Encarnación de Ávila, bajo la dirección espiritual de fray Juan de la Cruz. Y el hecho cristológico aconteció precisamente al recibir la comunión de manos del Santo. Lo consignó ella por menudo en su Relación 35. Ahora, a distancia de cinco años, con la prolongada experiencia de la nueva manera de vida desencadenada por aquel suceso, lo entiende y sitúa mejor en el tejido de lo vivido. Aquella experiencia fortísima puso en marcha un creciente proceso de unión entre ella y el Señor Jesús. Por eso, al recordarlo ahora, distingue los dos tiempos de ese proceso: la gracia inicial, que lo pone en marcha, y el nuevo estado de vida y de santidad que deriva de aquella.

Hubo, efectivamente, una primera gracia mística que le permitió tomar conciencia objetiva de Cristo en la propia persona. «Fue con gran fuerza esta visión». Fue «en lo interior del alma». Fue algo como jamás había sucedido en sus experiencias místicas anteriores. Presencia del Señor refrendada por unas palabras brevísimas que le quedarán inscritas a cincel en la memoria (nn. 1-3).

Pero a continuación ese hecho misterioso despliega en el alma de Teresa una dimensión nueva: nueva percepción, puramente espiritual y permanente, de la presencia de él «en el centro muy interior del alma» (n. 3).

Si para cualquier bautizado ser cristiano es, en el fondo, vivir en relación personal con Cristo, ahora ella percibe eso mismo en plenitud. Percibe que «su vida es Cristo». «Entiende claro… ser Dios el que da vida al alma». Lo entiende «por unas secretas aspiraciones, muchas veces tan vivas que en ninguna manera se puede dudar, porque las siente muy bien el alma aunque no se saben decir, mas que es tanto este sentimiento que produce algunas veces unas palabras regaladas que parece no se pueden excusar de decir: ¡Oh vida de mi vida, y sustento que me sustentas!» (n. 6).

Ahora, para ella, Cristo es vida del alma, como lo fue para Pablo. Teresa está secretamente convencida de que su experiencia del misterio coincide con la del Apóstol, aun cuando lo afirme con un ligero titubeo de pluma («quizás es esto lo de san Pablo», escribe ella), o con el inevitable sonrojo que le produce la identificación de las dos experiencias. Si san Pablo escribe: «Para mí vivir es Cristo», ella puede añadir: «Así me parece puede decir aquí el alma (=el alma de ella misma), porque es adonde la mariposilla que hemos dicho muere con grandísimo gozo, porque su vida es ya Cristo» (n. 5).

Pero… ¿cómo decir lo inefable?

Una vez más, mientras cuenta su propia experiencia, Teresa reitera el talante inefable de esta: que es cosa «que no se sabe decir», y que las palabras que a ella se le dicen «son más para sentir que para decir» (nn. 1 y 6). Para franquear esa barrera expresiva, echa mano de dos recursos dispares, uno teológico y otro puramente literario: la palabra bíblica, y las imágenes y símbolos. De la Biblia le sirven en este caso las palabras de Pablo y las de Jesús.

Las de Pablo, como ya hemos visto, por su sintonía autobiográfica con la experiencia de Teresa y porque doctrinalmente la definen. Las palabras autobiográficas de Pablo –«para mí vivir es Cristo»– le permiten a la Santa empatizar con el Apóstol y tener en él un refrendo calificado de la propia experiencia. Por eso ella se apropia el dicho paulino.

Pero antes de ese texto ya ha alegado la palabra lema: «El que se arrima y allega a Dios, se hace un espíritu con él» (n. 5: 1Co 6, 17). Especie de apotegma, cortado a la medida de lo que a Teresa le resulta inefable. Lo que ella vive es «unión de espíritu a espíritu», hasta hacerse «un espíritu» con Cristo Señor. Será precisamente lo hondo del misterio. Tratará de expresarlo recurriendo a la distinción entre alma y espíritu. Allá en el centro del alma, sede del espíritu, a un nivel de suma profundidad psicológica, ahí el espíritu humano se aúna con el espíritu divino (n. 6).

Más allá de las palabras de Pablo, Teresa se acoge a la palabra de Jesús: tres dichos del Señor, sencillos pero sumamente expresivos. Al cristiano que llega a esta cima, Jesús le repite las palabras de paz pronunciadas por el Resucitado:

– «Paz a vosotros», como se la dio a los apóstoles (n. 3);

– «Les dice que vayan en paz, como se lo dijo a la Magdalena tras perdonarle los pecados» (n. 7: Teresa también empatiza con esta mujer del Evangelio);

– Les asegura que «ruega por ellos», como en la oración sacerdotal de la última cena (n. 7);

– Por fin, el texto culminante: Jesús ora por ellos para que «sean una cosa con el Padre y con él, como Jesucristo nuestro Señor está en el Padre y el Padre en él» (n. 7);

– Y todavía una de las palabras más incisivas del Evangelio de Juan: «Yo estoy en ellos» (n. 7). Y Teresa subraya: «Las palabras de Jesucristo, nuestro Rey y Señor, no pueden faltar» (n. 8).

A nivel bien distinto, pero no menos eficaz, en el plano literario Teresa recurre a su típico juego de símbolos e imágenes. Baste recordar las más relevantes:

Ante todo, persiste el símbolo nupcial, de abolengo bíblico, introducido en el libro para estructurar las tres últimas moradas: matrimonio espiritual entre Cristo y el alma. Para ella, la santidad cristiana no consiste en un hecho ético de perfección personal (unipersonal); tiene carácter de simbiosis interpersonal entre dos: Dios y el hombre. Es la santidad de él la que ahora inunda al alma, como ocurre a la humanidad de Jesús en su unión a la divinidad. Pero «ya he dicho que, aunque se ponen estas comparaciones (esponsales), porque no hay otras más a propósito, se entienda que aquí no hay memoria de cuerpo más que si el alma no estuviese en él, sino solo espíritu…» (n. 3).

Reaparece igualmente el símbolo de la mariposa. La mariposa es el alma. Queda lejos el recuerdo del «gusano de seda» (el cuerpo). Y la mariposa queda definitivamente consumida en el fuego del amor divino (n. 5). «Ahora, pues, decimos que esta mariposica ya murió, con grandísima alegría de haber hallado reposo, y que vive en ella Cristo» (7M 3, 1).

La unión de los dos «en un solo espíritu» hace reaflorar otras dos imágenes con solera en páginas anteriores del Castillo: el fuego y el agua, fácilmente identificables con Cristo y el alma. La unión de los dos es como la fusión del fuego y el pábilo en la candela; como la fusión de la luz que ha penetrado en la estancia por dos ventanales, que «aunque entra dividida se hace todo una luz»; o «como si cayendo agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podrán ya dividir ni apartar cuál es el agua del río o lo que cayó del cielo»; «o como si un arroyico pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse» (n. 4).

Inundados de luz, ahora podemos «vernos en este espejo que contemplamos (Cristo), adonde nuestra imagen está esculpida» (n. 8: evocación de otra deliciosa página de Vida 40, 10). Y de nuevo: Dios es «río caudaloso adonde se consume la fontecica pequeña del alma» (n. 6). Él es sol y saeta disparada, de suerte que el alma «entiende claro que hay en lo interior quien arroje estas saetas y dé vida a esta vida, y que hay sol de donde procede una gran luz, que se envía a las potencias, de lo interior del alma…» (n. 6).

Reflujo sobre la vida de cada día

Realista como ella es, Teresa no suelta de la mano el timón de lo terrestre. Su inmersión en el misterio de Cristo y en el propio centro interior no le alejan la mirada de la vida peatonal por la calle de lo cotidiano. Lo expondrá expresamente en los dos capítulos que siguen, dedicados a la conducta (ética y psicológica) y al programa de servicio (fraterno y eclesial) del cristiano en plenitud.

Aquí concluirá su exposición apuntando en esa misma dirección. Ante todo reaparece el resorte de los deseos: «grandes deseos de servir, como se dirá más adelante» (n. 9). De hecho, «más adelante» los definirá como vivos deseos de servir a Cristo en los hermanos, hasta hacerse esclavo de ellos como lo fue Jesús. «¿Qué hay que maravillar de deseos que tenga esta alma, pues el verdadero espíritu de ella está hecho uno con el agua celestial que dijimos?» (n. 9).

Amor a la cruz, cuya presencia es ineludible en la vida: «El hacer penitencia esta alma, cuanto más grande (sea), le es mayor deleite» (n. 9). «Todo le debe venir de la raíz adonde está plantada…, que como el árbol que está cabe las corrientes de las aguas está más fresco y da más fruto…» (ib).

Lejos de toda arrogancia, con temor santo de Dios y clara conciencia de que la vida sigue siendo «riesgo». Teresa lo refrenda con una última pincelada autobiográfica, alusiva a los cinco años que lleva viviendo en esta séptima morada: «Sé cierto que aunque se ve (ella misma) en este estado y le ha durado años, no se tiene por segura, sino que anda con mucho más temor que antes en guardarse de cualquier ofensa de Dios…» (n. 9). En uno de los poemas teresianos escrito por esas fechas glosaba la Santa su vida en alternativa entre amor y temor, en diálogo con el Señor:

– «Si el amor que me tenéis, Dios mío, es como el que yo os tengo…

– Alma, ¿qué quieres de mí?

– Dios mío, no más que verte.

– Y ¿qué temes más de ti?

– Lo que más temo es perderte!»

«En puro espíritu… con el Espíritu increado»

«Este centro del alma, o este espíritu, es una cosa tan dificultosa de decir y aun de creer…».

Hablando de la inhabitación de la Trinidad en el alma, la Santa concluía el capítulo anterior insistiendo en la diferencia que hay entre «alma y espíritu», para puntualizar que es más allá del alma, en lo hondo y secreto del espíritu, donde ella experimenta esa presencia trinitaria de lo divino en sí misma.

Con la misma puntualización termina ahora su exposición de Cristo presente en el alma y vida del alma. También esta presencia y el fluir de esa vida los percibe ella en el centro de su castillo, que es el espíritu creado. «Dificultoso de decir», pero enunciado con un copioso cortejo lexical de variantes: «Lo interior del alma», o «lo interior del hombre» (nn. 2 y 6), «el centro muy interior del alma, que debe ser adonde está el mismo Dios» (n. 3), «puro espíritu» (n. 7), «lo muy muy interior, una cosa muy honda que no se sabe decir» (c.1, n. 7), «lo profundo de nosotros», «el hondón interior» (4M 2, 6)…

Ante esta introspección de Teresa y su forcejeo por llegar a lo más hondo de su interioridad, no es posible perdernos en disquisiciones psicológicas. Como simples lectores, respetamos esos atisbos de su yo profundo. Los sentimos como una interpelación a nuestra posible superficialidad.

En cambio retenemos su línea doctrinal. La Santa se afana por decirnos que el misterio de su relación con Cristo –su unión a él– es absolutamente interior. «Unión en puro espíritu… con el Espíritu increado» (n. 7). Y que esa presencia de la Humanidad santa de Jesús en ella es el término de un proceso bien documentado en sus escritos autobiográficos.

Al historiar en Vida (cap. 27-28) el hecho decisivo de su entrada en la experiencia cristológica, Teresa insistía en que experimentaba a Jesús «cabe ella», o bien «al lado derecho», o en todo caso frente a sí, como lo ve Pedro en el lago o Pablo en el camino de Damasco.

Ahora, en el estadio final, ese Jesús se le ha interiorizado. Se le ha instalado en el centro orbital de su espíritu y de su vida. En términos parecidos a la Trinidad instalada en lo «muy muy interior» (c. 1, 7).

A nuestra pobre mirada miope no le es fácil vislumbrar lo que puede ser –en los planos psicológico, ético, relacional humano– la situación de una persona como Teresa, anclada normalmente en esa presencia trascendente y amorosa. «Pensad lo que quisiereis: ello es verdad lo que he dicho» (n. 11).

MORADAS SÉPTIMAS Capítulo 1

Comentario de Tomás Álvarez

La santidad como estado terminal, plenitud («pléroma») de la vida nueva. Llegamos al centro del castillo, centro del alma, centro de uno mismo. Plena unión del espíritu humano con el Espíritu divino: Matrimonio místico. Dos gracias de ingreso en esa fase final: una cristológica, otra trinitaria. «Aquí se comunican al alma todas tres personas divinas. Nunca más se fueron de con ella». Notas psicológicas y éticas que caracterizan a ese hombre en plenitud: «Olvido de lo creado», «gran gozo interior», «deseo de servir», «paz profunda», cesan los arrebatos místicos. Plena configuración a Cristo. Pleno rendimiento en la acción y el servicio: «Que nazcan siempre obras, obras».

La llegada a las séptimas moradas queda señalada por las más brillantes imágenes bíblicas: reaparece, aunque con signo diverso, el dúo de convertidos de las primeras moradas, san Pablo y la Magdalena del Evangelio; la séptima morada es como el templo de Salomón, que se construye sin ruido; ahí recibe el alma el ósculo de la esposa de los Cantares; y la paz, paz como la anunciada por la paloma del diluvio, o como la que en el cenáculo produce la palabra del Resucitado. «Hambre de la honra de Dios», como la tuvo Elías. «Hambre de allegar almas a Dios», como la tuvieron santo Domingo y san Francisco. Consigna suprema: « ¡Los ojos en Cristo Crucificado, y todo se os hará poco!».

En el umbral de la morada más profunda

Días de crudo invierno en Ávila. Teresa escribe en su celda de San José, promediado ya el mes de noviembre de 1577. Al otro extremo de la ciudad, más allá de las murallas, reside fray Juan de la Cruz, pocos días antes de ser recluido en su carcelilla de Toledo.

«Noviembre» y «fray Juan de la Cruz» son dos coordenadas determinantes para el alma de la Madre Teresa y para su pluma de escritora. En el calendario litúrgico, el corazón de ese mes está ocupado por «la octava de san Martín», el santo que deseaba intensamente el cielo como san Pablo, y que a la vez era capaz de dilacionar el cielo por seguir sirviendo a los hermanos.

En esa octava y al filo de esa evocación, a Teresa le han pasado «cosas del alma», que la han marcado. Una de ellas, la más incisiva de todas, le ocurrió «en la octava de san martín, estando comulgando de mano del padre fray Juan de la Cruz» (Relación 35): episodio del alma que señaló el ingreso definitivo de Teresa en la región de la morada séptima de su castillo.

De esa morada séptima tiene que escribir ahora, justamente en la octava de san martín de este invierno azaroso de 1577, cuando también ella vive tensa entre desear el cielo y servir a los hermanos.

Comienza dedicando al asunto un breve capítulo, al que pone por título: «Trata de mercedes grandes que hace Dios a las almas que han llegado a entrar en las séptimas moradas». «Mercedes grandes» será, pues, el tema a tratar.

Y a pesar de la brevedad del capítulo, lo divide en dos partes desiguales. Comienza con una mínima introducción a esta jornada final (nn. 1-2). Luego, referirá el acontecimiento, místico y asombroso, que ocurre en el umbral mismo de las moradas séptimas (nn. 2-11).

Quien conozca de cerca a Santa Teresa sabe por anticipado que a ella le resulta prácticamente imposible entrar en tema –en ese misterioso espacio de lo último del castillo– sin una pausa previa. Le es necesaria para concederse a sí misma un respiro de estremecimiento en la evocación de la propia historia. Imposible escribirla en frío. Le tiembla no solo la mano y la pluma, sino todo el ser. Se lo dice a las lectoras:

«¡Oh gran Dios!, parece que tiembla una criatura tan miserable como yo de tratar en cosa tan ajena de lo que merezco entender. Y es verdad que he estado en gran confusión pensando si será mejor acabar con pocas palabras esta morada; porque me parece que han de pensar que yo lo sé por experiencia y háceme grandísima vergüenza, porque, conociéndome la que soy, es terrible cosa. Por otra parte me ha parecido que es tentación y flaqueza, aunque más juicios de estos echéis. Sea Dios alabado y entendido un poquito más, y gríteme todo el mundo. Cuánto más que estaré yo quizá muerta cuando se viniere a ver. Sea bendito el que vive para siempre y vivirá, amén» (n. 2).

Es decir, estremecimiento mezclado de camuflaje literario, porque le será inevitable desvelar ante las lectoras los secretos del gran Rey, otorgados a ella misma. A esos secretos ha aludido en las primeras líneas de esta introducción, al enunciar de soslayo el contenido de esta postrera jornada de la vida espiritual del cristiano. Efectivamente, el tema de las moradas séptimas es «la santidad»: la santidad de la vida, posible ya acá en la tierra como culmen connatural de la vida de gracia. San Pablo la llamó «plenitud de vida en Cristo» («pléroma»). Pues el cristiano es «un hombre en Cristo» y está llamado a realizar en sí la «estatura de Cristo». Desde la propia experiencia escribiría Pablo que para él «vivir es ya Cristo». Y a su discípulo Timoteo puede decirle aquello de «cursum consummavi, fidem servavi» (2Tm 4, 7).

Pues bien, para hablar de «la santidad», Teresa no recurrirá a esquemas teológicos de los que ella ha oído a Domingo Báñez o a otros teólogos de Salamanca y de Alcalá. Ni siquiera a lo que ha leído en el Audi, filia («Escucha, hija») del Maestro san Juan de Ávila. A la pregunta «qué es la santidad cristiana», Teresa le dará una respuesta personalísima, que refleje lo vivido y experimentado por ella, como en el caso de san Pablo. Será una respuesta cuádruple, en cuatro capítulos consecutivos. La anticipamos aquí como complemento de esas líneas introductorias del capítulo primero. A saber:

¿En qué consiste la santidad del cristiano?

– Ante todo, la santidad es un hecho trinitario que acontece en el alma del cristiano y le transforma la vida – Respuesta del capítulo 1.

– La santidad del cristiano deriva de la santidad de Cristo y realiza la plenitud de relación del hombre con él. – Respuesta del capítulo 2.

– La santidad, en su dimensión antropológica, es un hecho de plenitud humana: adultez y madurez del «hombre nuevo» en el desarrollo de su vida nueva. – Respuesta del capítulo 3.

– Por fin, la santidad es algo que desborda los estrechos límites del sujeto: es gracia para los otros, para la comunidad humana, para asumir en pleno la condición de «siervo de Yavéh» que caracterizó la existencia de Jesús, que fue «el hombre para los otros». Es decir, la santidad cristiana tiene destino eclesial, y por ello entraña un carisma de servicio a los hermanos. – Respuesta del capítulo 4.

El gran acontecimiento del ingreso en la morada séptima

Teresa comienza testificándolo así: «Cuando nuestro Señor es servido haber piedad de lo que padece y ha padecido por su deseo esta alma que ya espiritualmente ha tomado por esposa, primero que se consuma el matrimonio espiritual métela en su morada, que es esta séptima; porque así como la tiene en el cielo, debe tener en el alma una estancia adonde solo Su Majestad mora y, digamos, otro cielo» (n. 3).

Enseguida completa el cuadro en términos parecidos: «Pues cuando Su Majestad es servido de hacerle la merced dicha de este divino matrimonio, primero la mete en su morada… Quiere ya nuestro buen Dios quitarle las escamas de los ojos, y que vea y entienda algo de la merced que le hace, aunque es por una manera extraña» (nn. 5-6).

Sigue refiriendo el hecho de la experiencia del misterio trinitario por parte del alma y concluye: «Aquí se le comunican todas tres Personas (divinas) y la hablan, y le dan a entender aquellas palabras… que dijo el Señor: que vendría él y el Padre y el Espíritu Santo a morar en el alma que le ama y guarda sus mandamientos» (n. 6).

Las dos componentes de ese supremo acontecimiento son: «lo humano» y «lo trinitario». Es decir: por el lado de lo humano, emergen, en lo más profundo del hombre, ciertas capas subliminales y primordiales que solo ahora se estrenan, por estar reservadas o destinadas para conectar con «lo divino», y que expresan la dimensión de trascendencia que anida en nuestro espíritu. Teresa distingue –quizás inspirada en san Pablo– entre alma y espíritu humanos. El alma, con la función biológica de animar el cuerpo. El espíritu, con dimensión de trascendencia. Ahora es este último el convocado por el Espíritu.

Pero lo santificante en ese acontecimiento no proviene de ahí, sino de la vertiente de lo divino, que se hace presente y operante desde ese «hondón» del espíritu creado. También Teresa sabe que «solo Dios es santo». Y que toda posible santidad humana es derivación de él y comunión en la santidad de él.

En el cristiano, esa comunicación lleva sello trinitario: desde el bautismo, el creyente está sellado por la gracia de la Trinidad. Y como plenificación de esa gracia, Jesús hace al creyente la promesa suprema de la inhabitación: si alguien le ama y le es fiel en la vida, «vendremos a él y haremos morada en él».

El cumplimiento de esa promesa de Jesús tendrá lugar, pues, en todo creyente que le sea fiel en el amor y en las obras. Pero tendrá lugar en fe, como la gracia misma. Como todo el misterio de salvación.

Lo que, en cambio, ocurre en el místico es que ese hecho misterioso se desvela y pasa al ámbito de la experiencia. Obviamente sin eliminar la fe, pero traspasándola de luz. Y eso sucede para que el místico se convierta en testigo y profeta del misterio latente y presente en la vida de todo cristiano.

Es precisamente eso lo que ocurre a esta mística Teresa de Jesús. Por eso mismo ella se para un momento, pluma en mano, para entregarse de nuevo al asombro: «¡Oh válgame Dios! Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas (las palabras de la promesa de Jesús), a entender por esta manera cuán verdaderas son!» (n. 7).

Ya desde las primeras líneas del capítulo había advertido ella a las lectoras: «Harta misericordia nos hace Dios, que haya comunicado estas cosas a persona que las podamos venir a saber, para que mientras más supiéremos que se comunica con las criaturas, más alabaremos su grandeza…» (n. 1).

Bien consciente de esa su misión de profeta y testigo, en el umbral del capítulo se ha detenido ella a orar y pedir al Señor que «menee la pluma y me dé a entender cómo yo os diga algo de lo mucho que hay que decir y da Dios a entender a quien mete en esta morada. Harto lo he suplicado a Su Majestad» (n. 1).

Pero Teresa complica las cosas a los teólogos de profesión

Hasta aquí, hemos rozado apenas la superficie del texto y de las afirmaciones de Teresa.

En su específica función de profeta, llamada a «testificar», a ella no le sirve el casillero teórico de los teólogos de profesión. Ella tiene que referir en directo. Con realismo de testigo experiencial. Salvando esa especie de abismo semántico que media entre lo inefable de la experiencia mística y lo angosto del vocabulario corriente, o de las abstractas categorías teológicas.

Es en ese punto donde ella incurre en una serie de afirmaciones que han puesto en riesgo la supervivencia del libro de las moradas. Apenas publicada esa página de su Castillo, se levanta un trío de teólogos airados que la denuncian a la Inquisición por heterodoxa. Denuncia que llegará hasta Roma mientras se tramita la causa de beatificación de la autora.

Para entender este episodio de «los teólogos contra la mística que es Teresa», es necesario tener a la vista el pasaje incriminado, precisamente el número central del capítulo, que dice así:

«Aquí… quiere ya nuestro buen Dios quitarle las escamas de los ojos, y que vea y entienda algo de la merced que le hace, aunque es por una manera extraña: metida en aquella morada, por visión intelectual, por cierta manera de representación de la verdad, se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres personas, con una inflamación que primero viene a su espíritu a manera de una nube de grandísima claridad, y estas tres personas distintas, y por una noticia admirable que se da al alma, entiende con grandísima verdad ser todas tres personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios, de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista de ojos, aunque no es vista con los ojos del cuerpo» (n. 6).

En la transcripción del texto, he subrayado en cursiva las afirmaciones que más dieron en ojo a los teólogos coetáneos de Teresa: que lo que tenemos por fe, ella lo ha visto por vista de ojos! ¿No dijo Jesús que «a Dios nadie lo vio jamás…, sino solo el Hijo»?

Fray Luis de León, al editar por primera vez esa página de Teresa, se creyó en la necesidad de apostillarla. Le añadió una larga nota marginal que fue flanqueando el lado externo de las páginas 234-235 de su edición. La nota de fray Luis comenzaba así:

«Aunque el hombre en esta vida, perdiendo el uso de los sentidos y elevado por Dios, puede ver de paso su esencia, como probablemente se dice de san Pablo y de Moisés…, mas no habla aquí la Madre de esta manera de visión…».

O sea, que en el fondo, Teresa no dice lo que dice, sino lo que según los teólogos debería decir… Pero ya antes que fray Luis, otro teólogo amigo, el carmelita Jerónimo Gracián, medio alarmado ante la osadía de la escritora, había tomado por su cuenta ese párrafo del autógrafo teresiano y le había impuesto una buena pasada de correctivos. Tachó y enmendó, de suerte que el autógrafo se leyese así:

«Lo que tenemos por fe, allí lo entiende más el alma. Podemos decir que parece vista, aunque no es vista con los ojos del cuerpo ni del espíritu». Era echar mucha agua en el vino puro del testimonio de Teresa.

Para el lector de hoy, ante ese límpido testimonio de la Santa en su función de profeta, la normal pregunta de los teólogos –los de entonces y los de ahora– no es si coincide o no con los cánones de la teología en curso, sino más bien si transmite o no una auténtica experiencia del misterio cristiano en su más neta hondura. ¿Es realmente así? Esas fuertes afirmaciones de Teresa ¿responden o no a una auténtica y profunda experiencia cristiana?

Lo que Teresa experimentó de hecho al entrar en sus séptimas moradas

La «octava de san Martín» nos ha servido para tender un puente cronológico entre el momento en que Teresa escribe –noviembre de 1577 en San José de Ávila– y el momento en que ella experimentó lo que escribe: noviembre de 1572, ante fray Juan de la Cruz en la Encarnación de Ávila.

Al redactar ahora el tema de las séptimas moradas, Teresa escribe ante todo sobre las moradas séptimas de ella misma. No olvidemos que este «Castillo interior del alma» es en primera instancia el castillo del alma de la autora. Más de una vez advertirá ella misma que «a otras personas será (les ocurrirá) por otra forma: a esta de quien hablamos…», es decir a ella, le ocurrió exactamente así… (cf c. 2, 1).

Pues bien, afortunadamente Teresa misma nos ha dejado un pequeño dossier de apuntes de lo que le ocurrió a ella en el plano de la experiencia trinitaria a lo largo de los años 1571-1572, justamente en el preludio de su ingreso en las séptimas moradas.

Se hallan esos apuntes en el florilegio de papeles sueltos reunidos bajo el título de Relaciones: desde la que lleva el número 16 hasta la 35. En aquella refiere Teresa su primera asombrosa experiencia trinitaria «el martes después de la Ascensión, habiendo estado un rato en oración después de comulgar»: era el 29 de mayo de 1571 (Relación 16). Asegura luego que esa su experiencia mística se prolonga y le dura hasta el 30 de junio siguiente (Relación 18). Se le reitera, en forma dramática, meses después (Relación 24). Y tiene su culminación en el ya mencionado episodio de la octava de san martín, el 18 de noviembre de 1572 (Relación 35). Ahora Teresa se experimenta a sí misma inmersa en la Trinidad, «como una esponja que embebe el agua en sí» (Relación 45).

Son esos algunos de los jirones de vida, que se condensarán en el osado texto trinitario que desbordó los esquemas de los teólogos coetáneos de Teresa al leer nuestro capítulo primero de las moradas séptimas.

Vida cristiana – vida trinitaria

La imagen teresiana de la esponja sumergida en el agua de lo divino tiene abolengo en la tradición espiritual cristiana. Incluso en los grafitos de las catacumbas se presenta a los catecúmenos recién bautizados como pececillos («pisciculi») que viven y bogan en las aguas.

En nuestro capítulo, más allá de esa gracia de entrada descrita por Teresa en los números 6 y 7, se indica la manera de vida que deriva de esa gracia inicial. La autora se limita a insinuarla, en una serie de rasgos sueltos:

Primero: el estado de asombro y estupor, típico del místico que ya mira la realidad con ojos nuevos: «Cada vez se espanta más el alma». («Espantarse», en el léxico teresiano expresa el estado de ánimo entre asombro y estupor). De la vida cotidiana desaparecen la prosa y la rutina. Crece la capacidad de admiración ante las personas, los acontecimientos, la mezcla de bien y de mal, sobre todo ante esa insondable trastienda de lo divino presente bajo la superficie de lo cotidiano.

Otro rasgo caracterizante: «Porque nunca más le parece se fueron (las personas divinas) de con ella (de con el alma), sino que notoriamente ve… que están en lo interior de su alma, en lo muy muy interior, en una cosa muy honda que no sabe decir cómo es… siente en sí esta divina compañía» (n. 7).

Un tercer rasgo, la sobredosis de dinamismo en el hacer y servir: «Os parecerá que (esta alma) no andará en sí, sino tan embebida que no pueda entender en nada. Mucho más que antes en todo lo que es servicio de Dios…» (n. 8).

Finalmente, la vinculación de lo presente a lo escatológico. Fray Juan de la Cruz lo había dicho maravillosamente en verso: «Que a vida eterna sabe». Teresa, a su vez: «Si no falta a Dios el alma, jamás él la faltará, a mi parecer, de darle a conocer tan conocidamente su presencia; y tiene gran confianza que no la dejará Dios» (n. 8).

De hecho, la jornada de las séptimas moradas a Teresa se le prolongará todavía otros cinco años: desde ese invierno de 1577 hasta el otoño de 1582. Poco antes del ocaso final en Alba de Tormes, nos legó ella el último testimonio sobre la perduración del estado descrito en el presente capítulo. Escribía así en 1581:

Permanece «esta presencia tan sin poderse dudar de las tres Personas, que parece claro se experimenta lo que dice san Juan, «que haría morada en el alma», esto no solo por gracia, sino porque quiere dar a sentir esta divina presencia…» (Relación 6, 9).

Volvía así al tema de san Martín y de san Pablo en tensión permanente entre la experiencia de lo divino y el servicio de los hermanos. Auténtica síntesis de la santidad cristiana.

MORADAS SEXTAS Capítulo 11

Comentario de Tomás Álvarez

La llama del amor y de los deseos

Momento cimero de las sextas moradas del castillo: estamos en la antesala de la morada final.

Para leer a tono este capítulo undécimo, habría que poner de rodillas el alma, al unísono con la autora. Y acercarse de puntillas, como Moisés a la zarza ardiente. Como si fuéramos a tocar metal incandescente. De hecho la autora recurrirá con insistencia a la imagen del fuego y de la llama. Estas páginas conclusivas del «período extático» de Teresa podrían servir de preludio a la Llama de amor viva de fray Juan de la Cruz. Lo referido en ellas fue, efectivamente, vivido y compartido por los dos en el período de la Encarnación de Ávila, como comprobaremos enseguida.

Para recolocar este pasaje en su contexto, dentro del Castillo interior, baste recordar:

– Que las moradas sextas son las más abundosas del relato (once capítulos en total, casi la mitad del libro);

– Que comenzaron con dos temas fuertes: la noche purificadora del místico (capítulo 1), y la explosión de los deseos (capítulo segundo);

– Que ahora, en este capítulo once, se remata la exposición con la definitiva cosecha de los deseos, que se han ido desbordando a impulso de las gracias místicas recibidas a lo largo de toda la trayectoria (capítulos 3-10);

– Y que todo ese caudal de gracias recibidas ha servido para incentivar el amor. Es decir, que todo, éxtasis, heridas e ímpetus, humanidad de Cristo y recuerdo de los pecados, hablas y visiones…, todo ha venido a desembocar en esa pulsión incontenible de amor y deseos.

A modo de proemio, la Santa lo ha condensado todo en un par de afirmaciones (n. 1):

– Que «como el alma va conociendo más y más las grandezas de su Dios, y se ve estar tan ausente y apartada de gozarle, crece mucho más el deseo»: son años los que «viene creciendo este deseo»;

– Pero «también crece el amor, mientras más se le descubre lo que merece ser amado este gran Dios y Señor».

Amor y deseos no son vino nuevo. Al contrario, previamente lo han ido llenando todo en esta región del castillo. Pero las «ansias y grandes ímpetus» experimentados hasta aquí eran «todo nada en comparación de lo de ahora». Eran como «un fuego que está humeando y puédese sufrir». Ahora anda «esta alma abrasándose en sí misma» de amor y deseos (n. 2).

Imposible glosar estas páginas de la Santa sin esquilmarlas y traicionarlas. Baste proponer al lector un elemental proyecto de lectura, desde tres claves de atención:

1ª clave, la autobiográfica: Teresa habla y escribe desde lo que a ella misma le pasó en un determinado momento de su vida mística. ¿Qué es eso que a ella le ha ocurrido?

2ª clave, atención a las imágenes: Teresa tiene que recurrir a una elemental simbología para decir de otro modo eso que le resulta indecible con palabras. ¿Por qué recurre a la imagen del fuego?

3ª clave, la doctrinal: cuál es el resorte que produce en ella –y en el místico– esa suma tensión de los deseos: tensión suma, pero pasajera, pues tendrá que ceder el paso a la gran distensión que sobrevenga con la paz de las moradas séptimas. ¿Por qué esos deseos incontenibles, y a qué diana apuntan?

El trasfondo autobiográfico

Dos o tres cosas resultan constantes y evidentes en este pasaje de Teresa: que testifica con absoluto rigor algo que ella ha vivido no hace mucho tiempo, y que está convencida de que esa vivencia sorprendente no es exclusiva suya; hay otros que han pasado por esa especie de fuego; y finalmente, que Teresa hace ese relato a cierta distancia, como desde otra ribera, ya desde la cima de las moradas finales, que le permiten comprender el sentido y el «para qué» de ese paso por la región ardiente de los deseos. Pues hubo un tiempo en que estuvo convencida de que esos deseos de vida eterna eran en sí mismos el desenlace…, pero se equivocaba. Lo había escrito en Vida, hablando de la herida producida por los deseos:

«Yo bien pienso [que] alguna vez ha de ser el Señor servido, si [esto] va adelante como ahora, que se acabe con acabar la vida, que a mi parecer bastante es tan gran pena para ello, sino que no lo merezco yo. Toda mi ansia es morirme entonces. Ni me acuerdo de purgatorio ni de los grandes pecados que he hecho… Todo se me olvida con aquella ansia de ver a Dios, y aquel desierto y soledad le parece [al alma] mejor que toda la compañía del mundo» (Vida 20, 13).

Era una falsa apreciación. Ahora la ha corregido desde la nueva perspectiva de las moradas finales. Lo que a ella le ha ocurrido ha sido, en síntesis, esto:

– Teresa ha sido, desde siempre, «mujer de deseos», como el Daniel bíblico: «Deseos siempre los tuve grandes» (Vida 13, 6). Todavía al final de su autobiografía escribirá: «Estoy hecha una imperfección, si no es en los deseos» (30, 17). «Siempre tuve grandísimos deseos» (Rel 4, 3):

– Pero su experiencia de ahora no fluye por ahí. No consiste en el crecimiento de ese su fondo anheloso. Los de ahora son deseos que le vienen de otra región, nacidos en lo más hondo del alma, más allá de la raíz de nuestros instintos viscerales o de nuestras apetencias y querencias racionales.

En la historia íntima de Teresa ha habido, no hace mucho, un acontecimiento incisivo que ella recuerda siempre como punto de referencia en la crecida de los deseos. Es el episodio ocurrido en la Pascua de 1571, en Salamanca, durante la recreación comunitaria de ese día festivo. Lo hemos recordado ya. Una joven novicia, la segoviana Isabel de Jimena, canta con voz espléndida, ahí al aire libre, la canción: «Véante mis ojos / dulce Jesús bueno / véante mis ojos / muérame yo luego». Jesús es el Resucitado. A él va la saeta: Véante mis ojos, aunque sea muriendo. Es el anhelo del encuentro pascual. Para esa fecha, Teresa ha revivido y emulado tantas veces «el encuentro» de Jesús con la Magdalena (lo ha testificado en las Relaciones 21, 32 y 42). Ahora la canción suelta la rienda de los deseos, Teresa cae en éxtasis profundo, y tienen que llevarla en peso a un lugar más recatado dentro del convento.

Ella contará ese episodio repetidas veces: en la Relación 5, escrita poco antes de las Moradas. En el comentario a los Cantares (Conceptos 7, 2: no sabemos la fecha). Y ahora, en 1577, en el presente capítulo de las moradas sextas (n. 8).

No disponemos de espacio para más detalles, ni para recoger las variantes de matiz con que Teresa lo cuenta en cada ocasión. Aquí nos interesa únicamente notar que, apenas unos meses después de ese episodio, la Santa, de regreso a la Encarnación de Ávila, pone su alma bajo la dirección de fray Juan de la Cruz. Era, justamente, en el período de los grandes deseos.

Joven de apenas treinta años, fray Juan de la Cruz se halla en ese mismo trance. Así que los dos comparten y sintonizan en la onda de los deseos ardientes. Probablemente será a raíz de esa experiencia, vivida en paralelo, cuando los dos la glosen poéticamente y al unísono en las coplas vueltas a los divino: «Vivo sin vivir en mí», escritas en sendos poemas gemelos. Los dos hablarán de ella, aludiendo a un acontecimiento místico concreto: «Vivo ya fuera de mí / después que muero de amor», comienza el poema de Teresa. Y el de fray Juan: «En mí no vivo ya…».

En el caso de Teresa, ese período de grandes deseos se cierra con la gracia del ingreso en las moradas séptimas, que ella misma sitúa en noviembre de ese año 1572, al recibir «un día de la octava de san Martín» la comunión de manos de fray Juan de la Cruz (cf Rel 35, en que la Santa lo dice expresamente).

Con él volverá a encontrarse ahora, cinco años después, mientras escribe este pasaje de las moradas sextas. Cercanía que le facilitará la evocación de lo vivido. Tanto más que en fray Juan de la Cruz no ha cejado todavía el oleaje de los deseos incandescentes. Él mismo volverá a glosarlos poéticamente pocos meses después, al componer en la cárcel de Toledo su Cántico Espiritual: les dedicará la maravillosa estrofa: «Descubre tu presencia, / y máteme tu vista y hermosura; / mira que la dolencia / de amor, que no se cura / sino con la presencia y la figura».

Ese trasfondo biográfico de los dos santos poetas explica por qué Teresa, al testificar su propio paso por esa racha ígnea de los deseos, esté convencida de que no es sola ella la agraciada, sino que esa experiencia marca un momento caracterizante de la jornada de los místicos, en el acercamiento a la unión consumada del alma con Dios, como les ha ocurrido a ella y a fray Juan de la Cruz. Fray Juan la glosará por extenso en la Llama de amor viva.

El recurso a las imágenes de fuego

¿Cómo explicar al lector esa marejada de los deseos sin recurrir a las imágenes? En la literatura de Teresa lo normal es que cada experiencia misteriosa, cuanto más inefable, más necesite el soporte expresivo de un nuevo símbolo o, a nivel inferior, de nuevas imágenes plásticas.

En el caso presente ese recurso a la eficacia expresiva de las imágenes tiene algo de peculiar. De los símbolos mayores utilizados para el entramado del Castillo interior, quedan apenas dos, uno y otro alegados solo de refilón. En primer lugar, el de «la palomilla o mariposilla», que ya ha dejado atrás su vida de gusano. Y, también de refilón, el símbolo del agua: los deseos llegarán al punto de tener al alma «abrasada de sed» y necesitada del agua prometida por Jesús a la Samaritana (n. 5; con nuevos matices en el n. 6).

En cambio, a lo largo de todo el pasaje campea la imagen del fuego. Se ha dicho, confrontando la simbología de Teresa con la de fray Juan, que ella es «hija del agua», y que fray Juan lo es «del fuego». Pues bien, aquí en este contexto de los deseos, Teresa pasa del agua al fuego. Poco a poco va desarrollando la nueva imagen así:

– Este es ya «fuego sin humo»: deseos que son pura llama (n. 2); llama que «abrasa al alma en sí misma» n. 2);

– Deseos que son llama arrojadiza que enviste al alma «como si viniera [sobre ella] una saeta de fuego» (n. 2);

– Y que a la vez son llama purificadora, como la del purgatorio (nn. 2 y 6)

– Llama que divide entre cuerpo y alma: mientras al cuerpo «el calor natural le falta», al alma «la abrasa de manera que con otro poquito más hubiera cumplídola Dios sus deseos» (n. 4);

– Todo ello, en «soledad extraña, porque criatura de toda la tierra no le hace compañía…; mas vese [el alma] como una persona colgada, que no asienta en cosa de la tierra, ni al cielo puede subir, abrasada con esta sed, y no puede llegar al agua» (n. 5: extraña evocación del viejo mito de Tántalo);

– Llama irresistible: «Pues pensar que se puede resistir [al ímpetu de los deseos]…, no más que si metida en un fuego quisiese hacer a la llama que no tuviese calor para quemarle…» (n. 8)

En su moldeo de esa misma imagen de la llama, fray Juan de la Cruz la cincelará en un verso maravilloso: «En la noche serena / con llama que consume y no da pena» (Cántico c. 39). En Teresa, al contrario, ese fuego de los deseos es llama que «no consume y sí da pena»: «Viene en estos años creciendo poco a poco este deseo de manera que la llega a tan gran pena como ahora diré…» (n. 1). «No es adonde se sienten acá las penas, a mi parecer, sino en lo muy hondo e íntimo del alma, adonde este rayo… todo cuanto halla de esta tierra de nuestro natural lo deja hecho polvos» (n. 2).

La clave doctrinal: deseos ¿de qué?

Al lector primerizo de los escritos teresianos es probable que lo más importante e impresionante en estas páginas de la Santa le parezca ese alto diapasón de los deseos. Deseos casi transhumanos. Que parecen escapar a todo parámetro psicológico.

No es esa, sin embargo, la clave de lectura doctrinal del contenido místico de estas páginas. En el fondo, la autora está respondiendo –como tantas otras veces– a un par de preguntas. ¿Por qué ese huracán de deseos? Y deseos ¿de qué?

A la pregunta primera –el porqué de ese brote apasionado–, la respuesta es compleja. Forma parte de la peculiar situación humana del místico. Al místico le llega un momento en que percibe, con la más fina punta de su espíritu, «la ausencia de Dios» en la propia vida. Ausencia y trascendencia de Alguien absolutamente necesario e indispensable para vivir, para amar y poseer. Y a la vez absolutamente inalcanzable, a causa de la condición terrestre de nuestro vivir, inserto y anclado en un mundo sensible que poco a poco se va extenuando y resultando insuficiente para quien vive. Como si todo lo creado se desplazase hacia una zona de vacuidad e insuficiencia. Es así como se produce en el místico la sensación de soledad total. «Colgado entre el cielo y la tierra», afirma ella, pero sin cielo y sin tierra para apoyar los pies o las alas. «Soledad extraña, porque ninguna criatura le hace compañía, ni creo se la harían las del cielo, como no fuese el que [ella] ama» (n. 5). Soledad creciente, en la misma medida en que crecen el amor y el conocimiento de él.

De ahí el contenido único (diríase químicamente puro) de los deseos: lo necesita a él; lo desea a él. No hay subrogados posibles mínimamente válidos. Todos los valores creados quedan como rezagados en un plano netamente inferior al de los deseos. Es la respuesta a la otra pregunta.

En segundo lugar, el místico ha sido introducido en otra zona de experiencia: una nueva y extraña experiencia de la vida, de esta nuestra vida en su dimensión puramene biológica. Recordemos que, al verter esa experiencia en el molde de la poesía, tanto Teresa como fray Juan de la Cruz comienzan dirigiéndose a la propia vida e interpelándola: «Vivo sin vivir en mí…». Fray Juan terminará una de sus estrofas con el grito: «Que esta vida no la quiero». Y ella, Teresa, abrirá el primer soliloquio de sus Exclamaciones con este otro grito: «¡Oh vida, vida, cómo puedes sustentarte estando ausente de tu Vida…!».

Les ha ocurrido a los dos –y quizás a todos los místicos al adentrarse en la experiencia de Dios– que en un determinado momento descubren de pronto la verdadera dimensión de la vida humana. Es la vida la que entraña en sí misma una exigencia de culminación en otra vida. Otra vida, o más vida (quizá una forma de supervida), que no consiste en el desplazamiento de una ribera a la otra, sino que es sentida como la auténtica dimensión que da sentido a la vida presente. Percibida como aterrizaje indispensable para entrar en la órbita de Dios. De ahí su pulsión de «vida eterna», pero nacida de lo más recóndito y entrañable de la vida presente.

Lo dice mucho mejor ella en uno cualquiera de sus versos: «Mira que el amor es fuerte / vida, no me seas molesta, / mira que solo me resta / para ganarte perderte».

No menos expresivo el poema gemelo de fray Juan: «Esta vida que yo vivo / es privación de vivir; / y así es continuo morir / hasta que viva contigo. / Oye, mi Dios, lo que digo, / que esta vida no la quiero». Y por eso, su grito renovado: «Sácame de esta muerte, / mi Dios, y dame la vida, / no me tengas impedida / en este lazo tan fuerte, / mira que peno por verte…».

Poco antes de escribir este pasaje de las Moradas, Teresa misma lo había condensado en un breve escrito íntimo, paralelo del que estamos leyendo. Dice así en la Relación 5, 14: «Parécele [a ella misma] que está en una tan gran soledad y desamparo de todo, que no se puede escribir. Porque todo el mundo y sus cosas le dan pena y que ninguna cosa criada le hace compañía, ni quiere el alma sino al Criador, y esto velo imposible si no muere. Y como ella no se ha de matar, muere por morir, de tal manera que verdaderamente es peligro de muerte, y vese como colgada entre cielo y tierra, que no sabe qué se hacer de sí. Y de poco en poco dale Dios una noticia de sí para que vea lo que pierde, de una manera tan extraña, que no se sabe decir, porque ninguna hay en la tierra –a lo menos de cuantas yo he pasado– que se le iguale».

Oración desde los deseos

Como es normal, Teresa no es capaz de hablar de todo eso sin pasar del diálogo con el lector al monólogo ante Dios. Oración de deseos es su poema «Vivo sin vivir en mí». Le cedemos la palabra. Transcribimos la oración con que concluye su última Exclamación (17, 3):

«No me castiguéis (Señor) en darme lo que yo quiero o deseo, si vuestro amor –que en mí viva siempre– no lo deseare. Muera ya este yo y viva en mí otro que es más que yo, y para mí mejor que yo, para que yo le pueda servir. Él viva y me dé vida. Él reine, y le sea yo cautiva, que no quiere mi alma otra libertad. ¿Cómo será libre el que del Sumo estuviere ajeno? Dichosos los que con fuertes grillos de los beneficios de la misericordia de Dios se vieren presos e inhabilitados para ser poderosos para soltarse. Fuerte es como la muerte el amor, y duro como el infierno. ¡Oh quién se viese ya muerto de sus manos y arrojado en este divino infierno, de donde ya no se esperase poder salir, o por mejor decir, no se temiese verse fuera!».

MORADAS SEXTAS Capítulo 10

Comentario de Tomás Álvarez

La verdad os hará libres

La autora del Castillo nos acerca a la morada central, la más honda, la de los grandes secretos. A esa especie de antesala del «palacio grande y hermoso», hito terminal del proceso, le concede dos capítulos: décimo y undécimo de las moradas sextas. Antes de adentrarse en la morada terminal, el morador del castillo tiene que pasar por dos zonas, una de luz y otra de fuego. Primero por la luz de la verdad (o de la Verdad): de ella tratará el capítulo 10. Luego por la tensión de los deseos incontenibles, «deseos tan grandes e impetuosos, que ponen en peligro de perder la vida»: de ellos tratará el capítulo once, último de las moradas sextas y preludio de las séptimas.

Así pues, verdad y deseos son las dos alas con que emprender el vuelo a la región misteriosa de la morada última del castillo, donde pasan las cosas más secretas entre Dios y el alma.

La verdad os hará libres

La trabazón entre verdad y libertad es uno de los temas fuertes del evangelio de san Juan. Recordando el episodio de Pilato, que pregunta a Jesús «¿y la verdad qué es?», pero luego vuelve la espalda sin esperar respuesta, repercute en Teresa casi instándola a hacer y repetir la misma pregunta, pero subrayando enseguida «lo poco que entendemos acá de esa suma Verdad», pasando así del librillo de nuestras verdades a la Verdad con mayúscula, que se identifica con Dios mismo (n. 5).

Como siempre, ella se apoya en la propia vivencia. En la historia personal de Teresa hubo un momento en que tuvo la sensación de haber llegado –ella misma– a la Verdad de Dios. Es la experiencia suprema con que, años atrás, había cerrado el relato de su Vida, en el capítulo último de aquel libro (40, 1-5).

Ahora no solo evoca aquella experiencia teofánica, sino que la propone como escalón de acercamiento a la morada final. Para entrar en las moradas séptimas, hay que liberarse de la mentira. Porque en el fondo de todo hombre anida algo de mentira: «Todo hombre es mentiroso», advierte ella con la palabra del salmista, lo cual –prosigue ella– «no se entendiera jamás así, aunque muchas veces se oyera», sino cayendo en la cuenta de que «él solo es verdad que no puede mentir…, verdad que no puede faltar» (n. 5).

En el capítulo final de Vida, ese definitivo aterrizaje en la verdad de Dios, lo había formulado así: «Esta verdad que se me dio a entender es en sí misma verdad, y es sin principio ni fin, y todas las demás verdades dependen de esta verdad, como todos los demás amores de este amor, y todas las demás grandezas de esta grandeza…» (40, 4).

Y concluía con un grito de adoración a ese Dios de las verdades: «¡Oh grandeza y majestad mía! ¿Qué hacéis, Señor mío todopoderoso? Mirad a quién hacéis tan soberanas mercedes. ¿No os acordáis que ha sido esta alma (mía) un abismo de mentiras y piélago de vanidades?, y todo por mi culpa: que con haberme Vos dado natural de aborrecer el mentir, yo misma me hice tratar en muchas cosas mentira» (ib.).

Teresa cerraba así, en forma fulgurante, el relato de su historia personal, que había comenzado con el episodio de lo que ella misma llamó «la verdad de cuando niña», aquella su evaluación en contrapunto de lo finito y lo eterno: que todo pasa, pero que hay algo que existe «para siempre».

Para nosotros, sus lectores de hoy, es de gran actualidad el impacto que esas páginas produjeron en la gran buscadora de la verdad que fue Edith Stein, quien al leerlas por primera vez, tuvo también el fogonazo iluminador de la verdad, que la llevó a la conversión.

Aquí, en las Moradas, la autora recupera el símbolo que había acuñado a la luz de esa experiencia: que Dios es como un diamante inmenso en que se contienen y reflejan todas las cosas, las acciones, las personas, el mundo entero; las verdades y las mentiras humanas. Porque en él tiene ser todo otro ser, y solo de él deriva la verdad de nuestras verdades. «Digamos ser la divinidad como un claro diamante, muy mayor que todo el mundo… Y que todo lo que hacemos se ve en ese diamante, siendo de manera que él encierra todo en sí, porque no hay nada que salga fuera de esta grandeza…» (Vida 40, 10). En el Castillo, ese inmenso diamante reaparece con trazado de palacio: «Hagamos cuenta que es Dios como una morada o palacio muy grande y hermoso, y que este palacio, como digo, es el mismo Dios… Y que dentro, en el mismo palacio, que es el mismo Dios, pasan las abominaciones y maldades que hacemos los pecadores» (n. 3).

Esta visión cósmica de la verdad de Dios había sido para Teresa «una atalaya» desde la que «se ven verdades», manantial de libertad y de felicidad profunda: «Bienaventurada alma que trae el Señor a entender verdades. Oh qué estado este para reyes…» (Vida 21, 1). Ahora, en las moradas, Teresa vuelve a refrendar la eficacia liberadora de esa llegada a la Verdad: «Es de gran provecho, porque aunque pasa en un momento (pasa en un instante esa fulgurante experiencia del Dios-Verdad), queda esculpida (en la memoria) y hace grandísima confusión, y vese más claro la maldad de cuando ofendemos a Dios, porque en el mismo Dios –digo, estando dentro en él– hacemos grandes maldades» (n. 2).

Es decir, que la llegada a la Verdad no solo nos libera de nuestras mentiras e ilumina nuestras maldades, sino que nos introduce en el espacio focal de la verdad divina. Mentira y males nuestros deben quedar aniquilados por esa luz de la Verdad que es él.

Andar en verdad

Ya desde las primeras moradas, el ingreso en el castillo interior pone en marcha una imperiosa tarea de propio conocimiento. Base de la internada, moradas adentro, es la consigna de «conocerse a sí mismo»: conocer la propia dignidad, la hermosura del alma, en el contraluz de las propias miserias y frente a las zonas sombrías del pecado.

Pero ya entonces esa especie de «socratismo teresiano» añadía a la clásica consigna del «conócete a ti mismo» una nota especial, típicamente cristiana: conócete a ti, pero a la luz de Dios, que te conoce más y mejor que tú mismo y te ama. Que «es muy bueno y muy rebueno tratar de entrar primero en el aposento adonde se trata de este propio conocimiento… Y a mi parecer, jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios: mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza…» (1M 2, 9).

Ahora, en el umbral de la jornada definitiva, esa consigna se vuelve perentoria e iluminadora. Instalados en la verdad de Dios, se impone la necesidad de «conformarnos y configurarnos» con ella a base de una actitud que remodele nuestra condición creatural ante la Verdad y Majestad del Creador. Esa actitud tiene para Teresa un nombre elemental, común y corriente: es la humildad.

Ella la presenta vinculada de nuevo a su propia vivencia: «Una vez estaba yo pensando por qué nuestro Señor es tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante… esto: que es porque Dios es la suma verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. Y quien más lo entiende, más agrada a la suma Verdad, porque anda en ella» (n. 7).

Así, la experiencia radical de la verdad de Dios, que hace libre al hombre, culmina en esta derivación aparentemente modestísima de la humildad. Pero humildad tal como la ve ella a través de su experien cia mística. No un degradante gesto de «deiectio animi», repliegue hacia el apocamiento, reflejado en la estampa corporal de quien abaja la cabeza y se retrae del consorcio social. Para Teresa, esa concreción de la «humildad evangélica» en el axioma de «andar en verdad», se articula en dos o tres componentes:

– Ante todo, la humildad es la profesión de la verdad, no en vocablos sino en hechos de vida. Es el gesto existencial de «caminar» en la verdad, delante de Dios y de los otros, no queriendo que nos tengan en lo que no somos.

– El andar en verdad exige en primer lugar el conocimiento y reconocimiento de los propios valores. Pero bien registrados: valores que «poseemos», pero que por lo general hemos recibido de mano ajena. De ahí la consigna de atribuir a Dios lo que de él hemos recibido, y a nosotros lo que de nosotros ha nacido…

– Y por fin, en el tejido de nuestra verdad hay una franja negativa: son los contravalores. Hay que reconocerlos. Teresa los designa en términos fuertes: «nuestra miseria y ser nada». Miseria es la presencia de lo pecaminoso en nosotros. Ser nada es nuestra radical condición de origen: no somos obra de nuestras manos. Nuestro ser es pura deuda: lo hemos recibido. De ahí la consigna fuerte: «En nuestras obras, dar (=atribuir) a Dios lo que es suyo y a nosotros lo que es nuestro» (n. 6).

La transparencia de la mirada del místico –de Teresa– es luminosa. En positivo, son muchos e ingentes los valores que «tenemos». Pero de esa suma de valores, es poco o casi nada lo que no hayamos recibido. Lo recibido de la mano de Dios es incalculable.

Por eso Dios está tan implicado en el verdadero conocimiento de uno mismo. Por eso la luz de su verdad es indispensable para librarnos de la mentira y «andar en verdad».

 

Santa Teresa escritora

MORADAS SEXTAS Capítulo 9

Comentario de Tomás Álvarez

Cristofanía en las moradas sextas

Iniciamos la lectura de uno de los capítulos más delicados del Castillo y de toda la mística teresiana. Es el capítulo 9 de las moradas sextas. Con el tema de «visiones de Cristo» en el arco de desarrollo de la vida mística.

Recordemos el emplazamiento de ese pasaje en el contexto de las moradas sextas: tras el capítulo insuplantable de la Humanidad de Cristo en la vida del cristiano: capítulo 7. Y tras el capítulo 8, en que regresó sobre el hecho decisivo de su vida, la cristofanía acaecida en puro misterio de fe, sin connotación alguna de orden sensible, es decir, la experiencia exquisitamente espiritual de la presencia de Cristo Jesús en la vida de ella y del cristiano. A esa experiencia central Teresa la llamó, con vocablo tomado de la jerga de los teólogos, «visión intelectual».

Ahora, en el capítulo que estamos leyendo, pasa de la «visión intelectual» a las «visiones imaginarias» del Señor. Es decir, a una nueva y prolongada cristofanía dentro de la experiencia del místico. Lo anuncia en el epígrafe del capítulo, que trata de cómo se comunica el Señor al alma por visión imaginaria».

Pues bien, confesémoslo sin reticencias: al lector de hoy le resulta distante y casi molesta esa terminología. Incluso esa temática. No basta que el editor de esos textos de la Santa evoque los pasajes bíblicos –de uno y otro Testamento– que nos hablan de visiones (de Abrahán, de Jacob, de Elías…) o de las otras visiones escenográficas y apocalípticas que tienen los profetas. A Teresa y a los otros escritores místicos el lector de hoy les escucha desde las coordenadas psicológicas de nuestra cultura. No sin cierto recelo de maridaje entre lo místico y lo visionario, entre clarividencia y alucinación.

Comencemos por ahí. Haciendo una pausa en torno a ese vocabulario.

El paisaje de las cristofanía teresianas

«Cristofanía» es vocablo culto, desconocido y jamás usado por Teresa. Lo utiliza el teólogo o el biblista de hoy para indicar, especialmente, las «manifestaciones» de Cristo resucitado y glorioso en el ámbito de nuestro mundo y de nuestras experiencias sensibles. Y, consiguientemente, para indicar por parte del creyente o del místico la percepción humana de esa realidad del Señor glorioso y transmundano. Afirmación del poder que tiene el «Señor de la gloria» de irrumpir o hacerse presente en la historia de los hombres.

Punto de referencia: la cristofanía de Pablo en el camino de Damasco, referida por Lucas en el Libro de los Hechos, y por Pablo mismo, de palabra unas veces, por escrito otras. El relato bíblico de lo sucedido a Pablo consagró los términos clásicos: aparición/apariciones («se me apareció») y visión/visiones («se me dio a ver»).

Teresa, como la generalidad de los místicos (san Juan de la Cruz, por ejemplo) prefiere el término «visión» para expresar ese mismo acontecimiento de Pablo que ahora le sucede a ella, que entra en el tejido de su experiencia del misterio cristiano y que se repite con cierta normalidad en la experiencia luminosa («epifánica») de los místicos. Precisamente por eso introduce el tema en su síntesis doctrinal de las Moradas. Sobre esa base, podemos abordar la lectura del texto teresiano. Comienza así:

«Ahora vengamos a las visiones imaginarias, que dicen que son adonde puede meterse el demonio más que en las dichas (más que en la pura experiencia intelectual), y así debe ser; mas cuando son de nuestro Señor, en alguna manera me parecen más provechosas, porque son más conformes a nuestro natural; salvo de las que el Señor da a entender en la postrera morada, que a estas no llegan ningunas» (n. 1).

Es sorprendente la densidad de ese mini-proemio del capítulo. Sorprendente por la multitud de referencias que contiene. Como en otras ocasiones, la primera y más relevante es la convicción reiterada de que al lado de las «visiones místicas» hay otras de falsilla anómala, «que no son de nuestro Señor». Por eso, una constante a lo largo del capítulo será el empeño de Teresa en distinguirlas y etiquetarlas, con una especie de doblaje de pluma, que alterna la exposición mística con el enfoque del psicólogo, para discernir visiones y alucinaciones.

Otro dato de ese pequeño proemio es su empalme con la cultura teológica en curso, lectura de libros y pláticas con teólogos. Son estos los que «dicen» que estas visiones imaginarias son susceptibles de anomalías y trucos diabólicos. Teresa lo refrenda. Veremos enseguida que tras esa inocente insinuación se esconde la amarga experiencia vivida por ella en los años dramáticos de su iniciación mística.

Tercer dato del proemio: la evaluación de las visiones místicas de que va a tratar el capítulo. Estas visiones, «cuando son de nuestro Señor» –es decir, cuando realmente contienen experiencias místicas–, son más provechosas que las experiencias puramente espirituales, «porque son más conformes a nuestro natural»… (que «no somos ángeles» –había escrito en vida– «sino que tenemos cuerpos»). Pero, a la vez, son inferiores a las «teofanías» definitivas que caracterizarán la etapa final del místico. De ellas hablará Teresa más adelante, a la altura de las moradas séptimas, cc. 1-2.

Al establecer ese escalafón místico, empalma de nuevo con lo que «dicen» la tradición y los teólogos. Lo hemos recordado ya al comenzar el capítulo anterior. Para los teólogos que asesoran a Teresa, era sagrada la palabra de santo Tomás de Aquino y de san Agustín. Fueron ellos quienes distinguieron entre «visiones intelectuales» y «visiones imaginarias», asegurando además que cuando estas últimas sobrevienen a la visión intelectual provocan una experiencia mística superior (Suma de Teología, III, 30, 3). También esto lo refrenda ella.

Lo más importante en nuestro caso es que ese escalafón de gracias y experiencias místicas refleja el historial de Teresa misma. También ella comenzó con lo que hemos llamado el «hecho decisivo» de su vida, realizado en la pura experiencia espiritual («intelectual») del Señor resucitado. Luego sobrevinieron las experiencias de la Humanidad física de Jesús («visiones imaginarias» de este capítulo). Y finalmente ese proceso culminaría en las teofanías trinitarias de las moradas séptimas.

Místicos sí, visionarios no

Ya lo hemos notado. Hablando de cosas y gracias místicas, Teresa no pierde de vista a sus competidoras «las visionarias». Las de siempre… Pero en su tiempo las ha habido tales, que «pusieron espanto al mundo». Ya al tratar de las «hablas de Dios» (cap. 2), comenzó ella recordando al lector las anomalías de quienes oyen voces, o se autoescuchan por «antojo», «en especial personas de flaca imaginación o melancólicas, digo de melancolía notable» (cap. 2, n. 1).

Ahora se repite. Porque ella misma es experta en terapias de esa anomalía, no solo de personas que «oyen voces» donde no hay interlocutor, sino de visionarias de profesión. Ha conocido casos de todo género, dignos de compasión algunos, otros de auténtico escándalo. «Acaece a algunas personas (y sé que es verdad, que lo han tratado conmigo, y no tres ni cuatro sino muchas), ser de tan flaca imaginación, o el entendimiento tan eficaz, o no sé qué es, que se embeben de manera en la imaginación, que todo lo que piensan, claramente les parece que lo ven…» (n. 9).

En el lugar paralelo de las Fundaciones (capítulo 8, escrito varios años antes que este pasaje de las moradas), había descendido a episodios concretos. Una visionaria de «apariciones marianas», no tan desparecidas de las que se publican en nuestros días (c. 8, 7). Y el caso del famoso aldeano abulense Juan Manteca, profeta de turno en la propia ciudad de Ávila (c. 8, 8: cf. BMC 19, 81). Y otras «cosas han venido a mí, de estos antojos, que me han espantado cómo es posible que tan verdaderamente les parezca que ven lo que no ven» (ib. n. 6). Y concluye el doble relato asegurando que pudiera contar tantos otros, «tantas cosas, que hubiera bien en qué probar el intento que llevo: que no se crea luego (a la vidente o a la visionaria)…, sino que vaya esperando tiempo y entendiéndose bien antes que lo comunique, para que no engañe al confesor, sin querer engañarle…» (ib. 8).

Pero ¿qué criterios sugiere ella para desglosar la moneda falsa de visionarios y visionarias, en contraposición a las auténticas gracias místicas?

Ante todo, Teresa tiene la convicción rotunda de que quien haya tenido una sola vez la gracia mística de la cristofanía jamás podrá elevar a esa categoría la pacotilla de una alucinación o incluso el artilugio de una sugestión diabólica. Ahí empalma su primer criterio:

«Si hubiesen visto la verdadera visión, entenderían, muy sin quedarles duda, el engaño, porque van ellas mismas componiendo lo que ven con su imaginación, y no hace después ningún efecto, sino que se quedan frías, mucho más que si viesen una imagen devota…, y así se olvida mucho más que cosa soñada» (n. 9).

Un segundo criterio proviene del impacto inconfundible que produce la gracia mística en la totalidad de la persona. La visión cristofánica es un revulsivo fulminante y total: «Estando el alma muy lejos de que ha de ver cosa ni pasarle por pensamiento, de presto se le representa, muy por junto, y revuelve todas las potencias y sentidos con un gran temor y alboroto…, como cuando fue derrocado san Pablo vino aquella tempestad y alboroto en el cielo, así acá, en este mundo interior…» (n. 10).

Y por fin, la regla de oro de siempre. El místico auténtico no se cierra sobre sí mismo. Se deja discernir desde fuera, por asesores competentes. Las gracias místicas ni lo marginan ni lo elevan por encima del común de la gente, ni lo extraen del tejido eclesial. En última instancia, uno a uno los carismas místicos y el místico mismo no se autodisciernen. Pasan a ser discernidos por otros carismas o por otros hermanos dentro del entramado relacional del consorcio humano o de la comunidad eclesial. «Lo que es mucho menester, hermanas, es que andéis con llaneza y verdad… Porque si no hay esto, no aseguro que vais bien, ni que es Dios el que os enseña…» (n. 12).

¿Qué le ocurrió a la autora? Trasfondo autobiográfico del relato

Todo eso, criterios de discernimiento, evaluación, consejos prácticos, Teresa se lo brinda a los lectores entreverado de enseñanzas y recuerdos pasados. Impregnado de «sabrosa memoria», dice ella misma. De suerte que desde la exposición doctrinal, se le va la pluma a la narrativa de las vivencias pasadas.

Para introducir esos jirones autobiográficos en la lección aparentemente teórica del capítulo, ella recurre de nuevo a la estratagema literaria del camuflaje: al testimonio en anonimato. Lo que ella dice lo sabe a través de «una persona de quien particularmente yo puedo hablar». He aquí las palabras que contienen ese ingenuo ardid de ocultamiento: en cuanto a visiones exteriores, vistas con los ojos de la cara –escribe–, «no sabré decir… ninguna cosa, porque esta persona que he dicho de quien tan particularmente yo puedo hablar, no ha pasado por ello, y de lo que no hay experiencia, mal se puede dar razón cierta…» (n. 4). De hecho, en el trasfondo del capítulo, está latente y palpitante la propia historia mística de Teresa. Emparejada, como luego veremos, con la evocación de fray Juan de la Cruz.

Antaño había referido esos episodios de su vida interior en los capítulos centrales de su autobiografía (Libro de la Vida, cc. 23-29). De aquel extenso relato evoca ahora lo más relevante:

– Que en un determinado momento a ella se le concedió la gracia de «ver» a su Señor. Ver su rostro. Luego, sus manos. Y por fin toda su Humanidad gloriosa. Aún ahora recuerda, emocionada, la belleza incomparable de sus ojos. «Ojos tan hermosos, y mansos, y benignos del Señor». «No podía sufrir mi corazón… verlos algún día airados» (n. 7);

– Que ese Cristo es hermosura «con grandísima majestad». Majestad trascendente en sí mismo. No como las majestades postizas de los reyes de la tierra, había escrito Teresa en Vida (37, 6). Ahora lo reitera en una límpida pincelada: «A osadas, que no es menester aquí preguntar cómo sabe quién es (el señor de las visiones) sin que se lo hayan dicho, que se da bien a conocer que es Señor del cielo y de la tierra; lo que no harán los reyes de ella, que por sí mismos bien en poco se tendrán, si no va junto… su acompañamiento, o lo dicen» (n. 5);

– Y que esos actos de presencia del Señor son fulgurantes y fulminantes, como una explosión de luz. Irresistible a la mirada. «Espantosa vista», dirá ella: «No se le puede estar mirando, más que estar mirando al sol, y así esta vista siempre pasa muy presto, y no porque su resplandor dé pena a la vista interior, que es la que ve todo esto…, sino porque su resplandor es como una luz infusa, y de un sol cubierto con una cosa tan delgada como un diamante…» (n. 4).

Pero Teresa recuerda también el reverso de la medalla. La tortura a que ella fue sometida por sus teólogos asesores de entonces, incapaces todos ellos de entender sus experiencias, en la misma medida en que ella era incapaz de traducirles el contenido de sus cristofanías. Recuerda, casi indignada, cómo la obligaron a hacer muecas y dar higas al Señor que se le aparecía, como si las hiciera al diablo en persona. Así hasta que intervino un teólogo de verdad («el maestro fray Domingo Báñez», concretizará ella en las Fundaciones 8, 3), que puso fin a tamaña insensatez.

Insensatez que, sin embargo, no pudo impedir que Teresa se enamorase locamente de su Señor. De esas fechas es su poema «Oh Hermosura que excedéis / a todas las hermosuras». Quizá también el poema que así comienza: «Vuestra soy, para Vos nací, / ¿qué mandáis hacer de mí?».

Teología de la visión

A primera vista, todo el proceso desencadenado por esas visiones místicas en la psicología de Teresa se compendiaría en dos palabras: «Verlo» y «enamorarse». Ver a su Señor, contemplar la hermosura, deslumbrarse ante la gloria de su Humanidad, y desde ella desandar paso a paso las variantes y episodios todos de su jornada terrena, al filo del evangelio. Y enamorarse, en total entrega de sí –«Vuestra soy, para vos nací»–, con cambio total de los planos ético, psicológico y teologal.

Pero más allá del plano afectivo, las visiones introducen a la vidente en la esfera de la luz y la verdad. Todo un mundo nuevo de conocimientos. «Bienaventurada alma que la trae el Señor a entender verdades», había glosado ella en Vida 21, 1. Ahora se limita a asegurar que las visiones del Señor resucitado repiten en cierto modo el episodio de Pablo, «derrocado» en el camino de Damasco, pero agraciado con «la sabiduría de Cristo». «Así como cuando fue derrocado san Pablo…, queda esta alma tan enseñada de unas tan grandes verdades, que no ha menester otro maestro; que la verdadera sabiduría, sin trabajo suyo, le ha quitado la torpeza…» (n. 10).

No solo el contenido sapiencial de las cristofanías, sino la dinámica misteriosa que de ellas deriva, lo condensa Teresa en un nuevo símbolo, acuñado al escribir este capítulo. Es, también este un símbolo femenino de joyas y piedras preciosas contenidas en un estuche sellado. En parte, ya había esbozado ese simbolismo en páginas anteriores (6M 4, 8), recordando su visita al «camarín» de la Duquesa de Alba, abarrotado de «infinitos géneros de vidrios y barros y muchas cosas…». Ahora lo remodela en forma de parábola:

«Es como si en una pieza de oro tuvieseis una piedra preciosa de grandísimo valor y virtudes. Sabemos certísimo que está allí, aunque nunca la hemos visto, mas las virtudes de la piedra no nos dejan de aprovechar, si la traemos con nosotros. Aunque nunca la hemos visto, no por eso la dejamos de preciar, porque por experiencia hemos visto que nos ha sanado de algunas enfermedades para que es apropiada. Mas no la osamos mirar, ni abrir el relicario, ni podemos. Porque la manera de abrirle solo la sabe cuya es la joya, y aunque nos la prestó para que nos aprovechásemos de ella, él se quedó con la llave, y como cosa suya abrirá cuando nos la quiiere mostrar. Y aun la tomará cuando le parezca, como lo hace.

Pues digamos ahora que quiere alguna vez abrirla de presto, por hacer bien a quien la ha prestado: claro está que le será después muy mayor contento cuando se acuerde del admirable resplandor de la piedra, y así quedará más esculpida en su memoria. Pues así acaece acá: cuando nuestro Señor es servido de regalar más a esta alma, múestrale claramente su sacratísima Humanidad de la manera que quiere: o como andaba en el mundo, o después de resucitado; y aunque es con tanta presteza, que lo podríamos comparar a la de un relámpago, queda tan esculpido en la imaginación esta imagen gloriosísima, que tengo por imposible quitarse de ella hasta que la vea adonde para sin fin la pueda gozar» (nn. 2-3).

Era necesario reportar por entero el pasaje. Parábola transparente y de hondo contenido teológico. Finísima versión de las cristofanías teresianas. A la autora le interesaba destacar unos cuantos datos, que adquieren especial relieve en el simbolismo de la parábola:

– La «piedra preciosa de grandísimo valor y virtudes» sanativas es el Señor;

– Esa piedra preciosa que es el Señor está oculta y cerrada en «una pieza de oro», que obviamente somos nosotros, nuestro diamantino castillo interior;

– Por estar oculta, «nunca la hemos visto» por vista de ojos, aunque la joya y «sus virtudes» sanativas siguen actuando secretamente desde lo interior del estuche;

– «Verla» sería el colmo del gozo, sería «esculpir» la joya en la mirada interior, con caracteres indelebles. Pero ni osamos ni podemos abrir el estuche, porque la llave se la reserva el dueño: «Como cosa suya, abrirá cuando quisiere»;

– Es el momento de la cristofanía: puro regalo, absolutamente gratuito, del señor de la joya y de la llave, que al mostrar la piedra preciosa, no solo hace que se desborden sus virtudes curativas, sino que su fulgor quede «esculpido» en el alma, de suerte «que tengo por imposible» borrarse, hasta que se consolide con la cristofanía escatológica definitiva…

Pero la joya… no es una golosina

Teresa conoce la psicología de sus lectores no menos que la nuestra. Y se adelanta a una posible reacción primaria de quien escuche la parábola: ¿cómo no desear cosa tan estupenda como es abrir el estuche y ver la Piedra preciosa? ¿Por qué no suplicarlo rendidamente al Señor de la llave y de la joya?

Pues no. Reducir la joya a categoría de exquisita golosina, sería trastrocar de lleno el sentido de la parábola. Sería reducir a nuestro casillero terrestre la escala de valores, y las relaciones con el Señor de la joya con el modesto depositario simbolizado en el estuche. Por eso Teresa añade en términos categóricos: «Quiero avisaros mucho que, cuando sabéis u oís que Dios hace estas mercedes a las almas, jamás le supliquéis ni deseéis que os lleve por este camino» (n. 14). Hacer lo contrario, sería exactamente lo más acertado para entrar en la dinámica psicológica de «las visionarias».

Teresa enumera media docena de razones en apoyo de su tesis. En síntesis, dos: que el verdadero seguidor de Cristo funda su camino en humildad, y por tanto está lejos de pretender privilegios; y que el verdadero amador muestra su amor en el sacrificio y en la cruz, mucho más que en el gozar.

Justamente en este punto de la exposición comparece la figura del místico doctor fray Juan de la Cruz. Teresa no había leído –ni pudo leer– las páginas del Santo que exorcizan en duro el apetito desordenado de visiones y éxtasis. Pero lo conoce en directo, a él, fray Juan de la Cruz mismo. Por eso escribe:

«Yo sé de una persona a quien el Señor había hecho algunas de estas mercedes –y aún de dos, la una era hombre–, que estaban tan deseosas de servir a Su Majestad a su costa, sin estos grandes regalos, que se quejaban a nuestro Señor porque se los daba, y si pudieran no recibirlos, los excusaran…» (n. 17). La pareja de «personas» anónimas que «se quejaban a nuestro Señor» son, evidentemente, la Madre Teresa y fray Juan de la Cruz.

A ese dato de historia personal, Teresa le añade las últimas consignas. «Almas enamoradas –como ellos dos– querrían viese el Señor que no le sirven por sueldo…». Ya no les interesa «recibir gloria», sino «contentar al Amor». Y eso, rubricado con una pincelada de tinte netamente sanjuanista: «Querrían buscar invenciones para consumirse el alma en él (en el Amor); y si fuese menester quedar para siempre aniquilada para mayor honra de Dios, lo haría de muy buena gana» (n. 18).

Estamos en los antípodas de la golosina de visiones. Y a la vez, en la espiral amorosa e imparable de quien «ha visto al Señor». Se podría remedar la exclamación pascual de los discípulos: «Hemos visto al Señor…» (Jn 20, 23), «Hemos visto su gloria» (Jn 1, 14).

MORADAS SEXTAS Capítulo 8

Comentario de Tomás Álvarez

El hecho decisivo

En la biografía mística de Teresa el hecho decisivo es Cristo Jesús. Acontecimiento también decisivo en la codificación teresiana de la vida y experiencia místicas del cristiano.

La primera de estas dos afirmaciones –la autobiográfica– la consignó Teresa en el relato más emocionado de su Vida (capítulo 27, centro orbital del relato).

La segunda, la que se refiere a su manera de entender el arco de la experiencia mística cristiana, se contiene en el capítulo octavo de estas moradas sextas: pasaje que ahora intentamos releer desde nuestra óptica de lectores de hoy.

Pero en ambos casos –en el autobiográfico y en el teológico– ese acontecimiento cimero de la experiencia mística, Teresa lo presenta íntimamente relacionado con el centro crucial de toda su enseñanza, su tesis cristológica de la Humanidad de Jesús: el creyente, lo mismo que el orante contemplativo, llega a las gracias sumas de la experiencia cristiana a través de la Humanidad de Cristo, sacramento fontal de todas las gracias.

Por ahí, reiterando esa tesis, comienza ahora Teresa la lección de este capítulo octavo de su libro. Aclaremos ese dato.

La prueba personal

A sabiendas, o quizás sin saberlo, Teresa se ha enfrentado en abierta polémica con una doctrina neoplatonizante, de vieja raíz filosófica, pero adoptada y relanzada por ciertos libros espirituales de su tiempo y por algunos de sus teólogos asesores.

Esa doctrina –recordémoslo– era unilateralmente espiritualista o espiritualoide. El hombre, según ella, llega a la perfección en el espíritu. Es decir, liberándose de todo lo corpóreo. Por eso, una vez que estrena la experiencia mística, si ha de bogar mar adentro en el océano de la divinidad, tiene que liberarse de las amarras de todo lo corpóreo. No solo la alta contemplación, sino el sumo de la experiencia mística se realizan en «puro espiritual». Y por eso mismo son incompatibles con la Humanidad de Jesús, que por ser humanidad es inseparable de «lo corpóreo».

Pues bien, contra esa doctrina ha reaccionado Teresa, tanto en el plano personal autobiográfico (cap. 22 de Vida), como en el plano doctrinal y teológico (capítulo 7 de las moradas sextas). Lo ha hecho en términos categóricos. Ella está segura de que en la experiencia mística, a la altura de las moradas sextas de su Castillo, Cristo se hace experiencia «por una manera admirable, adonde divino y humano junto es siempre compañía» del hombre (n. 9). No separar «divino y humano». Y de lo humano, no cercenar lo corpóreo, lo histórico, lo terreno de Cristo Jesús.

Sobre esa tesis doctrinal, Teresa ha acumulado razones sobre razones. Pero ahora añade lo que diríamos la prueba del nueve: lo vivido por ella. El acontecimiento decisivo de su experiencia mística es el Señor, Cristo Jesús, hombre y Dios.

En el relato de Vida se limitó a referir ese acontecimiento (c. 27), después de polemizar con los espiritualistas anticorpóreos (c. 22).

Ahora, en el plano doctrinal de las Moradas, los capítulos séptimo y octavo forman una especie de díptico cristológico categórico. Primero, se asienta la tesis pancristológica a nivel doctrinal: Cristo, Dios y hombre, es mediador de todas las gracias, tanto en escala ascendente como descendente (c. 7). Segundo, he ahí la prueba: para seguir el proceso de experiencias místicas que conducen a la «unión», acontece lo que Teresa llama «visión intelectual» de su Humanidad (c. 8).

Precisamente por eso, la Santa comienza su exposición así: «Para que más claro veáis, hermanas, que es así lo que os he dicho (en el c. 7) y que mientras más adelante va un alma más acompañada es de este buen Jesús, será bien que tratemos cómo, cuando Su Majestad quiere, no podemos sino andar siempre con él, como se ve claro por las maneras y modos con que Su Majestad se nos comunica y nos muestra el amor que nos tiene…» (n. 1).

El hecho extraordinario

Al revisar el borrador de su libro y dividirlo en capítulos, Teresa rotuló este capítulo 8º con el título: «Trata de cómo se comunica Dios al alma por visión intelectual».

Tema difícil de exponer por adentrarse en la zona de lo «inefable». Ya en capítulos anteriores había avisado a sus lectoras que esto de «visiones intelectuales» es cosa que no se sabe decir, «porque debe haber algunas en estos tiempos tan subidas, que no las convienen entender los que viven en la tierra para poderlas decir» (c. 4, n. 5).

Esa vaga alusión a las visiones «tan subidas de estos tiempos» remite sigilosamente a las experiencias místicas de ella misma. Quiere decir que nos hablará de lo vivido, aunque se vea precisada a cubrir su testimonio con el velo del anonimato. En lugar del «yo» y «a mí», recurrirá al truco de la tercera persona: «Vi a esta persona (a quien) le hizo Dios esta merced… fatigada a los principios harto» (n. 2). Y poco más adelante, agravando el intento de camuflaje: «Éramos tan una cosa ella y yo, que no pasaba cosa por su alma que yo estuviese ignorante de ella…» (n. 4).

Lo que, sin embargo, se trasluce de ese ingenuo camuflaje es la postura literaria y pedagógica de Teresa. Ella va a darnos una lección de teología mística. Pero no lo hará desde teorías y sistemas. Lo hace desde lo vivido. Testificando en directo. Remitiéndose expresamente al relato autobiográfico de Vida. (Lo hará expresamente en el n. 3, resumiendo lo escrito en el libro de su Vida, c. 22).

También nosotros, lectores de hoy, para llegar a la hondura de estas páginas tenemos que regresar al «hecho extraordinario» vivido por Teresa a sus 45 años de edad y situado en el centro nuclear de su autobiografía.

Con todo, esa designación de «hecho extraordinario», corriente en la literatura mística de hoy, no se debe a la pluma de la Santa. Ha sido acuñada por un filósofo de nuestro siglo, Manuel García Morente, quien se vio precisado a confrontar «el hecho extraordinario» de su propia vida con el de Teresa. A nosotros, lectores modernos de la Santa, puede servirnos de mirilla privilegiada esa confrontación con un coetáneo nuestro.

A Morente «el hecho extraordinario» le ocurrió en 1937, durante su destierro en París, en el momento crítico en que se producía en su alma de filósofo el despegue del ateísmo, para reenganchar con la fe cristiana. De pronto, sin previo aviso, irrumpió en su pobre buhardilla parisina la presencia de Cristo. Una presencia imparable, pero inaferrable e indescriptible. Desconcertante. Solo cuando él pueda confrontarla con el relato de Teresa, en el texto de Vida 27, tendrá una especie de refrendo clarificador absoluto. La suya, como la de Teresa, había sido una experiencia personal ocurrida más allá de todo lo sensible, más allá de todo lo empírico, sin connotaciones documentables.

Solo que esa experiencia de Morente fue, como la de Pablo en el camino de Damasco, repentina e improvisa, como el estallido de un rayo en horizonte despejado. La de Teresa, en cambio, había sido anunciada. No mucho antes se le había hecho escuchar la palabra: «Yo te daré libro vivo» (Vida, 26, 5).

Ahora, el libro vivo que se le da es él, Cristo mismo, que inesperadamente entra en el ámbito psicológico o en la presencia y experiencia de Teresa.

A Morente, filósofo, esa incatalogable experiencia de la presencia de Cristo Jesús en su buhardilla le desconcierta el casillero de sus esquemas psicológicos y lo deja acosado de preguntas, de porqués y cómos y para qués.

A Teresa el acontecimiento misterioso, pese a ser anunciado, le resulta absolutamente inesperado y la deja turbada y desconcertada toda su conciencia femenina y religiosa. Tiene que sobrevenir una nueva palabra de serenación y seguridad. Se la dice el mismo Señor presente: «Yo soy, no hayas miedo». Son exactamente las palabras del Jesús resucitado.

Por fin, Morente, reloj en mano, es incapaz de fijar las dimensiones y duración del hecho extraordinario. Cuánto duró: ¿Media hora?, ¿una o dos horas?… Lo único que él puede asegurar es que ese hecho luminoso surgió, se instaló en el espacio de su «tiempo vital», y pasó, sin volver a producirse ni un momento más en su vida.

El hecho vivido por Teresa es diverso: la presencia inaferrable de Jesús –visto sin ser visto, dirá ella– irrumpe en su espacio existencial y se instala en él como una luz inextinguible o como una dimensión nueva de su vida. Pasan días y días, y Jesús sigue ahí: «acompañando», «comunicándose». «Mostrando el amor que nos tiene». «Parecíame andar siempre a mi lado Jesucristo… y (yo) no veía en qué forma, mas estar siempre al lado derecho sentíalo muy claro, y que era testigo de todo lo que yo hacía, y que ninguna vez que me recogiese un poco, o no estuviese muy divertida, podía ignorar que estaba cabe mí» (Vida 27, 2).

Todavía una coincidencia final entre los dos: lo mismo al uno que a la otra –a Morente y a Teresa– el hecho extraordinario les cambió la vida. En el caso de ella, veremos enseguida hasta qué punto fue decisivo y definitivo este cambio.

Ella nos lo cuenta así

Es necesario reproducir, siquiera sea entrecortadas, las palabras de la Santa. A diecisiete años del suceso, Teresa lo recuerda así:

«Acaece, estando el alma descuidada de que se le ha de hacer esta merced ni haber jamás pensado merecerla, que siente cabe sí a Jesucristo nuestro Señor, aunque no le ve, ni con los ojos del cuerpo ni del alma… Entendía tan cierto ser Jesucristo nuestro Señor el que se le mostraba de aquella suerte, que no lo podía dudar, digo que estaba allí aquella visión; que si era de Dios o no, aunque traía consigo grandes efectos para entender que lo era, todavía andaba con miedo, y ella jamás había oído visión intelectual, ni pensó que la había de tal suerte. Mas entendía muy claro que era este Señor el que le hablaba muchas veces de la manera que queda dicho…

Sé que estando temerosa de esta visión…, se fue a su confesor harto fatigada. Él le dijo que, si no veía nada, que cómo sabía que era nuestro Señor; que le dijese qué rostro tenía. Ella le dijo que no sabía, ni veía rostro, ni podía decir más de lo dicho; que lo que sabía era que era él el que la hablaba y que no era antojo. Y aunque le ponían hartos temores, todavía muchas veces no podía dudar, en especial cuando la decía: «No hayas miedo, que yo soy».

Tenían tanta fuerza estas palabras, que no lo podía dudar por entonces, y quedaba esforzada y alegre con tan buena compañía; que veía claro serle gran ayuda para andar con una ordinaria memoria de Dios y un miramiento grande de no hacer cosa que le desagradase, porque le parecía la estaba siempre mirando. Y cada vez que quería tratar con Su Majestad en oración, y aun sin ella, le parecía estar tan cerca, que no la podía dejar de oír…

Sentía que (él) andaba al lado derecho, mas no con estos sentidos que podemos sentir acá cabe nosotros una persona; porque es por otra vía más delicada, que no se debe saber decir, mas es tan cierto y con tanta certidumbre y aun mucho más…

Es merced del Señor que trae grandísima confusión consigo, y humildad… Y como es cosa que notablemente se entiende ser dada de Dios, que no bastaría industria humana para poderse así sentir, en ninguna manera puede pensar quien lo tiene que es bien suyo, sino dado de la mano de Dios… De esta compañía tan continua nace un amor ternísimo con Su Majestad, y unos deseos aun mayores… de entregarse toda a su servicio, y una limpieza de conciencia grande…» (6M 8, 2-4).

Posible aclaración para el lector de hoy

Que la experiencia mística profunda es «inefable» (es decir, incontenible en nuestro vocabulario o en nuestros medios de expresión), es cosa que repiten uno a uno todos los místicos, desde san Pablo hasta san Juan de la Cruz.

No nos extrañemos de que Teresa, al testificar esa su experiencia de Cristo Señor, repita que «dice y no dice», que acá en nuestro lenguaje de la tierra nadie «lo debe saber decir», que «no hay términos para decirlo» etc. En el relato de Vida, escrito doce años antes, cuando ella estaba mucho más cercana al acontecimiento extraordinario, hablaba de «ver sin ver», de «las visiones que he dicho que no se ven» (33, 15), pero que aportan «una noticia más clara que el sol», «luz que sin ver luz alumbra el entendimiento» (27, 3).

Ahora en el Castillo, a esa experiencia profunda, no codificable en lenguaje profano, le ha dado nombre técnico, probablemente escuchado de boca de sus sabios asesores los teólogos de Salamanca: A «esta llaman visión intelectual, no sé yo por qué» (n. 2). Tampoco para el lector moderno es muy clarificadora esa reducción de su inefable experiencia de Cristo al denominador escolástico de «visión intelectual», que en puridad equivaldría a «visión o percepción con el entendimiento».

Recordemos a favor del término «visión» su neto abolengo bíblico, de uso familiar para Teresa, incluso escuchado de la boca de Jesús (Mt 17, 9) o de la pluma de Pablo (2Co 12, 1). En cambio el adjetivo «intelectual» es para ella un cultismo latinizante, ausente de su vocabulario coloquial. «Ella jamás había oído visión intelectual» (n. 2). De hecho, jamás ese término había comparecido en sus escritos hasta la víspera de la redacción del Castillo (Relación 4, 15: escrita entre 1575 y 1576; el Castillo data de 1577). Y aquí, en el libro de las Moradas, no ha aparecido hasta la altura de las moradas sextas (3, 12; 4, 9…). Ya en este capítulo 4º había anunciado el tema así:

«Cuando, estando el alma en esta suspensión, el Señor tiene por bien de mostrarle algunos secretos…, sábelo después decir… Mas cuando son visiones intelectuales tampoco las sabe decir… Podrá ser que no entendáis algunas qué cosa es visión, en especial las intelectuales. Yo lo diré a su tiempo, porque me lo ha mandado quien puede» (6M 4, 5).

No sabemos quién se lo ha mandado. Pero ciertamente se trató de uno de sus letrados amigos, conocedor de la teología de santo Tomás y de san Agustín… Lo cual quiere decir que el vocablo llegaba a Teresa de lejos, no menos que del siglo XIII (santo Tomás), e incluso del siglo V (san Agustín). Efectivamente, santo Tomás en la Suma de Teología había escrito que «la visión intelectual es superior a la visión imaginaria comparadas entre sí, pero que según ya afirmó san Agustín –de Genesi ad Litteram, XII, 9– la visión intelectual es aun más excelente cuando va acompañada de la imaginaria»: III, 30, 3. Según el Santo, es imaginaria la visión o la profecía que acontece con mediación de especies o de representación interior. En cambio, en la intelectual no hay tal mediación.

En todo caso, la Santa abulense aceptó esa denominación, utilizándola incluso para rotular el capítulo, si bien luego deja flotar en el aire ese su toque de insatisfacción, el «no sé yo por qué» dan tal nombre a su misteriosa experiencia de Cristo.

Hemos mencionado ya la experiencia similar de un filósofo de nuestro siglo, Manuel García Morente, que se esforzó a tope por explicar en vocabulario y categorías de hoy esa experiencia suya y la de la Santa. Un breve fragmento de su relato del «Hecho extraordinario» puede servirnos, no solo para confrontarlo con el de Teresa, sino para acercar el testimonio de esta a nuestra óptica de hoy, tan impregnada de referencias psicológicas. En el relato de Morente, luego de referir el hecho místico vivido por él en la buhardilla de París, toda la atención del filósofo se concentra en un puro esfuerzo por entender él mismo lo vivido y explicárselo al lector. He aquí unos jirones de su texto:

«Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras –negro sobre blanco– que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación ni en la vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en el olfato, ni en el gusto. Sin embargo, le percibía allí presente, con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era él, puesto que le percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé. Pero sé que él estaba allí presente, y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar nada, le percibía con absoluta e indubitable evidencia. Si se me demuestra que no era él o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar a la demostración, pero tan pronto como en mi memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la convicción inquebrantable de que era él, porque lo he percibido…

La formulación psicológica del Hecho podría ser la siguiente: una percepción sin sensaciones. Sin duda, en buena ciencia psicológica, no se concibe bien que pueda existir percepción sin sensaciones. Las sensaciones no faltan nunca, ni en la alucinación. Ello procede de que el acto de percibir una presencia o la presencia de un objeto es un acto del compuesto humano, en donde necesariamente intervienen los órganos corpóreos sensoriales, los sentidos, y la alucinación es un funcionamiento subjetivo de todo el aparato psicofísico sin realidad objetiva alguna de lo representado como presente. Pero el Hecho por mí vivido se caracteriza por la total ausencia de sensaciones. Dijérase una percepción por el alma sola, sin auxilio del cuerpo condicionante. Y si a la tal percepción por sola el alma no quiere dársele el nombre de percepción, llámesele como se quiera; en todo caso, el hecho es una intuición de presencia desprovista de toda condicionalidad corpórea (sensación)».

Por fin, Morente tiene la fortuna de topar con el pasaje de Vida (c. 27) en que Teresa refiere el propio caso, y el filósofo se ve reflejado en él: «El hecho descrito por la Santa es justamente el que yo viví: una percepción sin sensaciones o –si me permite usted la fórmula audaz– una percepción puramente espiritual».

Sí…, pero también él, para explicar esa experiencia de Teresa y la suya, ha tenido que dejar de lado el casillero de análisis, funciones y disfunciones de la psicología científica. Esa experiencia mística se halla más allá del mecanismo «normal y natural» de nuestras sensaciones, imaginaciones e ideaciones. Y, a la vez, esa misma experiencia mística se diría lo más connatural al espíritu humano.

Lo más normal a nuestro espíritu, precisamente por su condición de espíritu, sería percibir lo espiritual. Obviamente, lo espiritual por excelencia es lo divino. De ahí la vocación primordial del espíritu humano a la comunión con Dios, a comunicar de espíritu a Espíritu. Y sin embargo nuestro espíritu humano, que está inmerso en la presencia absoluta de lo divino (pues «Dios está ahí», «en él vivimos, nos movemos y existimos»), sufre de atrofia total respecto de la visión o percepción de esa presencia. A causa de su condición de espíritu encarnado, se le vuelve opaco el espacio de lo puramente espiritual. Ni siquiera posee la visión del propio espíritu, ni tiene experiencia de la propia alma.

Por eso es en cierto modo normal que cuando una gracia de lo alto descorre ese velo que le hacía opaca la presencia de lo divino, surja la visión, es decir, la percepción sin mediaciones. Pero solo y únicamente desde esa superdotación de gracia. Es el momento en que se abre al espíritu humano el espacio de la experiencia mística.

De ese modo a Teresa –lo mismo que a Morente– se le hace diáfana y luminosa esa realidad, antes irreducible a las percepciones sensorias y a las mediaciones noéticas. Lo singular en el caso de la Santa de Ávila lo anota ella misma: que esta manera de comunicación con Cristo se prolongaba días y días, «y aun más de un año alguna vez» (n. 3).

Resumiendo todo esto, al filósofo Morente le ocurrió «el hecho extraordinario» de una gracia mística fulminante pero puntual y fugaz. A Teresa «el hecho extraordinario» se le prolongó en vida mística todo el resto de su existencia.

El impacto producido en la persona y la vida de Teresa

En la Biblia, el profeta nace generalmente en un momento de fuerte experiencia de Yavé o de Cristo. Moisés, pastor en el Sinaí, tras la teofanía de la zarza ardiente, se convierte en profeta y caudillo del Pueblo. Saulo, tras la cristofanía ocurrida en el camino de Damasco, de perseguidor se convierte en el apóstol de Jesús. Como si de pronto hubieran renacido uno y otro.

En el caso de Teresa, esa experiencia cristológica le cambia la vida. Da espesor y densidad nueva a su feminidad, a su religiosidad, a su dinamismo social.

El «hecho extraordinario» le acaece en 1560. Fecha que parte su historia personal en dos mitades, dos vertientes. Antes de ese año, Teresa ha luchado consigo misma, ha bregado hasta el agotamiento para convertirse del todo, ha recibido un sartal de gracias místicas. Pero aún no ha hecho nada de lo que va a ser su misión en la Iglesia. Aún no ha nacido en ella ni la profeta, ni la doctora, ni la fundadora.

Todo cuanto ella escriba tendrá data posterior (su primer escrito es de 1560: primera Relación; el último de 1582, relato final de las Fundaciones). Solo a partir del hecho extraordinario decidirá pronunciar el «voto de lo más perfecto». Todas las fundaciones de carmelitas sobrevendrán después de ese encuentro personal con Cristo Señor. Solo a partir de esa fecha, Teresa de Ahumada pasará a ser Teresa de Jesús. «En fin, en la ganancia del alma se ve ser grandísima merced y muy mucho de preciar, y agradece al Señor que se la da tan sin poderlo merecer, y por ningún tesoro ni deleite de la tierra la trocaría» (n. 5).

MORADAS SEXTAS Capítulo 7

Comentario de Tomás Álvarez 1ª Parte

El misterio del mal humano ante la mirada del místico

Antes de iniciar la lectura de este pasaje de las Moradas, formulemos a la autora, Teresa de Jesús, un doble porqué:

Primero, ¿por qué unir en un solo capítulo esos dos temas extremos que son «los pecados del místico» y «la Humanidad de Jesús»?

Y segundo, ¿por qué a estas alturas del Castillo, precisamente cuando Teresa se ha internado en alta mar del tema místico, se detiene a hablar ahora de los pecados pasados? Y eso, ¡con el agravante de hacerlo en tales términos!

Los dos interrogantes sirven para ofrecer al lector posibles pistas de lectura. Estamos ante uno de los pasajes más decisivos del libro. Y de todo lo escrito por la Santa. Nos interesa no leer en superficie. A ser posible, seguir de cerca el hilo de su pensamiento. Este capítulo «es de mucho provecho», advierte ella en el epígrafe inicial.

Es fácil la respuesta a la primera pregunta. Los dos temas –pecados del hombre y Humanidad de Cristo– se presentan sencillamente emparejados en el epígrafe del capítulo. Uno tras otro, sin correlacionarlos ni apuntar un esbozo de síntesis. Luego, en el tejido de la exposición, uno y otro se encabezan con un compás de diálogo con las lectoras del libro, las carmelitas de sus Carmelos. Es decir, el capítulo entero se escribe en diálogo abierto con ellas, que intervienen planteando problemas a la escritora. Lo dice ella así:

Comienza el tema primero (nn. 1-4): «Os parecerá, hermanas, que estas almas (que ya se han sumergido en la experiencia de Dios)… ya no tendrán que llorar sus pecados…» (comienzo del n. 1).

También el tema segundo (nn. 5-15) se abre dialogando: «Os parecerá que quien goza de cosas tan altas no (pensará) en los misterios de la sacratísima Humanidad de nuestro Señor Jesucristo» (comienzo del n. 5).

A ambas preguntas, Teresa responde desplegando expresamente el diálogo con las interesadas. Lo hace así, de acuerdo con la consigna metodológica adoptada desde el prólogo: «Iré hablando con ellas en lo que escribiré».

Conviene que el lector no pierda de vista ese marco escénico de fondo. Le conviene recordar que en la redacción del libro, desde los comienzos del mismo en Toledo, apenas Teresa da fin a un cuadernillo (32 páginas), una monja letrera del convento se apodera de él y lo copia en limpio. Y cuando la autora se aleja de Toledo y se traslada a Ávila al morir el nuncio papal Nicolás Ormaneto, la amanuense toledana envía a sus hermanas del Carmelo abulense de San José el cuaderno de lo ya transcrito y la consigna de proseguir la tarea. En Ávila, otra hermana de buena péñola sigue copiando.

Es normal que a través de la amanuense llegue al grupo de monjas el eco de cada morada del castillo a medida que la pluma de la autora va haciendo la travesía. Normal también que en el diálogo cotidiano ese eco y las resonancias del tema en las conversaciones de recreación incidan de rebote en la tarea redaccional de la autora. Y que las destinatarias del libro retraigan la atención de esta hacia temas y problemas concretos, los que brotan de la vida y de las preocupaciones mismas de la comunidad.

Ahí sí, en ese contexto vital y casero es fácil entender la correlación y, hasta cierto punto, la cohesión de esos dos temas: Cristo Jesús que nos salva de nuestros pecados. No sería fácil, en cambio, y quizás ni siquiera posible, entender y experimentar el misterio de su Humanidad santa, sin relacionarlo con el misterio del mal, sin proyectarlo sobre el misterio salvífico del Señor Redentor. Esa correlación se entiende más y mejor precisamente desde la altura de las sextas moradas. Es decir, desde la experiencia mística de la salvación, en donde convergen el mal y el Salvador.

Es este el segundo interrogante: ¿por qué interrumpir la exposición de la experiencia fuerte del misterio de Dios, para regresar al tema del pecado? ¿No ha quedado este decididamente superado tras la lucha de las moradas segundas, con la metamorfosis del gusano en mariposa desde las moradas quintas?

La respuesta al interrogante es de puro realismo teresiano. Por muy alto y raudo que sea su vuelo, Teresa nunca pierde de vista la tierra que pisa, y en la que nosotros nos batimos. Es patente que a ella el «trato con Dios» no solo le apuró e intensificó la capacidad de «trato de amistad con los hombres», sino que le afinó la mirada para ver y entender todo lo humano, desde «la farsa de esta vida» –como ella dice–, hasta el recóndito misterio del castillo interior de cada hombre.

De ahí que el misterio del mal no se le salga de órbita, ni ella pierda de vista la realidad del pecado como parte de la historia humana.

Al contrario, lo que ella tiene que decir al lector es que solo ahora y desde esa altura de experiencia le es posible al hombre medir la envergadura y el profundo sentido (o sinsentido) del pecado. Al lector teólogo se le envía una especie de mensaje paradójico: que ni desde la ética filosófica ni desde la teología llegará él a calibrar adecuadamente la dimensión de ese abismo del mal. Llegar a ese abismo es algo que logra solo la mirada del místico. Y al lector de a pie, desprovisto de teologías, y hoy con serias dificultades mentales, éticas y sociológicas para recuperar el «sentido cristiano del pecado», el hecho de que le hable de él una mística humanísima como Teresa quizás le ofrezca una catequesis inesperadamente eficaz.

De los dos temas tratados en el capítulo, ahora vamos a releer solo el primero. Teresa lo enuncia así: «Trata de la manera que es la pena que sienten de sus pecados las almas a quien Dios hace las mercedes dichas».

El hecho del recuerdo

«Recordar el crimen cometido», ¿no es una de las componentes patológicas de la psicología criminal del asesino? Una vez cometido el crimen, su recuerdo lo sigue barrenando desde la memoria o desde el subconsciente. Sigue latiendo en el asesino, para forzarlo a luchar contra el recuerdo que lo martillea una y otra vez. O para forzarlo a una catarsis que justifique lo hecho. O para endurecerlo anímicamente contra las víctimas e incluso contra sí mismo, contra la instintiva tentación de debilidad o de retractación de la monstruosidad de lo perpetrado.

Abundantes jirones de la prensa diaria volvieron sobre el tema con ocasión de la muerte de Pol Pot. No hace mucho lo glosaba vallejo Nágera en su libro «Locos egregios», contando los últimos días de Napoleón en Santa Elena, cuando una ingenua adolescente inglesa le recuerda la masacre despiadada de todo el ejército mameluco tras la batalla del Nilo.

Pero ¿no es absolutamente distónico tomar de mira esa psicosis del recuerdo criminal al acercarnos al «recuerdo» místico de Teresa en sus moradas sextas? Probablemente sí. Distónico, pero no porque en el caso de ella se trate de un minirrecuerdo descolorido, frente al maxiobsesivo recuerdo de la patología criminal. Bien al contrario. Nos lo dirá ella misma.

Nosotros, los lectores, «recordamos» que Teresa es una convertida. Y que comparte la psicología religiosa típica de todos los convertidos. Vive su religiosidad, su relación con Dios y consigo misma desde el hecho de la conversión. En la historia de ella no ha habido ni crímenes ni perversión ni pecados graves. Pero… Teresa ha sido capaz de resistir a Dios. Le ha parado las manos cuando él las ponía en el rumbo de su vida. Ha retrasado largos años la hora de Dios. Eso le ha hecho «perder» un tiempo precioso, perder vida. Más de una vez clamará a su Señor: «¡Devolvedme el tiempo perdido!»

Es ese el motivo existencial porque en el Castillo hablará del pecado una y otra vez: al principio, en las moradas primeras y segundas; en el medio, en estas moradas sextas; y al final, en el capítulo último de las moradas séptimas. Y todavía en el epílogo: «Hermanas…, os pido que cada vez que leyereis aquí… le pidáis para mí que me perdone mis pecados» (n. 4). Aun recurriendo al anonimato, no podrá menos de decírselo al lector en términos vibrantes: «Yo sé de una persona que, dejado de querer morirse por ver a Dios, lo deseaba (morirse) por no sentir tan ordinariamente pena de cuán desagradecida había sido a quien tanto debió siempre y había de deber» (n. 3).

El parámetro absoluto del «recuerdo», Teresa lo formula en una gavilla de axiomas lineales. He aquí algunos:

         – «El dolor de los pecados (es decir, el recuerdo dolorido de ellos) crece más mientras más se recibe de nuestro Dios» (n. 1).

         – «Tengo yo para mí que hasta que estemos adonde ninguna cosa puede dar pena, que esta (pena: la producida por el recuerdo del pecado) no se quitará» (n. 1).

         – El místico, o Teresa misma «mucho más se acuerda de esto (de los pecados pasados), que de las mercedes (gracias místicas) que recibe. (Estas) parece que las lleva un río caudaloso y las trae a sus tiempos… Los pecados están como un cieno que siempre parece se avivan en la memoria, y es harto gran cruz» (n. 2. Eso mismo y en idénticos términos plásticos ya lo había escrito Teresa en la Rel 4, 1).

         – ¿Y de los nuestros? –«Yo no tendría por seguro, por favorecida que un alma esté de Dios, que se olvidase de que en algún tiempo se vio en miserable estado» (n. 4).

El contenido del recuerdo

Nada de masoquismo ni de revivencia disfrazada. Es cierto que, a esta altura de su exposición, Teresa habla sobre todo de la psicología refinada del místico. Pero su punto de vista es válido a todos los niveles. Vale para diagramar sencillamente esa capa de la conciencia religiosa en un lector cualquiera.

En el Castillo, la visión que ella tiene del hombre y de la vida humana no circunscribe la existencia en un hecho puntual. La persona y la vida son las dos cosas: el ser y la historia. La persona y lo vivido. Teresa misma es el resultado de la historia que está viviendo. En la postrera morada del Castillo seguirá inscrita la aventura vivida en las moradas precedentes o incluso en «las afueras» de sí misma.

Por eso, al enumerar ahora el contenido de los recuerdos, lo negativo y oscuro se vuelve translúcido y positivo. Sin morbo. Teresa sorprende al lector con una serie de enunciados que compilan los estratos del recuerdo:

         – «No se acuerda de la pena que ha de tener por ellos, sino de cómo fue tan ingrata a quien tanto debe y a quien tanto merece ser servido» (n. 2).

         – «En estas, grandezas que (él) le comunica, entiende mucho más la (grandeza) de Dios. Espántase cómo fue tan atrevida. Llora su poco respeto. Parécele una cosa tan desatinada su desatino, que no acaba de lastimar jamás, cuando se acuerda por las cosas tan bajas que dejaba una tan gran majestad» (n. 2).

         – «En lo que toca a miedo del infierno, ninguno tienen. De si han de perder a Dios, a veces aprieta mucho. Mas es pocas veces. Todo su temor es no las deje Dios de su mano para ofenderle y se vean en estado tan miserable como se vieron el algún tiempo» (n. 3).

         – «Para esta pena ningún alivio es pensar que tiene nuestro Señor ya perdonados los pecados y olvidados; antes añade a la pena ver tanta bondad, y que se hacen mercedes a quien no merecería sino el infierno» (n. 4).

Entre las osadas afirmaciones de Teresa, hay una que frecuentemente ha molestado a los lectores. Es la que categoriza en términos hiperbólicos su propia humildad. «Mujer y ruin», etc. Les molesta, no solo por lo reiterativo (a partir de la primera página de su primer libro: el prólogo de Vida), sino por su desmesura autobiográfica. Alguien ha llegado a ver en esa reiteración una simple constante literaria, etiquetada como «retórica de la humildad». Sería, dicen, un recurso estilístico esgrimido por Teresa para la «captatio benevolentiae», para ganarse la benevolencia del lector frente a la osadía de quien, como ella, siendo mujer escribe libros e imparte lecciones de alta espiritualidad.

Aquí, en nuestro texto, Teresa la formula una vez más así, pensando en su propia indignidad: «No le parecía podían llegar maldades de ninguno a las suyas». Y lo motiva: «Porque entendía que no le habría (que no habría nadie) a quien tanto hubiese sufrido Dios y tantas mercedes hubiese hecho» (n. 3).

¿Hipérbole retórica? Para el lector familiarizado con la psique y la escritura de Teresa, probablemente huelgan comentarios apologéticos. Si algo queda fuera de cuestionamiento es su sinceridad, e incluso su veracidad literaria. Es indudable que Teresa no solo piensa lo que dice, sino que así se ve ella a sí misma, tanto cuando se pone al habla con Dios, como cuando se cartea con cualquiera de sus corresponsales. Es decir, cuando está bien lejos de hacer literatura.

El problema de esa su humildad se sitúa a hondura más profunda de lo entrevisto desde la superficie. Se trata, con toda seguridad, de la sima en que el místico siente y calibra «el mal humano», por empatía de él con el resto de la humanidad, y dentro de esta con la masa negativa de todos los crímenes cometidos por el hombre histórico.

Un filósofo italiano, Cornelio Fabro, analizando el fenómeno de la mística coetánea Gema Galgani, que, pese a lo impoluto de su vida joven, experimenta en lo más hondo de su psicología el peso del pecado «como suyo», no halla otra explicación que la solidaridad y simbiosis del místico con el tejido humano universal. Como Jesús inocente cargó con los pecados de los hombres, así o algo así le ocurre a Gema en momentos sumamente traumatizantes.

Historia que se repite. Por acercarnos a místicos coetáneos nuestros, la exégesis filosófica de Fabro se repite en la interpretación que hace el filósofo francés Jean Guitton de las mismas experiencias vividas por otra desconcertante mística de nuestros días, Marta Robin, estudiadas meticulosamente por el filósofo. También ella de un historial impoluto, y sin embargo profundamente marcada por el trauma del pecado humano.

Es decir, que en la historia de la humanidad, hay quienes ejercen ese misterioso sacerdocio vicario que les hace cargar sobre sí todo el peso de los males incurridos por los hombres-hermanos. Y cuando mencionamos esos «males» incurridos o cometidos por los humanos, nosotros hombres del siglo XX no podemos recurrir a la evasiva de los disfraces pseudooptimistas. Son demasiado enormes y voluminosos los episodios de la shoá, de las selvas de Camboya, de las masacres de Africa, para envolverlos en una mirada bonachona… Todo parece demostrar que hay trances históricos en que «el mal» sobrepasa los límites de lo humano…

Los místicos, con su experiencia de los «grandes males» humanos, no son válvulas liberadoras de la conciencia universal. No cancelan la historia. Pero, en cristiano, ellos comparten y actualizan la misteriosa catarsis realizada por Jesús. Purifican y elevan a la humanidad desde el mal hasta el bien. Por eso Teresa, como ellos, coloca el recuerdo del mal en el contexto maravilloso de las sextas moradas. Algún gran filósofo de nuestro siglo ha escrito que de cara a la cultura atea de nuestra sociedad, queda enhiesta como única y última prueba de la existencia de Dios la experiencia de los místicos. Habría que decir algo parecido en el cuadrante del mal y del pecado: en una cultura que tiende a extinguir en la conciencia humana el sentido de pecado, la experiencia de los místicos –la palabra de Teresa– es todo un detonador.

Comentario (2ª Parte)

La humanidad de Cristo y la vida del cristiano

Recordemos que ya en el Libro de la Vida afrontó la autora este asunto. Aquel capítulo 22 y este capítulo 7 de las moradas sextas forman díptico. Para un estudio adecuado del pensamiento de Teresa habría que leer en paralelo ambos pasajes. No es posible hacerlo aquí, por razones de espacio. Baste notar que en los doce años que median entre una y otra exposición, Teresa no ha cambiado de parecer, ni en la sustancia ni en los detalles. Y que, si bien al escribir ahora las Moradas (Ávila 1577), no tiene al alcance de la mano su Libro de la Vida (secuestrado en Toledo desde 1575), la autora mantiene y sostiene idéntica línea argumental.

¿De qué se trata?

Un tema en dos tiempos. En la base y subyaciendo a toda la exposición, un episodio de historia personal de la autora: lo que a ella le ha pasado en su relación con la Humanidad de Cristo. Es algo que le duele. Y desde ese hecho, una tesis doctrinal que envía al lector un mensaje decisivo para la vida espiritual: la centralidad radical de la Humanidad de Cristo en toda vida cristiana.

Del trenzado de ambos temas resulta un pequeño psicodrama. El jirón de vida aportado por la autora aleja de esas páginas la posible frialdad doctrinaria del teólogo de profesión. A Teresa le interesa hacer del lector un prosélito de Jesús.

Pero en el fondo, el protagonista no es ella sino Jesús. ¿Qué entiende Teresa por «Humanidad de nuestro Señor y Salvador Jesucristo»? En el epígrafe del capítulo se apresuró a explicitarlo: «Su sacratísima pasión y vida». Incluso «lo corpóreo» de Jesús, dirá poco después (n. 6).

Humanidad de Jesús, para ella, es el Jesús de la historia de salvación. Ante todo, el Jesús histórico, enmarcado en tiempo y lugar y personas y modales: su ser, su hacer, su padecer. Sentimientos interiores y acontecimientos exteriores. Sus palabras y su amor. Con atención especial al misterio pascual de Jesús, que sufre la pasión y resucita glorioso. Y con expresa ampliación al Jesús del sacramento eucarístico. Pero, a la vez, Humanidad que se integra en el misterio de su persona, en la que «divino y humano junto» (n. 9) constituyen el entramado misterioso de su ser y de su historia.

¿Y «lo corpóreo»? Cierto, Teresa no reduce la Humanidad del Señor a esa componente corporal. Pero tampoco la soslaya. A ella, como a todo auténtico enamorado, la subyugan sus ojos, sus manos traspasadas y gloriosas, su presencia, su manera de hablar. Todo ello, tanto del Jesús histórico, como del glorioso y transfigurado. Ya en vida había escrito: «Después que vi la gran hermosura del Señor, no veía a nadie que en su comparación me pareciese bien…; con poner un poco los ojos de la consideración en la imagen que tengo en mi alma…, oír sola una palabra dicha de aquella divina boca…!» (Vida 37, 4). «Quiso el Señor mostrarme solas las manos con tan grandísima hermosura, que no lo podría yo encarecer» (ib. 28, 1).

Desde ese realismo, ella misma ampliará el ángulo visual a cuantos están incorporados al cuerpo místico de Jesús: sobre todo, a «su gloriosa Madre y los Santos». Ellos ocuparán otro plano, pero dentro de esa misma perspectiva doctrinal (n. 6).

¿Cuál fue el drama personal de Teresa?

En el presente pasaje de las Moradas, solo se alude de soslayo a lo referido en Vida 22. Error y hecho doloroso. Extravío y «traición» (Vida 22, 3), si bien inconsciente. Consistió en que, al ser introducida ella en lo novedoso de la experiencia mística, alguien la aconsejó dejar de lado el recurso a la Humanidad de Jesús, para bogar mar adentro en el misterio de la divinidad. Y ella se atuvo a ese consejo, aunque por brevísimo tiempo. Hasta que cayó en la cuenta de su error, con una sensación de vacío o de vértigo, y volvió sobre sus pasos.

En el error había mediado un libro que enseñaba a «cuadrar el entendimiento» y sumergirse en la contemplación de la divinidad (íb. 22, 1), a base de una curiosa técnica de yoga cristiano capaz de subyugar.

En realidad no se trataba de una enseñanza aislada y ocasional. Desde siglos, la espiritualidad cristiana había sufrido la tentación neoplatonizante de «espiritualizar» la vida, desentendiéndose de todo lo corpóreo e incluyendo en lo corpóreo a la Humanidad de Jesús. Que por eso había dicho él mismo a sus apóstoles: «Conviene que yo me vaya…, pues si no me voy no podréis recibir el Espíritu» (Vida 22, 1 y 6M 7, 14).

Así, el episodio vivido por Teresa desbordaba su historia personal y reflejaba todo un filón de la historia y la literatura espiritual cristiana. Desde los antiguos Padres de la Iglesia, hasta los recientes libros de la escuela franciscana leídos por Teresa.

Todavía después de los episodios relatados en Vida, Teresa ha topado con escritores y teólogos que no piensan como ella (n. 5). No importa. No se les rinde: «Mirad que oso decir que no creáis a quien os dijere otra cosa». Está «tan escarmentada», que «a mí no me harán confesar que es buen camino» esa doctrina que pretende guiar sin «la guía, que es el buen Jesús», o sin «la luz» que irradia él, o fuera del «camino» que conduce al Padre, y que igualmente es el mismo Jesús. «Porque el mismo Señor dice que es camino; también dice el Señor que es luz; y que no puede ninguno ir al Padre sino por él; y «quien me ve a mí, ve a mi Padre». Dirán que se da otro sentido a, estas palabras. Yo no sé esotros sentidos. Con este que siempre siente mi alma ser verdad, me ha ido muy bien» (n. 6).

¿Cuál es su pensamiento sobre la Humanidad de Jesús?

Aunque sea traicionando de momento el delicioso lenguaje de Teresa, podríamos compendiar su pensamiento en dos gruesas palabras de nuestra jerga teológica: cristocentrismo y pancristismo.

Es decir, para ella la Humanidad de Jesús constituye el centro insuplantable de la vida cristiana. Y a la vez, extiende su influjo salvífico a todo el arco de crecimiento de la vida espiritual. En cada cristiano y en la Iglesia. Incluso en lo más elevado de la experiencia mística.

Cristocentrismo quiere decir que la fe y la vida cristiana no están fundadas en abstracciones ni en filosofías, sino en la existencia singularísima de una persona histórica que se llama Cristo Jesús. Él es centro orbital de nuestra vida, que es «vida en Cristo». Sin él o fuera de él, la vida del cristiano se desorbita. Es eso lo primero que a toda costa quiere inculcar Teresa.

Lo segundo es pancristismo. Es decir, que la gracia, la vida y la salvación no solo la recibimos de Jesús en flujo descendente, de él a nosotros, sino que en todo el proceso de la vida cristiana –en todas sus etapas y manifestaciones–, por él subimos al Padre. En él se realiza y se consuma nuestra unión con Dios. A través de él se reciben las gracias cimeras de la santidad. De suerte que a quienes osen prescindir de él, «yo les aseguro que no entren a estas dos moradas postreras (sextas y séptimas del Castillo), porque si pierden la guía, que es el buen Jesús, no acertarán el camino» (n. 6).

Al terminar su exposición, recordando una vez más el error en que ella misma incurrió, escribirá que «nunca me acaba de pesar de que haya habido ningún tiempo que yo careciese de entender que se pudiese malganar con tan gran pérdida; y cuando pudiera, no quiero ningún bien sino adquirido por quien nos vinieron todos los bienes» (n. 15). Son dos afirmaciones categóricas de inspiración paulina: ganancia que sea a costa de marginar a Jesús (es decir, a costa de «tan gran pérdida»), es «malganar»: «pérdida y basura», había escrito Pablo (Flp 3, 7-8). Y bienes que no vengan por el cauce de todos los bienes que es él, Teresa «no los quiere», porque ya no serían bienes. Jesús es el sacramento universal de salvación.

¿Y en la oración? Las tres etapas: meditación, contemplación, unión

No olvidemos que Teresa es una contemplativa. Ha sido precisamente su experiencia mística la que la ha introducido en lo hondo del misterio de Cristo. Y la ha enamorado de su Humanidad. En un momento decisivo de su camino interior, el ingreso en la presencia del Señor Jesús, misteriosamente instalado a su lado derecho (Vida 27, 2), inauguró la última jornada de su itinerario espiritual. Lo contó ella en los capítulos centrales de su autobiografía (cc. 27-29).

Por todo eso, es normal que ahora concretice la problemática de la Humanidad de Cristo en el sector de la oración. Tanto más que la antigua objeción acerca de esa santa Humanidad de su Señor provenía de los teorizantes de la contemplación. Y se formulaba como incompatibilidad entre lo corpóreo y limitante de toda creatura (la Humanidad de Jesús pertenece al orden de lo creado) y la contemplación perfecta, que según esos teóricos se realiza más allá de contornos limitantes y de especies mediatizadoras. Ahí precisamente, en la doctrina y en la praxis de la contemplación perfecta, es donde Teresa topaba con los objetores sistemáticos de su tesis. A ellos se refiere cuando «osa decir que no creáis a quien os dijere otra cosa» (n. 5). Será en ese terreno doctrinal donde ella reformule su pensamiento en términos categóricos: que la más alta contemplación mística tiene por objeto normal los misterios de Jesús y su Humanidad. Se alimenta de ellos.

La Santa articula su pensamiento refiriéndolo a las tres etapas fundamentales del camino de la oración: la meditación del misterio de Cristo, la contemplación del mismo, y la unión a él.

Lo normal, según ella, es que en los comienzos de la oración el principiante «medite» paso a paso la historia de Jesús, escuche su palabra y se familiarice con su evangelio, medite la Pasión, «busque» y se adentre en la interioridad de Jesús. Llegará un momento en que ese proceso meditativo de la Humanidad del Señor se dificulte o se agote, por las razones que sea. Pero esa especie de saturación en modo alguno conllevará la marginación del misterio cristológico. Al contrario, abrirá el acceso a él por un camino mejor: la contemplación del misterio.

Este segundo estadio de la oración será más intensamente cristológico. De acceso más inmediato, más rico y eficaz al misterio y a los misterios de Jesús. Será ahí «adonde divino y humano junto es siempre compañía» del orante contemplativo. Pero aquí en la tierra ese «iuge convivium» no acontece sin intermitencias, arideces y cortapisas. En esos interludios, el contemplativo deberá regresar a la humilde «búsqueda» meditativa de la Humanidad de Jesús. Como buscaba al Amado la esposa de los Cantares. O bien, «preguntando a las criaturas quién la hizo, como dice san Agustín…, y no nos estemos bobos perdiendo tiempo en esperar lo que una vez se nos dio, que a los principios podrá ser que no lo dé el Señor en un año y aun en muchos: Su Majestad sabe el porqué» (n. 9). Entonces la escucha de la palabra o la búsqueda de la Humanidad de Jesús harán de encendedor reiterado del amor, especie de trampolín de reingreso en el espacio contemplativo.

De ahí a la unión solo media un paso. Teresa hablará de ello apenas inicie el tema en la séptimas moradas. La gracia de la unión consumada también acontecerá en relación a la Humanidad de Cristo. Será ese el tema del capítulo segundo de las moradas séptimas.

Modelo de todo ello, de atención y amor a lo humano de Jesús, es la Virgen María. Teresa comenta a propósito del pasaje evangélico en que se dice «que convenía que él (Jesús) se fuese»: «A osadas que no lo dijo a su madre Santísima, porque estaba firme en la fe, que sabía que era Dios y hombre, y aunque le amaba más que ellos (más que los apóstoles), era con tanta perfección, que antes la ayudaba» (n. 14). Es decir, que también ella, la Virgen Santa, llegó a la plenitud de gracia en fuerza de su especial relación con la Humanidad santa de su hijo Jesús.

MORADAS SEXTAS Capítulo 6

Comentario de Tomás Álvarez

Hambre y sed de Dios

El éxtasis místico no enajena, pero saca de sí. Ya hemos notado que, hablando de él, Teresa se preguntaba –como san Pablo– si esos breves momentos de experiencia extática se vivían en el cuerpo, o fuera del cuerpo. Es decir, si esa fina punta de experiencia religiosa desborda en el hombre la angostura de la condición terrestre que lo tiene atado a lo corpóreo y encerrado en la burbuja de lo cósmico; y consiguientemente, si lo introduce en la esfera de lo divino, aunque sea solo por unos momentos, para luego devolverlo herido y trasmutado a nuestro hábitat terreno.

Pregunta que Teresa –como san Pablo– dejó suspensa y sin respuesta en los dos capítulos anteriores, 4º y 5º de las moradas sextas.

Ahora, en el capítulo 6º, está de vuelta. Nos habla de la vida del místico cuando ha regresado del éxtasis. De sus pulsiones y tensiones internas. De su nuevo modo de encarar la vida, los acontecimientos, los largos compases de espera.

Cuando ella misma, una vez terminada la redacción del libro, volvió sobre lo escrito para fragmentarlo en capítulos, al releer el presente pasaje distinguió en él dos filones: primero habla de los efectos que en el místico deja el éxtasis «del capítulo pasado» (nn. 1-9); luego refiere el brote novedoso de un júbilo incontenible, que «emplea» al místico en alabanzas de Dios (nn. 10-13).

También nosotros, al leer ahora ese capítulo 6º, vamos a seguir esas dos pistas: el impacto que el éxtasis produce en la psicología y en la vida teologal del creyente; y, a continuación, la explosión gozosa y glorificadora que anticipa en él la alabanza de la gloria y lo convier%te en pura doxología de Dios.

Pero antes de entrar en tema, es necesario dar una orientación a nuestra lectura. Hemos preguntado por «los efectos que el éxtasis deja en el místico», es decir, en todos cuantos hayan pasado por la experiencia extática, como san Pablo, san Benito, san Francisco o san Ignacio de Loyola. En realidad, el enfoque de la Santa al escribir no es tan genérico sino muy concreto. Autobiográfico. Nos va a ofrecer, en primer plano, un flash de sí misma. Cómo la ha cambiado a ella su paso por las vivencias del éxtasis. Comencemos por ahí.

«Queda el alma tan deseosa de gozar del todo…»

Vuelve el tema de los deseos. Ya habían aflorado con ímpetu primaveral de vida nueva en el umbral mismo de las moradas sextas (cap. 2º). Pero ahora ya no son deseos punteros, prendidos en los dardos de la voluntad o en los latidos del corazón. Ahora se han apoderado de la persona en su totalidad. La persona misma se vuelve «deseos». «Varón de deseos», definía la Biblia al profeta. Aquí, «mujer de deseos».

Esa totalidad es presentada por la Santa en dos planos, psicológi%co y teologal. En el primero, comienza ella así su texto: «Queda el alma tan deseosa de gozar del todo (de Dios)…» (n. 1). En el plano teologal: es Dios quien «da a estas almas un deseo tan grandísimo de no le descontentar en cosa ninguna, por poquita que sea…» (n. 3: el tema de «los deseos» estará presente, uno a uno, en todos los números).

Fijemos la atención en este último texto. Parece imposible definir mejor, en tan breve pincelada, el arco de los deseos que ahora se tiende de persona a persona: Teresa desea a Dios. Pero ese deseo es él quien se «lo pone», es decir, quien se lo instala en el alma. Y con ello le cambia los registros de ese mecanismo secreto del desear.

Releamos pausadamente los dos pasajes (números 1 y 3). Sin desguazarlos en un mal análisis, subrayemos sencillamente las afirmaciones más fuertes. Documentan la historia interior de la autora. Comencemos por el párrafo de entrada: donde ella escribe «el alma», desvelemos el anonimato y leamos su propio nombre: «Teresa». Lo que a ella le pasa es esto:

– Está «deseosa de gozar del todo…» Pero ¿gozar de qué o de quién? Pues exactamente de quien le infunde tales deseos. Por tanto, «deseosa de Dios».

– Esos deseos le producen un «tormento sabroso». En realidad, es la vida misma la que se le ha convertido en «tormento sabroso». Sustantivo y adjetivo enfrentados. A ese tipo de oxímoron había recurrido ya al hablar por primera vez de esos extraños deseos que producen «una pena sabrosa» o una «tempestad sabrosa que viene de otra región…» (6M 2, 6). Exponente agridulce, difícilmente cotizable en términos de psicología corriente. Ya en Vida, en el pasaje más logrado de su relato autobiográfico, contando la gracia del dardo que le traspasa el corazón, había escrito: «Era tan grande el dolor, que me hacía dar aquellos gemidos; y tan excesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios» (V 29, 13).

– Sigue otra pincelada fuerte: a Teresa la asaltan «ansias grandísimas de morirse». Subrayemos esos desconcertantes vocablos. No se trata de una metáfora atrevida. Ella misma lo puntualiza enseguida: «Y así, con lágrimas ordinarias pide a Dios la saque de este destierro». La pregunta del lector, momentáneamente desconcertado, es esta: ¿es posible que los profundos deseos que ahora traspasan el alma del místico –es decir, de Teresa– apunten a esa diana letal del «morirse»? Pues no. Sin duda la pulsión más fuerte de todo viviente es el «ansia de vivir». Vivir más. Pulsión que en el hombre normal, en la plenitud de la vida, choca con la barrera de la muerte. En el místico –en Teresa ocurre que ese deseo de vivir se desplaza, vence a la muerte, y se abre a un horizonte de vida más allá de la terrena.

Por tanto, deseo de más vida. Incluso, vida más allá del paisaje cósmico. Pero sin solución de continuidad respecto de la vida presente. Saltar la barrera de la muerte es lo que pone a salvo esa continuidad. En la psicología de Teresa, lo mismo que en su vida teologal, va a ser este un hecho determinante. Afectará a todo el entramado de su vivir. Ella misma necesitará cantar poéticamente ese cambio de perspectiva. Lo había vivido años atrás, por las fechas en que cruzaba impresiones y experiencias místicas con fray Juan de la Cruz en la Encarnación (1572…). Y fue esa sensación de victoria sobre la muerte la que les hizo componer a los dos sendos poemas paralelos, sobre el estribillo «Vivo sin vivir en mí… / que muero porque no muero». Ocho estrofas de fray Juan. Otras ocho, similares, de Teresa. Ambos dialogando con la vida, e increpando a la muerte: «No te tardes que te espero / muerte do el vivir se alcanza».

Ahora, «anda el alma (anda Teresa) tan tierna del amor…». Frente al oxímoron inicial del «tormento sabroso», sobreviene ahora una especie de arpegio emocional: los deseos producen «ternura de amor». Teresa vuelve a evocar el símbolo de la mariposa, que finalmente ha logrado libertad de vuelo. Es necesario reproducir sus palabras: «En fin, no acaba esta mariposica de hallar asiento que dure; antes, como anda el alma tan tierna del amor, cualquier ocasión que sea para encender más ese fuego la hace volar». Nuevo recurso al lenguaje paradójico: fuego para volar. Encender el fuego es avivar el amor. «Volar», son las salidas de sí, los arrobamientos intermitentes de que habla enseguida.

Y vive en la tierra «sin asiento que dure». La imagen de la mariposica, liberada pero forzada a volar de flor en flor, sin «asiento estable», refleja la experiencia que Teresa tiene de la libertad lograda en el éxtasis, pero cercada por los innumerables muros que se alzan en la vida. De ahí la sensación de «destierro». La vida del desterrado tiene dinámica propia. De insatisfacción y de espera anhelosa. Situación que la hace prorrumpir en un grito dirigido a la pobre mariposilla, que es su propia alma: «¡Oh pobre mariposilla, atada con tantas cadenas que no te dejan volar lo que querrías! Habedla lástima, mi Dios» (n. 4). Es ella la mariposa en vuelo, pero atada con cadenas invisibles, para que no vuele «lo que querría».

Una pincelada más, en el corazón del texto. Nuevo perfil de la autora. «Todo la cansa cuanto ve en él (en el destierro). En viéndose a solas, tiene alivio. Y luego acude esta pena (la «pena sabrosa»), y en estando sin ella no se hace». Es decir, Teresa misma ya «no se hace», no se habitúa a vivir sin el trasfondo de esa pena sabrosa que acompaña sus «deseos de gozar», y sella su condición de desterrada.

No es posible intentar un balance de todo eso. Deseos, gozar, tormento sabroso, ansias de morirse, lágrimas y cansancio, ternura de amor, fuego y vuelo de mariposa, ataduras y libertad, cadenas y temores… son sumandos que conllevan potencial diverso en la psicología de Teresa y en su vida teologal. Dispersos en el mosaico literario de su texto nos acercan al mundo interior y exterior en que ahora habita ella.

El otro «deseo grandísimo»

Tras una pausa intercalada en el número 2 del capítulo, Teresa vuelve a ofrecernos otra instantánea de sí misma y del status derivado de su paso por la zona incandescente del éxtasis. Esa instantánea se concentra en el número 3. Menos denso que el anterior en imaginería, nos informa sin embargo de la apertura de su vida interior a «las afueras», es decir de los empalmes con el entorno terreno y humano, del que ella no puede ni quiere desamarrarse.

Este otro «deseo grandísimo» que en adelante acuciará a Teresa es pura y netamente relacional. Ocurre entre ella y Dios. Desde ella a él, de persona a persona. Teresa lo formula así:

«Da Dios a estas almas un deseo tan grandísimo de no le descontentar en cosa ninguna, por poquito que sea, ni hacer una imperfección, si pudiese…». Doble hito de los deseos: no descontentarle a él; y hacer y ser ella lo más perfecta posible. Sumo optimismo de los deseos.

Teresa nuevamente ha siluetado en anonimato esos «deseos grandísimos». Pero es fácil desvelar ese camuflaje literario. Conocemos el episodio biográfico vivido por ella hacia sus 50 años, en los albores de su período extático. Una fuerza incontenible la impulsó a comprometerse con el voto de hacer siempre lo más perfecto, para «no descontentarle» a él. Aquel voto de «lo más perfecto» exigía de ella no resig%narse a hacer lo bueno pudiendo hacer lo mejor. Ni a dar lo poco, pudiendo darlo o darse del todo.

Formulado con ese radicalismo de mística novata, los teólogos asesores de Teresa encontraron su voto desmesurado y humanamente inadmisible. Y optaron por relajárselo. Ha llegado hasta nosotros el texto autógrafo de esa mitigación, que reajusta y enfrena los deseos fortísimos contenidos en el voto. Ocurría ese episodio en marzo de 1565. Era exactamente el momento en que el fogueo de los deseos de Teresa llegaban a su zenit.

La alternativa pendular:

fugarse al desierto o clamar en mitad de las plazas

Podría parecer, a primera vista, que el ímpetu de los deseos hace replegar a Teresa sobre sí misma, cerrándola en el castillo de su propio perfectismo. Que ella, como todo místico, es retaguardia encastillada dentro de sí. Pues no. Ese anhelo de «ser más y mejor» hasta dar la medida de su propia capacidad, Teresa lo vive en plena comunión con los otros. Lo vive presionada por una especie de reclamo bipolar: por un lado, anhelando el «a solas» de que ha hablado en el número primero. Por otro lado, atraída y arrollada por el torbellino de la ciudad y de la vida social.

Esa bipolaridad la testifica así: por un lado, ella «querría huir de las gentes, y ha gran envidia a los que viven y han vivido en los desiertos» (n. 3: tentación de fuga que ya había testificado en Vida 31, 13). «Por otra parte, se querría meter en mitad del mundo, por ver si pudiese ser parte para que un alma alabase más a Dios. Y si es mujer, se aflige del atamiento que le hace su natural porque no puede hacer esto, y ha gran envidia a los que tienen libertad para dar voces, publicando quién es este gran Dios de las Caballerías» (n. 3).

En la biografía mística de Teresa este segundo impulso de clamor profético había prevalecido sobre el primero de fugarse al desierto. Lo testificó ella insistentemente en Vida: «¡Oh quién diese voces por el mundo para decir cuán fiel sois a vuestros amigos…! ¡Oh Dios mío, quién tuviera entendimiento y letras y nuevas palabras para encarecer vuestras obras como lo entiende mi alma!» (V 25, 17). «¡Qué señorío tiene un alma que el Señor llega aquí…! Querría dar voces para dar a entender cuán engañados están, y aun así lo hace algunas veces…» (V 20, 25).

Cuando Teresa alude al «atamiento que le hace su natural», está resintiéndose de los límites que aquella sociedad machista impone a su condición de mujer. Lo había denunciado tantas veces precisamen te en el período en que más intensos eran estos deseos de clamar y dar voces: «Oh Señor, si me dierais estado para decir a voces esto…!» (Vida, 21, 2; cf. 21, 5; 33, 11).

En definitiva, la experiencia mística ha situado a Teresa en tensión contradictoria: atraída a la altura contemplativa del «a solas con él solo». Y a la vez, relanzada, como un profeta, al barullo de la vida mundana para dar voces y «publicar quién es este gran Dios de las Caballerías».

«Trata de otra merced que (le) da el Señor»

«Entre estas cosas –penosas y sabrosas juntamente– da nuestro Señor al alma algunas veces unos júbilos… extraños» (n. 10).

Comienza así el segundo tema del capítulo. Es la explosión de gozo que estalla de pronto en el interior de Teresa. En el umbral del capítulo se había abierto ese su paisaje interior con «deseos de gozar». Pero deseos de Dios que al quedar insatisfechos derivaban en «tormento sabroso». Ahora sobreviene otra modulación de corte psicológico y teologal. Teresa le da el nombre de «júbilo». Y lo describe irruente y exaltante. A propósito para troquelar de nuevo todo el espacio de su psicología.

«Júbilo» es vocablo que sola esta vez comparece en el corpus de los escritos de la Santa. Término latinizante, que ella toma probablemente del pasaje bíblico alusivo a Jerusalén en fiesta («exulta filia Sion, jubila filia lerusalem»: Zac 9, 9), y leído en la liturgia de adviento. De ahí el carácter profundamente religioso de ese gozo desbordante, que empalma a la vez con un genuino filón de la psique teresiana: su nota constante de alegría. Lo mismo que los deseos de otra vida notábamos que en ella eran prolongación sublimada del natural deseo de vivir, también ahora la nativa vena de alegría se abre en su alma al «júbilo» que le viene «de otra región», y se prolonga en él.

De nuevo se trenzan las dos componentes, teologal y psicológica. Ese su júbilo no es un gozo remansado y reservado para sí misma: «Todo su contento provoca a alabanzas de Dios» (n. 10), en pura doxología teologal. Pero a la vez se desborda en derredor como una onda expansiva que alcanza a los otros: «Es un gozo tan excesivo del alma, que no querría gozarlo a solas, sino decirlo a todos para que la ayudasen a alabar a nuestro Señor, que aquí va todo su movimiento» (n. 10).

Al calificar de «excesiva» esa explosión jubilosa, no puede menos de evocar el «gran ímpetu de alegría», rayana en locura, que se apoderaba del Poverello de Asís, «cuando lo toparon los ladrones, que andaba por el campo dando voces, y les dijo que era pregonero del gran Rey, y otros santos que se van a los desiertos por poder pregonar lo que san Francisco estas alabanzas de su Dios. Yo conocí uno llamado fray Pedro de Alcántara…, que hacía esto mismo y lo tenían por loco los que alguna vez le oyeron. ¡Oh qué buena locura, hermanas, si nos la diera Dios a todas!» (n. 11).

Es la «locura y embriaguez de amor» mencionadas en los pasajes paralelos de Vida (cf. 16, 2: en su glosa a los Cantares, «borrachez» de amor: Conc. 4, 3-4; y 5M 2, 8). Ahora concluirá su exposición recuperando esta última imagen, afirmándola primero, y descalificándola después: «Anda el alma (=Teresa misma) como uno que ha bebido mucho, mas no tanto que esté enajenado de los sentidos…». Pero «harto groseras comparaciones son estas para tan preciosa causa; mas no alcanza otras mi ingenio» (n. 13).

Y en un gesto final de intención envolvente, entabla el diálogo con sus lectoras carmelitas, entre las que abundan las contagiadas de amor: «Ayudemos a esta alma, hijas mías, todas. ¿Para qué queremos tener más seso? ¿Qué nos puede dar mayor contento?, y ayúdennos todas las criaturas, por todos los siglos de los siglos, amén, amén, amén» (n. 13).

MORADAS SEXTAS Capítulo 5

Comentario de Tomás Álvarez

De nuevo sobre el éxtasis místico

Al plantearse en las moradas sextas el tema del éxtasis, Teresa comenzó diciendo que había dos clases de éxtasis.

Una «primera manera» de éxtasis era interiorizante. En léxico moderno –decíamos nosotros– se la llama «énstasis». Regreso al «hondón» de uno mismo, hasta trascender esa última capa del propio subsuelo y entrar en la órbita de lo divino. En el Castillo interior que simboliza al alma, Teresa afirma reiteradamente que la última morada, la más profunda del espíritu humano, confina con lo divino y se la ha reservado Dios para sí. Ahí habita él.

La «otra manera» de éxtasis –de la que Teresa va a hablarnos en este capítulo quinto– tiene rumbo en cierto modo opuesto: no por el camino de la inmersión en uno mismo, sino de salida de sí: salida y elevación hacia lo trascendente y divino. Es el «éxtasis propiamente dicho». Para designarlo y describirlo, ella adopta como punto de referencia el léxico usado por san Pablo, que fue «raptado» («raptus», en el latín de la Vulgata) al cielo; en la versión castellana, «arrebatado» por una fuerza misteriosa a ese mismo cielo: vocablos que en el léxico teresiano corresponden a rapto y arrebatamiento.

Teresa adopta todavía los términos «arrobamiento y elevamiento» (Vida 20, 1), y otro vocablo singular, tomado del lenguaje popular o quizás de los libros franciscanos leídos por ella, y le llama «vuelo de espíritu». En un escrito confidencial, redactado en Sevilla un año antes que el presente pasaje de las Moradas, escribía ella casi balbuciendo: «El vuelo de espíritu es un no sé cómo le llame que sube de lo más íntimo del alma… Parece que aquella avecica del espíritu se escapó de esta miseria de esta carne y cárcel de este cuerpo…» (Relación 5, 11).

Más cerca de nosotros y de nuestras categorías léxico-científicas, tanto los psicólogos como los especialistas de la mística prefieren el término técnico «levitación». Este sí, tiene ya carta de ciudadanía en el Diccionario de la Academia, que lo define discretamente y sin comprometerse demasiado: «levitación: sensación de mantenerse en el aire sin ningún punto de apoyo».

Como es de suponer, la autora del Castillo ni utilizó ni conoció este último vocablo latinizante, que a ella probablemente no le hubiera servido para decir y describir la misteriosa experiencia que quiere contarnos en el presente capítulo de las moradas sextas. Pero antes de entrar en materia, hagámonos una pregunta.

Hablar de éxtasis al lector de hoy, ¿para qué?

¿Es que puede interesar el tema del éxtasis místico al lector de hoy? La pregunta más radical que nos llega de la calle y de las aulas a propósito de lo místico, los místicos y la experiencia mística se formula más o menos así: ¿Es que todo eso puede tener visos de interés para el creyente de hoy, zambullido en el realismo de los valores humanos, en el empeño por el progreso, en el interés por lo cósmico y por las realidades terrestres?

No es una pregunta tangencial. En el fondo se trata de algo que recae directamente sobre lo nuclear de la espiritualidad cristiana. Imposible entenderla ni vivirla vaciándola de su dimensión de misterio. La vida cristiana, en su reducto más profundo, es gracia. Y por ello, es vida «mística». Imposible vivirla sin personalizar la relación con Dios y con Cristo en el corazón del misterio. Y una vez entrados en la espiral de esa relación con él, lo normal es que implique la posibilidad de alcanzar cotas altísimas. Humanamente imprevisibles.Y quizás incatalogables. Forman parte de eso que en la Biblia se llama «mirabilia Dei» (maravillas obradas por Dios en la historia del hombre), y en el Magníficat «magnalia Dei»: las grandes acciones de Dios en María. Lo anómalo sería que esas grandezas de Dios no interesasen ni mucho ni poco a su prima Isabel o al creyente de a pie como ella. Incluso al hombre de hoy, precisamente por hallarse inmerso en clima de ateísmo: sería anómalo que no le interesasen esos acontecimientos cimeros, que «testifican» de forma especial la presencia de Dios en la his%toria de los hombres.

El lector del Evangelio no puede relegar a la casilla de lo intrascendente el Tabor de Jesús. Entre las poquísimas confidencias que san Pablo hace a sus lectores de Corinto, les confía el episodio místico de su rapto al tercer cielo, donde experimentó cosas indecibles. Tampoco el lector de hoy podría relegar al rincón de lo desechable esa confidencia de Pablo.

Precisamente al hombre de hoy, por más confinado que se lo suponga en la burbuja de la atmósfera terrestre, cómo le interesa cualquier vislumbre de la lejanía cósmica, la corteza de Titán o de Marte, o el hallazgo de una nueva galaxia: aunque de pronto lo sobresalte la pregunta del porqué y para qué de esas inalcanzables inmensidades del cosmos, le resulta irrenunciable el anhelo de interesarse por ellas, como un tácito conato por liberarse de la angostura del hábitatterrestre.

Teresa de Jesús, cuando escribe de éxtasis y de experiencias místicas de lo divino, sabe que está suministrando un fluido especial para despertar y alentar el sentido de Dios en el lector. Para hacerle patente la grandeza de Dios. Para provocar en él –en el lector– un grito de asombro o una palabra de alabanza y adoración ante «estas grandezas de Dios».

¿De qué o de quién nos habla aquí Teresa?

Puesta a hablar de éxtasis, ¿Teresa nos cuenta los que ella ha tenido, o nos da una lección de teología espiritual sobre ese filón de la vida mística que es el éxtasis? ¿o bien, hace las dos cosas a la par?

Ya la hemos sorprendido más de una vez en capítulos anteriores de las Moradas recurriendo al juego literario del camuflaje. Le resulta imposible escribir sobre altas cosas de mística sin referirse a las propias experiencias. Y entonces, un espontáneo latido de pudor la obliga a tender sobre lo narrado un ligero velo de anonimato. Su recurso habitual es la fórmula: «Yo sé de una persona…», y pasa a hablar de lo ocurrido en el propio «castillo». Más adelante, en estas mismas moradas sextas, cuando asocie a su experiencia la de otro místico de relieve, cual es fray Juan de la Cruz, ampliará la fórmula: «Yo sé de una persona, y aun de dos, la una era hombre…».

Ahora, al hablar del éxtasis, la cortina de camuflaje se despliega una y otra vez a lo largo del capítulo. Escribe: «Algunas cosas de estas podría (yo) decir aquí, que como he tratado tantas personas santas y de oración, sé muchas; porque no penséis que soy yo, me voy a la mano», es decir, me retengo (n. 6). Precisamente, en las líneas que preceden había referido «una de esas cosas», ocurrida a «una de esas personas santas», que es ella: «Quizás le responderá (el Señor) lo que a una persona que estaba muy afligida delante de un crucifijo… considerando que nunca había tenido qué dar a Dios…; díjole el mismo Crucificado, consolándola, que él le daba todos los dolores y trabajos que había pasado en su Pasión… ». Era Teresa misma esa persona. Lo sabemos por uno de sus apuntes íntimos, editado con el título de Relación 51.

El recurso a la cortina encubridora había comenzado ya en párrafos anteriores, cuando Teresa se emociona al evocar alguno de sus éxtasis de antaño: «Cierto, hermanas, que de solo irlo escribiendo me voy espantando de cómo se muestra aquí el gran poder de este gran Rey y Emperador: ¡qué hará quien pasa por ello!» (n. 4). Y casi al principio del capítulo, con el recurso a su fórmula estereotipada: «Yo sé de alguna persona…» (n. 2).

Ese reiterado esfuerzo de Teresa por lograr el anonimato está delatando que el capítulo entero tiene trasfondo autobiográfico. Y que la autora sigue fiel al secreto intento de recuperar y poner a salvo lo que había testificado en el Libro de la Vida, ahora secuestrado por la Inquisición y quizás –piensa ella– perdido para siempre.

Y como afortunadamente aquel relato de su Vida no se ha perdido, ahora se convierte para nosotros en una clave de lectura del presente pasaje de las Moradas. Resulta que este mismo tema del éxtasis lo había tratado ya Teresa muy por extenso en el capítulo 20 de su autobiografía, incluyéndolo también entonces en el «tratadillo» de los grados de oración, enfocado a media distancia entre la narración autobiográfica y la exposición doctrinal. Para nosotros, lectores del Castillo, la clave de lectura va a consistir en esto:

Tenemos un díptico teresiano sobre el tema del éxtasis: – El primer panel de ese díptico nos lo ofrece el capítulo 20 de Vida: ahí la autora habla de éxtasis mientras vive ella misma en pleno período extático. Incluso en algún caso, escribiendo mientras entra o sale suavemente de esa experiencia. – El segundo panel del díptico nos lo ofrece este capítulo quinto de las moradas sextas, escrito doce años después, desde la altura de sus séptimas moradas, es decir, cuando los éxtasis han cesado y ella dispone de perspectiva suficiente para analizar y evaluar lo vivido.

No es posible releer aquí y ahora el mencionado pasaje de Vida. Al lector interesado le será fácil el regreso a esa página de la Santa. Le será fácil encontrar en ella unos cuantos datos que en las Moradas pasarán a zona de penumbra, apenas insinuados. Baste apuntarlos brevemente aquí:

Ante todo, en ese capítulo 20 de Vida Teresa hace un balance de su presente situación en tema de éxtasis. Vive momentos fuertes «de trance extático», a los que sigue una prolongación continua de incandescencia psicológica y teologal. Por tanto, dos aspectos: el hecho del éxtasis; y la situación vivencial que se deriva de él.

En el éxtasis, subraya la componente somática, el reflejo de la gracia mística sobre el cuerpo: «Cuando está en el arrobamiento, el cuerpo queda como muerto, sin poder nada de sí muchas veces, y como le toma (el éxtasis) se queda… Cuando está en lo subido del éxtasis, se pierden las potencias, porque están muy unidas a Dios, que entonces no ve ni oye ni siente, a mi parecer; mas… este transformamiento del alma en Dios dura poco; mas eso que dura, ninguna potencia se siente, ni sabe lo que pasa allí» (V 20, 18).

Subraya también la nueva interrelación entre las dos componentes de la persona, la espiritual y la somática. El espíritu prevalece sobre el cuerpo. El espíritu se convierte en energía. El cuerpo adopta una actitud de ingravidez que le permite ser arrebatado, incluso elevado. Teresa certifica que sí, que ella ha experimentado –¿cuántas veces?, no lo precisa– el fenómeno de la levitación: «Muchas veces me parecía me dejaba el cuerpo tan ligero, que toda la pesadumbre de él me quitaba, y algunas era tanto, que casi no entendía poner los pies en el suelo». Y aún en términos más fuertes: «Muy muchas veces querría yo resistir, y pongo todas mis fuerzas, en especial algunas (veces) que es en público y otras hartas (veces) en secreto, temiendo ser engañada. Algunas (veces) podía algo, con gran quebrantamiento: como quien pelea con un jayán fuerte, quedaba después cansada; otras (veces) era imposible, sino que me llevaba el alma y aun casi ordinario la cabeza tras ella, sin poderla tener, y algunas todo el cuerpo, hasta levantarlo» (Vida 20, 4; cf. 22, 13).

Esa imagen, tan plástica, del jayán divino elevando a la paja humana, reaparecerá en las páginas de las Moradas. Pero en estas, Teresa concederá menos relieve a esos dos aspectos espectaculares del éxtasis: la levedad del cuerpo ante la nueva fuerza gravitacional del espíritu, y el impacto de la gracia extática sobre las funciones somáticas. Prácticamente, en las Moradas Teresa ya no volverá a hablar de «levitación», ni retornarán los términos «elevamiento» y «levantamiento» utilizados en Vida. En cambio, en el éxtasis le interesará mucho más su contenido, el hecho de gracia.

La clave literaria de lectura

De menos importancia que la base autobiográfica, pero todavía de gran interés para la lectura del texto teresiano, es el recurso a la imaginería simbólica para hablarnos del éxtasis.

Ya en capítulos anteriores nos ha asegurado Teresa que la experiencia extática se sitúa más allá de nuestras ordinarias experiencias empíricas. Y que por eso es inefable. Que no hay palabras adecuadas para decirla a quienes no han tenido esa misma experiencia. De ahí el repliegue sobre otros recursos expresivos. Ante todo, los símbolos. Y luego, el tapiz de imágenes literarias combinadas o sobrepuestas. Estas últimas abundan en nuestro texto. Tratemos de hilvanarlas. Son utensilio privilegiado de la pedagogía teresiana. Fijar la atención en ellas ayudará sin duda al lector. Helas aquí una a una:

– Ya hemos notado la imagen del «jayán fuerte», utilizada en Vida. En las Moradas es más expresiva. El éxtasis es un episodio de amor y de fuerza entre Dios y el alma: Él, «nuestro gran gigante poderoso»; el alma, leve como una paja en manos de aquel, «no hace más que hace una paja cuando la levanta el ámbar, si lo habéis mirado, y dejarse en manos de quien tan poderoso es… Y porque dije de la paja, es cierto así, que con la facilidad que un gran gigante puede arrebatar una paja, este nuestro gran gigante y poderoso arrebata el espíritu» (n. 2).

– No es menos plástica la imagen del mar y la nave. Teresa había contemplado lo del ámbar y la paja («lo habéis mirado?», dice al lector). En cambio, ella nunca ha vista el mar. Pero cuando escribe las moradas son recientes los relatos que le ha hecho Teresita de la travesía del océano, relatos que ella ha escuchado con estupor. Ahora se sirve de esa imagen para obtener un condensado descriptivo del éxtasis. El éxtasis es como el episodio de la barca levantada por las olas del océano. El océano es él («este gran Dios que detiene los manantiales de las aguas y no deja salir el mar de sus términos»). La nave y el piloto son el alma: «Aquí (en el éxtasis) desató este gran Dios… los manantiales… y con un ímpetu grande se levanta una ola tan poderosa, que sube a lo alto esta navecica de nuestra alma. Y así como no puede una nave, ni es poderoso el piloto ni todos los que la gobiernan, para que las olas, si vienen con furia, la dejen estar adonde quieren, muy menos puede lo interior del alma detenerse en donde quiere, ni hacer que sus sentidos y potencias hagan más de lo que les tienen mandado, que lo exterior no se hace aquí caso de ello» (n. 3).

– La imagen del viaje a otra región. El éxtasis sería… como un viaje a la región de la luz. Viaja el alma, dejando aparcado el cuerpo: «Verdaderamente, parece sale del cuerpo… Parécele que toda junta ha estado en otra región muy diferente de esta en que vivimos, adonde se le muestra otra luz tan diferente de la de acá, que si toda su vida ella la estuviera fabricando, junta con otras cosas, fuera imposible alcanzarlas…» (n. 7). Casi a renglón seguido, Teresa ampliará ese símil con la imagen del sol y sus rayos, según la cual en el éxtasis no será exactamente el alma la que emprende ese viaje a la región de la luz, sino la porción más fina de alla: el espíritu, o «la parte superior (que sale) sobre sí misma» (n. 9). Y todavía volverá sobre la imagen del viaje a la región de la luz para añadirle un toque bíblico: de vuelta del viaje, le «parece que le ha querido el Señor mostrar algo de la tierra adonde ha de ir, como llevaron señas los que enviaron a la tierra dé promisión los del pueblo de Israel, para que pase los trabajos de este camino tan trabajoso, sabiendo adónde ha de ir a descansar» (n. 9).

– La imagen bélica, desde dentro del símbolo del «castillo». El éxtasis es un ímpetu extremo por rebasar el castillo: «Lo que es verdad, es que con la presteza que sale la pelota de un arcabuz cuando le ponen el fuego, se levanta en lo interior un vuelo (que yo no sé otro nombre que le poner), que aunque no hace ruido, hace movimiento tan claro, que no puede ser antojo en ninguna manera; y muy fuera de sí misma –a todo lo que puede entender–, se le muestran grandes cosas…» (n. 9). Por tanto, hay parecidos y desparecidos entre el éxtasis de Teresa y el símil bélico. Sí, el éxtasis es «un vuelo desde lo interior», como el producido por el fuego del arcabuz; pero en el éxtasis es «sin ruido», con «claro» movimiento del espíritu.

– Por fin, la imagen nupcial. Más que el éxtasis mismo, son su contenido y sus dejos las preciosas «joyas que comienza el Esposo a dar a su esposa, y son de tanto valor, que no las pondrá (ella) a mal recaudo; que así quedan esculpidas en la memoria estas vistas, que creo es imposible olvidarlas, hasta que las goce para siempre» (n. 11). Joyas que «quedan esculpidas en la memoria», como en un anillo de prometida, «hasta que las goce para siempre»: es decir, en el éxtasis hay algo de preludio y anticipo de lo celeste y definitivo.

– Más difuminada, pero más presente en la mente de la autora, está una postrera imagen. No literaria sino bíblica. Es la evocación de san Pablo y de su rapto al cielo. Imagen tendida como telón de fondo en el relato. Sirve de punto de referencia para la confrontación entre los dos místicos, el Apóstol y la autora. Como Pablo, también Teresa se pregunta si lo que pasa en el éxtasis le ocurre al alma en el cuerpo, o momentáneamente liberada de él. Ella tiene la sensación de que «verdaderamente parece sale el alma del cuerpo; y por otra parte claro está que no queda esta persona muerta. Al menos ella (Teresa) «no puede decir si está en el cuerpo o si no, por algunos instantes» (n. 7). Y de nuevo: «Si todo esto pasa estando en el cuerpo, o no, yo no lo sabré decir. Al menos, ni juraría que está en el cuerpo ni tampoco que está el cuerpo sin alma» (n. 8).

En su relato a los de Corinto, tampoco Pablo sabía «si en el cuerpo o fuera de él». Lo que sí sabía es que había regresado del rapto con un lote de cosas vistas y oídas, de carácter inenarrable. También Teresa insistirá es ese dato. Ella habla de «un conocimiento admirable, que yo no sabré decir» (n. 8). Es precisamente la entraña del éxtasis, su verdadera razón de ser. Veámoslo.

El éxtasis por dentro: su contenido de gracia

En las descripciones del éxtasis, tanto en Vida como aquí en el Castillo, Teresa distingue tres planos:

– El fenómeno somático: lo que pasa en el cuerpo. Y un poco más allá del cuerpo, lo que ocurre en las funciones anímicas: sentir, estar o no estar consciente y presente a lo de fuera, el fluir de la propia vida, la alteración de lo que ella llama «potencias», que se «suspenden» y cesan de actuar, para dar paso a otro flujo de entender, amar y desear…

– El contenido del éxtasis: lo que ocurre en ese «más allá» de lo sensorial y empírico. Qué hace o qué recibe el espíritu, ahora más alerta que nunca, más receptivo que nunca, inundado por una luz que viene sobre él y que procede de una región inalcanzable…

– Y por fin, un tercer plano, como la cola radiante del cometa. Lo que el éxtasis deja en pos de sí, en el recipiente del espíritu que ha sido surcado o hendido por él. Tanto en el plano ético de la conducta, como en el meramente psicológico; en el espesor de la experiencia humana adquirida de pronto; en la construcción y no debilitación de la persona en su «yo» monolítico y en su «yo» relacional.

Recojamos alguno de los datos ofrecidos por la autora a propósito del plano segundo, el de los contenidos: lo aportado por el éxtasis al extático.

Notemos, ante todo, un detalle. Teresa, al hacer el balance de sus haberes personales (noéticos, afectivos, energéticos…), distingue netamente entre lo que ella hace y obtiene, y lo que ella recibe porque se lo dan y se lo encuentra en el recipiente de su ser y de su vida.

Todo lo del éxtasis se sitúa, según ella, en este segundo plano: pertenece al orden de lo que se recibe sin haberlo hecho. Incluso –notémoslo– sin haberlo merecido. E implica una especial interrelación de personas: el donante y la agraciada. Teresa tiene clara conciencia de la presencia e intervención del Otro en el hecho extático. El éxtasis no es percibido como algo que le pasa a ella de sobresalto y en círculo cerrado. No lo recibe como un regalo en anonimato y sin autor. Al contrario, frente a ella hay Alguien con mayúscula, con poder incuestionable sobre ella, con la incumbencia de lo trascendente. «Gigante o jayán» frente a su ser de «paja». Poderoso como las olas del océano. Mano imparable y donadora. Es precisamente ese aspecto el que decide que el éxtasis sea «gracia». Acontecimiento psicológico pero de orden salvífico. Paso amoroso y poderoso de Dios por el espíritu de una mujer como ella.

Ahí, «las joyas que comienza el Esposo a dar a su esposa», es decir, los contenidos del éxtasis. El dato más evidente en las descripciones de Teresa es este: que si solo se dieran los fenómenos psicosomáticos, como el quiebro del cuerpo o el rompimiento de las ligaduras entre cuerpo y espíritu, de éxtasis místico no habría nada. Todo quedaría en simple anomalía psicológica.

Los contenidos del éxtasis son fundamentalmente noéticos, afectivos, gozosos y reestructuradores de la persona.

Ante todo, el saber: «Conocimiento admirables», «verdades», «luz» capaz de iluminar la mente con claridad superior a la que se pudiera lograr con el máximo del propio esfuerzo: «Otra luz tan diferente de la de acá, que si toda su vida ella (Teresa) la estuviera fabricando…, fuera imposible alcanzarla. Y acaece que en un instante le enseñan tantas cosas juntas, que en muchos años que trabajara en ordenarlas con su imaginación y pensamiento, no pudiera de mil partes la una» (n. 7).

Luego, la crecida del amor. En Vida lo había expresado ella de forma insuperable: «Crecía en mí un amor tan grande de Dios, que no sabía quién me lo ponía, porque era muy sobrenatural, ni yo lo procuraba. Veíame morir con deseo de ver a Dios, y no sabía adónde había de buscar esta vida, si no era con la muerte» (V 29, 8).

Y finalmente el gozo: el éxtasis es «felicidad», incluso cuando se trata del que Teresa llama éxtasis doloroso.

Pero sin duda la más notable aportación del éxtasis es la que se refiere a la estructuración o edificación de la persona. Sobre el éxtasis del místico recae de lleno la responsabilidad de la pregunta formulada sobre todo por el lector profano: ¿el místico es una personalidad fuerte, o sufre de una psicología reblandecida? El éxtasis mismo ¿mortifica (mata) o aporta vida?

En la descripción hecha por Teresa –ya lo hemos visto– queda pendiente como una daga el interrogante de si «en el cuerpo o fuera del cuerpo». Y la afirmación de que si el éxtasis se prolongase, sería imposible seguir viviendo. Como si una sombra de muerte rondase por las cercanías del fenómeno extático.

Pues bien, por tres veces advierte Teresa que «es menester ánimo» para someterse a esa espiral, y que Dios lo infunde. Es decir, que el éxtasis mismo es crisol que da nuevo temple a la persona. Y que deja «esculpida la memoria» para vivir sin olvidar.

Al final del capítulo puntualizará las tres «operaciones de paz, sosiego y aprovechamiento» que forman parte de esa incisión «esculpida»: el éxtasis induce una nueva toma de conciencia de la majestad de Dios y de su trascendencia; un nuevo conocimiento de sí mismo; nueva postura relacional de cara a «las cosas de la tierra». Tres planos que, en cierto modo, definen la nueva configuración de la persona, que Teresa tratará de analizar en el capítulo tercero de las moradas finales.

La lectura del capítulo desde la otra ladera

Solo una insinuación, a modo de nota conclusiva. Nosotros hemos leído el texto de Teresa en directo, tratando de identificar nuestra mirada de lectores con la suya de escritora. Nos interesaba llegar a la conclusión: así vio ella su paso por el éxtasis.

La otra mirada viene desde las clínicas neurológicas. Y plantea a Teresa y a sus textos el frío interrogante: tus éxtasis ¿no serían fenómenos de histerismo o bien simples crisis epilépticas?

Hoy, por lo general, se descarta de plano la primera pregunta, tan frecuente y sostenida por ciertos neurólogos del siglo pasado: de histeria, nada en el caso de Teresa. Ni en los episodios de éxtasis ni en la personalidad y salud de la monja abulense.

En cambio, hoy los especialistas de las alteraciones nerviosas vuelven una y otra vez sobre la tesis (que no hipótesis) segunda: que los éxtasis de Teresa serían –en palabras pobres– ataques de epilepsia gozosa, del tipo Dostoiewski y de otros genios. Tesis que se ha extendido a la persona y los poemas de fray Juan de la Cruz. (Cf. T. Alajouanine: «L’expression littéraire de l’extase dans les romans de Dostoiewski et dans les poèmes de saint Jean de la Croix», 1973).

En capítulos anteriores recordábamos el libro de E. García-Albea: «Teresa de Jesús, una ilustre epiléptica (o una explicación epileptogénica de los éxtasis de la Santa)» (Madrid 1995). Estos mismos días, la revista francesa «Epilepsies» ha publicado un estudio del profesor Pierre vercelletto, con el título: «Extase, crises extatiques, à propos de la maladie de Saint Paul et de Sainte Thérèse d’Ávila» (1997, pp. 27-39).

La tesis asentada por el neurólogo español era: no se niega a Teresa la autenticidad de su experiencia mística, pero sus éxtasis, lo mismo que los de san Pablo y de Mahoma, son crisis epilépticas.

La conclusión a que llega el neurólogo francés es casi la misma: que al menos por una vez la temible enfermedad de la epilepsia ha resultado beneficiosa para los dos genios por él estudiados, san Pablo y santa Teresa: en esta última las crisis epilépticas por ella presentadas como éxtasis han servido de soporte a su alto misticismo, «un mis%ticismo cuya sinceridad y autenticidad quedan fuera de toda posible contestación».

¿Qué decir ante esta sorprendente versión de los textos y de los hechos?

Como es obvio, resulta imposible entrar ahora en materia e intentar una respuesta a esas sumarias interpretaciones. A primera vista, resulta poco convincente ese emparejamiento de Teresa con el novelista ruso: él nunca dio a sus estados patológicos una interpretación. Teresa, en cambio, no solo ha distinguido netamente sus enfermedades de sus fenómenos místicos, sino que de estos ha dado una interpretación meticulosa y bien estudiada, radicalmente opuesta a la interpreta%ción patológica que de ella diagnostican sus analistas de hoy.

Desde un punto de vista estrictamente científico, nos limitamos a recordar dos o tres postulados:

1º Que el hecho místico de Teresa es tema interdisciplinar: interesa al teólogo, al historiador y al médico. En cuanto a este último, por esa misma situación interdisciplinar y por razones metodológicas, es imposible dictaminar sobre la naturaleza clínica de los hechos, sin basarse en una seria documentación histórica, cosa que desafortunadamente no suele hacerse en el caso de Teresa.

2º Que en los relatos de Teresa los éxtasis son una especie de fibra en el tejido complejo de su experiencia mística y de su textura psicológica humana. No se los puede descontextualizar. Los éxtasis teresianos contienen frecuentemente clarividencias o previsiones proféticas comprobadas e incontestables. ¿Cómo encajarlas en el marco del ataque epiléptico? Igualmente, en sus éxtasis irrumpe la visión de Cristo presente a su lado, en visión que se estabiliza y dura años, con realismo superior al de la constatación empírica, y prolongada más allá del éxtasis que la provocó. ¿Cómo encajar esa experiencia en el marco del ataque epiléptico? Se ha dicho que las visiones de Teresa sí son auténticamente místicas, mientras que sus éxtasis, en cambio, serían fenómenos clínicos… ¿Es posible una tal disección, casi vivisección, de dos vivencias que mutuamente se implican e interseccionan?

3º Por fin, es cierto que Teresa, en su juventud, fue enferma. Pero en ese periodo clínico no tuvo éxtasis alguno. Sus éxtasis sobrevinieron más tarde. Y cuando surgieron, no solo la hicieron superar definitivamente los traumas de aquella grave enfermedad juvenil, sino que fueron ellos los que confirieron a Teresa robustez, entereza y personalidad inquebrantables, su equilibrio y energía dinámica…, todo a partir de los 45 años, que son el punto de arranque de sus experiencias extáticas. En el fondo, fueron los éxtasis los que le aportaron lucidez mental, fuerza emprendedora, y… salud.

MORADAS SEXTAS Capítulo 4

Comentario de Tomás Álvarez

Santa Teresa nos habla del éxtasis

Fue hacia 1557. Teresa tiene su primer éxtasis en la Encarnación de Ávila. Cuenta unos 42 años de edad. Hace ya tres o cuatro que se ha «convertido» ante un Cristo «muy llagado», que la ha decidido a «poner toda su confianza en Dios» (Vida 9, 3). Pero sigue sin resolver el problema de su afectividad. Es materialmente incapaz de centrar en él su corazón desbordante. Incapaz de liberarse de viejas ataduras y unificar en él esa su afectividad dispersiva.

Desde la oración recurre con toda su alma al Espíritu Santo. Y, de pronto, la sobrecoge «un arrebatamiento tan grande que casi me sacó de mí», escribe ella (Vida 24, 5). Y escucha en lo hondo de su interior una palabra decisiva: «Ya no quiero que tengas conversación con hombres sino con ángeles». «Fue la primera ves que el Señor me hizo esta merced de arrobamientos… A mí me hizo mucho espanto, porque el movimiento del alma fue grande, y muy en el espíritu se me dijeron estas palabras» (ib.).

Pero esas palabras sanaron de raíz y definitivamente su debilidad afectiva y la dejaron limpia y lista para eso que luego –en las Moradas– llamará ella «desposorio del alma con Dios». A esa altura de recuerdos y vivencias regresará, a distancia de veinte años (1557-1577), cuando aborde, en plan estrictamente doctrinal, el tema del éxtasis en el presente pasaje de las Moradas.

Para el lector de hoy ese singular vocablo, de remoto origen griego (éstasi, escribe Teresa), desata inevitablemente resonancias y recelos nuevos, imprevisibles en la pluma y en la mente de la Santa. Resonancias distónicas, que nos llegan desde el vocabulario y el mundo de la droga. Y recelos serios (científicos) de parte de teólogos y psicólogos, por culpa del morbo y la curiosidad frívola que esa palabra despierta en ciertas franjas del mundillo religioso.

Por eso mismo, al lector no familiarizado con los textos teresianos se le impone una actitud de fondo: sobrio y sumo respeto ante estas páginas de la Santa. Radical conjuro del morbo de frivolidad y curiosidad. Esas páginas de Teresa son, quizás, las que más directamente acercan al lector a la zona de lo sobrenatural: paso del Espíritu de Dios por el espacio humano. Nos hacen recordar la célebre actitud del teólogo coetáneo de Teresa, el dominico Domingo Báñez, que cuando ella entra en éxtasis mientras él imparte al grupo de monjas de San José su lección sobre la Trinidad, interrumpe la plática, descubre la cabeza, queda en silencio y adora al Espíritu de Dios que pasa por ella.

Con todo y en fuerza del inevitable desplazamiento de vocablos, desde el plano místico en que se mueve la pluma de Teresa al plano profano del «éxtasis» en el vocabulario de hoy, comencemos por definir la terminología de la Santa.

Ese léxico: éxtasis, arrobamiento, rapto, suspensión

Al afrontar Teresa por primera vez el tema doctrinal del éxtasis (Vida 20, 1), comienza intentando apurar conceptos: «Querría (yo) saber declarar con el favor de Dios la diferencia que hay de unión a arrobamiento o elevamiento o vuelo que llaman de espíritu, o arrebatamiento, que todo es uno. Digo que estos diferentes nombres todo es una cosa. Y también se llama éxtasis…».

Ahora, en estas moradas sextas, al titular el capítulo en que ha de afrontar el tema, vuelve sobre ese pluralismo lexical. Rotula así el capítulo: «Trata de cuando suspende Dios el alma en oración con arrobamiento o éxtasis o rapto, que todo es uno a mi parecer…».

Poco antes de redactar el presente capítulo de las Moradas, al escribir en Sevilla la Relación 5a para los asesores de la Inquisición hispalense (1576), puntualizaba sus preferencias lexicales así: «Arrobamiento y suspensión, a mi parecer, todo es uno, sino que yo acostumbro a decir «suspensión», por no decir «arrobamiento», que espanta…» (n. 7).

Como se ve, el vocabulario de Teresa, en este preciso tema, es rico y variado de matices: éxtasis, arrebatamiento, rapto, arrobamiento, elevamiento, vuelo de espíritu, suspensión. Conjunto de términos que se aclaran entre sí. Solo tres de ellos tienen abolengo bíblico: éxtasis, rapto («rapto» de Pablo al paraíso: 2Co 12. 4), y «arrebatar/arrebatado» («Pablo fue arrebatado hasta el tercer cielo»: ib).

Los cuatro restantes –arrobamiento, suspensión, vuelo, elevamiento– reflejan el lenguaje popular de la Santa o sus lecturas de los espirituales castellanos de aquel siglo. De momento, centremos la atención en un solo vocablo: «éxtasis».

Para el lector o el hablante de hoy, lo define así el Diccionario de la Real Academia Española, acepción 2a: «Estado del alma, caracterizado por cierta unión mística con Dios mediante la contemplación y el amor, y exteriormente por la suspensión mayor o menor del ejercicio de los sentidos».

Para el lector o el hablante castellano coetáneo de Teresa, lo definía así el más famoso diccionario de la época: «Éxtasis es un arrebatamiento de espíritu que dexa al hombre fuera de todo sentido, o por fuerza de alguna vehemente imaginación o por alguna súbita mudanza de un placer repentino o no temido pesar; y como dice san Dionisio, sucede algunas veces a los muy contemplativos o santos, y otras lo fingen los muy grandes vellacos hipocritones y algunas mujercillas invencioneras que se arroban. Desta gente han castigado a muchos, con que se han enmendado los demás, y así no los creen tan fácilmente» (Cobarruvias, Tesoro de la lengua…, p.576).

A Teresa misma quizá se lo definiera fray Juan de la Cruz: «Preguntado una vez el venerable padre fray Juan de la Cruz cómo se arrobaba uno, respondió que negando su voluntad y haciendo la de Dios, porque éxtasis no es otra cosa que un salir el alma de sí y arrebatarse en Dios, y esto hacía el que obedecía…» (BMC 13, p. 248).

Es obvio que a santa Teresa no le podemos formular una pregunta pareja a esa de fray Juan, porque hacer definiciones no es lo suyo. Pero sí podemos condensar en breves trazos lo que ella piensa acerca del «éxtasis místico», especialmente del experimentado por ella. Podríamos resumir su pensamiento así. Extasis es:

         – Ante todo una gracia santificadora, que prepara el espíritu humano a la unión con Dios;

         – Gracia cuyo contenido de amor, de conocimiento divino, de gozo o dolor… rebasa la capacidad funcional de nuestras potencias y sentidos: desborda «nuestro natural», dice la Santa; y desata una intensa actividad más allá de ellos, en el puro espíritu humano, frente al Espíritu divino;

         – Y que en el ámbito corporal produce una atenuación o incluso una extinción de la actividad psicosomática, con posible pérdida del sentido;

         – Pero con excepcional repercusión en la conducta y en la personalidad del agraciado.

Es decir, según Teresa el éxtasis abarca esos cuatro planos: el teológico sobrenatural (gracia que se infunde), el psicológico (amor, gozo, luz…), el somático (suspensión de sensaciones), y el ético práctico (reforzamiento de la personalidad, liberación y elevación de la conducta).

Hagamos ahora el recorrido del capítulo

La autora comienza advirtiendo la cercanía del desenlace en el drama del castillo interior. Se está llegando a las moradas centrales, que son las terminales. El éxtasis es presagio y preludio de la gracia nupcial de las moradas séptimas. «¿Qué sosiego puede tener la pobre mariposica? Todo es para más desear gozar del Esposo. Y Su Majestad, como quien conoce nuestra flaqueza, la va habilitando con estas cosas y otras muchas (= los éxtasis), para que tenga ánimo de juntarse con tan gran Señor» (n. 1: comienzo del capítulo).

Hay dos maneras de éxtasis. En el presente capítulo Teresa tratará solo de una de ellas, la primera. Podemos identificarlas, sirviéndonos de la moderna terminología de los teólogos, que distinguen entre «énstasis» y «éxtasis». Énstasis es el producido «desde lo hondo del alma» (n. 3), por atracción hacia un centro interior que está más allá de ella misma y que produce esa especie de imparable movimiento centrípeta. Éxtasis, «vuelo del espíritu lo llamo yo» (c. 5, n. 1), es la salida de sí mismo, atraído por Dios, que es capaz de elevar el espíritu humano como «una paja cuando la levanta el ámbar» (c. 5, n. 2): así «este nuestro gran gigante y poderoso arrebata el espíritu» (ib.).

Para describir el éxtasis en el presente capítulo, Teresa recurrirá a una copiosa y fascinadora imaginería: – desasosiego de la mariposa en vuelo libre (n. 1); –audacia, como una mujer pobre que osa «desposarse con el rey» (n. 2); – éxtasis, centella que pone fuego al ave fénix del espíritu, para limpiarla a fuego y hacerla renacer de sus cenizas (n. 3); – evocación de las simbólicas figuras bíblicas de Jacob y la escala que llega al cielo (n. 6) y Moisés ante la zarza incombustible (n. 7); – ingreso en el camarín de tesoros regios y ofuscación ante su variedad y belleza, camarín en el cielo empíreo del alma (n. 8); – acercamiento a la morada secreta del castillo, cerradas todas las puertas de acceso (nn. 9 y 13); – nueva evocación bíblica, identificación del alma con la esposa de los Cantares, en búsqueda anhelante del Esposo «por barrios y plazas» (n. 10); – en espera de la luz, como «el ciego que sanó nuestro Esposo» (n. 11)…

Teresa habla del éxtasis a cierta distancia, con mirada retrospectiva que le permite realismo testifical y perspectiva doctrinal. Los éxtasis de ella son ya historia pasada. Al entrar en la fase de las séptimas moradas –desde las cuales está haciendo ahora su relato–, los éxtasis han cesado. Pero el recuerdo de lo vivido es indeleble. Por eso evoca una y otra vez la exposición que hizo del tema hace más de doce años en el Libro de la Vida, que ahora sigue preso en la Inquisición y que contenía una descripción más vivaz y fulgurante de los éxtasis padecidos por ella en aquellas fechas (Vida cc. 24-31), y un ensayo de codificación doctrinal (ib. cc. 18-21). Hoy el estudioso interesado en conocer a fondo la experiencia y el pensamiento de la Santa deberá leer en díptico esos dos textos de Vida y de Moradas.

Desde dentro del éxtasis

La pregunta crucial que en definitiva le hacen a Teresa lo mismo el teólogo de profesión que el lector de la calle es esta: ¿Entonces, en qué consiste el éxtasis místico? ¿Cuál es la entraña de esa fulgurante experiencia religiosa que llamáis arrobamiento, rapto, éxtasis…?

Antes de escuchar la respuesta, no olvidemos la guasa burlona de alguno de nuestros filósofos frente a los místicos (frente a la mujer mística que es Teresa), cuando están de vuelta de su viaje por el mundo del éxtasis y apenas aciertan a articular un balbuceo de respuesta… (Balbuceo parodiado por nuestro gran Ortega y Gasset!).

Pues sí: lo primero que advierte Teresa es precisamente la dificultad insuperable que tiene el místico para superar la barrera de «inefabilidad» que entraña la singularísima experiencia extática. Por unos momentos, el místico ha sido transportado más allá de las realidades intramundanos. Ha oteado cosas diversas e innombrables. ¿Cómo reconducirlas y contenerlas en nuestro vocabulario del lado de acá….? El místico primero de todos, san Pablo, arrebatado al tercer cielo, vio cosas u «oyó palabras» que, al estar de vuelta, le resultaron «indecibles», «irrepetibles»: «oyó palabras arcanas que un hombre no es capaz de repetir» (2 Cor 12, 4).

Así también Teresa. Balbucea: «No sé si acertaré a decir lo que he entendido…» (n. 2); «¿cómo se puede entender que entiende ese secreto? – Yo no lo sé, ni quizá ninguna criatura…» (n. 4); «no sé si atinaré en lo que digo…» (n. 7); y a una nueva pregunta que ella se formula a sí misma: «Tampoco entiendo eso…» (n. 6). Y terminará el capítulo confesando: «No sé si queda dado algo a entender de qué cosa es arrobamiento, que todo es imposible» (n. 17).

Recojamos simplemente ese «algo», tal como ella lo ha balbuceado en su exposición. Punto por punto. De menos a más:

1º Lo exterior, parcialmente perceptible desde fuera: son las alteraciones en la actividad corporal, con atenuación o suspensión de la sensibilidad. Ni ver ni sentir. Alejamiento del mundo sensible. Suspensión que llega a afectar a las funciones psíquicas, como atender, comunicar con los otros, recordar…, «aunque no está tan sin sentido interior, porque no es como a quien toma un desmayo o paroxismo, que ninguna cosa interior ni exterior entiende» (n. 3). Teresa sabía bien cómo es un «paroxismo fuerte», en prolongado estado de coma: lo había sufrido ostentoso a sus 23 años (Vida 5, 9).

Ya en el relato de Vida, tratando de perfilar ese aspecto fenoménico del éxtasis, había escrito: «Cuando está en arrobamiento el cuerpo está como muerto, sin poder nada de sí muchas veces, y como le toma (el éxtasis), se queda: si en pie, si sentado, si las manos abiertas, si cerradas. Porque aunque pocas veces se pierde el sentido, algunas me ha acaecido a mí perderle del todo, pocas y poco rato. Mas lo ordinario es que se turba y, aunque no puede hacer nada de sí cuanto a lo exterior, no deja de entender y oír como cosa de lejos» (Vida 20, 18). Detalles que repetirá aquí en el n. 13 de nuestro capítulo.

De su rapto al tercer cielo, san Pablo no sabría decir si fue dentro o fuera del cuerpo: «Con cuerpo o sin cuerpo, ¿qué sé yo?, Dios lo sabe» (2 Cor. 12, 4). Es parecido el testimonio de Teresa: «Si esto todo pasa estando en el cuerpo, o no, yo no lo sabré decir; al menos, ni juraría que está en el cuerpo, ni tampoco que está el cuerpo sin alma» (c. 5, 8).

2º Lo interior. Mucho más importante. «Lo que yo entiendo en este caso es que el alma nunca estuvo tan despierta para las cosas de Dios, ni con tan gran luz y conocimiento de Su Majestad. Parecerá imposible, porque si las potencias están tan absortas, que podemos decir que están muertas, y los sentidos lo mismo, ¿cómo se puede entender que entiende ese secreto? Yo no lo sé, ni quizá ninguna criatura, sino el mismo Criador…» (n. 4). No solo conocer, sino amar, gozar y sufrir.

Pero Teresa subraya, ante todo, lo primero: luz, entender verdades, iniciarse en lo secreto de Dios, es el meollo del éxtasis. Si no está henchido de estos contenidos noéticos, Teresa está segura de que no se trata de un éxtasis auténtico: «Yo tengo para mí que si algunas veces no entiende de estos secretos, en los arrobamientos, el alma a quien los ha dado Dios, que no son arrobamientos, sino alguna flaqueza natural, que puede ser (=ocurrir) a personas de flaca complexión, como somos las mujeres…» (n. 9).

Dato importante, insistentemente reiterado. Ya antes había escrito: «Quedan unas verdades en esta alma tan fijas de la grandeza de Dios, que cuando no tuviera fe que le dice quién es y que está obligada a creerle por Dios, le adorara desde aquel punto por tal» (n. 6). Es decir, no hay éxtasis sin experiencia del misterio de Dios. Ahí su núcleo religioso. Ahí la teofanía con que es agraciado el místico. También ahí la nota diferencial respecto de cualquier otro tipo de anomalías psíquicas y estados patógenos: «Flaquezas naturales», ha dicho eufemísticamente ella.

3º Lo trascendente, la gracia originante. El éxtasis místico es el resultado de una interacción entre Dios y el espíritu humano. Teresa no se cansa de reiterar esa novedosa e inefable interacción –Dios-hombre–, sin la cual el éxtasis quedaría en pura evanescencia. Arrobamiento es «que roba Dios toda el alma para sí, y que como a cosa suya propia y ya esposa suya, la va mostrando alguna partecita del reino que ha ganado, por serlo; que, por poca que sea, es todo mucho lo que hay en este gran Dios, y no quiere estorbo de nadie, ni de potencias ni sentidos; sino de presto manda cerrar las puertas de estas moradas todas, y solo en la que él está queda abierta para entrambos» (n. 9).

Esa especie de acercamiento al ámbito de Dios es, en el fondo, la última razón del éxtasis: «Parece que quiere nuestro Señor que todos entiendan que aquel alma es ya suya, que no ha de tocar nadie en ella; en el cuerpo, en la honra, en la hacienda, enhorabuena, que de todo sacará honra para Su Majestad; mas en el alma, eso no…!» (n. 16).

4º Por fin, el eco humano del éxtasis. Es cierto que el acontecimiento religioso profundo se celebra en lo más secreto de la morada que el Señor del castillo tiene reservada para Sí en el alma humana. Pero su repercusión en el cuerpo tiene manifestaciones fenoménicas espectaculares. Es el riesgo del cuadrito teatral. Ahí la reacción humanísima de una mujer como Teresa, pletórica de sentido común: «Cuando esta merced (del éxtasis) les hace (Dios) en secreto, tiénenla por muy grande…; cuando es delante de algunas personas, es tan grande el corrimiento y afrenta (=vergüenza) que les queda, que en alguna manera desembebe el alma de lo que gozó, con la pena y cuidado que les da pensar qué pensarán los que lo han visto…» (n. 16).

Recordará ella a continuación alguno de sus trances de «corrimiento» y humillación, referidos en Vida (31, 12-13), cuando su sonrojo «vino a términos que… de mejor gana me parece me determinara a que me enterraran viva, que…» a dar espectáculo con uno cualquiera de sus arrobamientos incontenibles. «Y así cuando me comenzaron estos grandes recogimientos o arrobamientos a no poder resistirlos en público, quedaba yo después tan corrida, que no quisiera aparecer adonde nadie me viera» (Vida 31, 12).

Para qué el éxtasis

A esta pregunta, tan normal desde nuestra óptica utilitaria, la respuesta de Teresa es clara y perentoria: el éxtasis es para hacer posible «la unión», hito cimero del proceso espiritual. A la Santa le bastan dos o tres pinceladas para hacérnoslo comprensible:

  1. a) El éxtasis no es solo un correctivo de nuestras insuficiencias naturales, sino una superación de nuestro angosto espacio vital y funcional: «Porque nuestro natural es muy tímido y bajo para tan gran cosa (cual es la experiencia de Dios), y tengo por cierto que si no le diese Dios (ánimo y fuerzas)…, sería imposible» (n. 2). Es decir, imposible soportar la cercanía de Dios sin pasar por el fuego del éxtasis: «La saca Dios de sus sentidos, porque si estando en ellos se viese tan cerca de esta gran Majestad, no era posible, por ventura, quedar con vida» (n. 2).
  2. b) Pero el éxtasis es para la persona un crisol de fuego: «¡Oh, cuando el alma torna ya del todo en sí, qué es la confusión que le queda y los deseos tan grandísimos de emplearse en Dios de todas cuantas maneras se quisiere servir de ella! Si de las oraciones pasadas quedan tales efectos…, ¿qué será de una merced tan grande como esta?» (n. 15).
  3. c) Por eso mismo la gracia del éxtasis es pasajera. Meramente preparatoria del sujeto humano para avanzar hacia la plenitud final de las moradas séptimas. Como el fuego del purgatorio para entrar en el cielo (cf. 6M 11, 6). «En esta morada (sexta) son muy continuos los arrobamientos, sin haber remedio de excusarlos» (6M 6, 1). Pero «en llegando el alma (al estado final: moradas séptimas), todos los arrobamientos se le quitan» (7M 3, 12).

Recordémoslo, antes de concluir. Teresa ha tenido el gran acierto de insertar el delicado tema del éxtasis místico en el contexto complejo y progresivo del proceso espiritual, dentro del tejido de la vida mística del creyente. Fuera de este contexto, esa joya no sería evaluable ni siquiera comprensible. Y ella, Teresa, sabe muy bien que la joya es falsificable. Y que es preciso estar alerta para no incurrir ni en frívola curiosidad ni en el truco de la moneda falsa.

MORADAS SEXTAS Capítulo 3

Comentario de Tomás Álvarez

  1. EL MÍSTICO ANTE LA PALABRA DE DIOS

La autora del Castillo entra en zona de experiencia religiosa profunda. Y afronta un argumento místico que automáticamente suscita el recelo del lector moderno. Desde el epígrafe del capítulo, Teresa anuncia que va a «tratar de la manera que habla Dios al alma». Es decir, de lo que luego llamará «hablas de Dios». «Locuciones místicas», decimos nosotros.

Pues bien, pese a nuestros recelos, diríase que la autora del capítulo lo ha pensado y escrito expresamente para el lector de hoy. No ha tenido ella la suerte de leer o asesorarse con psiquiatras y psicólogos, con López Ibor o Vallejo Nágera… Sin embargo, comienza la exposición como si uno de esos especialistas la hubiese alertado, más o menos así:

Madre Teresa, antes de entrar en tema de «hablas místicas», ¿ya sabes que en el paisaje de la psicología moderna es común y corriente toparse con personas que se hablan y se escuchan a sí mismas, o que desde su apartamento del séptimo piso oyen lo que de ellas están hablando en la calle, cuando allá abajo la calle está desierta? Todavía, Madre Teresa, es reciente el impacto producido por un pequeño libro en que lo tuyo se ha catalogado como «egregia epilepsia», se te ha emparentado con la epilepsia de Dostoiewski y de su famoso Idiota, y se te ha puesto en fila con otros grandes presuntos epilépticos de la historia religiosa, que oían palabras de Cristo Jesús o de Alá grande, como por ejemplo Pablo de Tarso o como Mahoma. Y entre las mujeres, se te ha emparejado con la joven aquella de Domrémy, Juana de Arco, que oía músicas y voces, y recibía mensajes para el salvamento de Francia…

De acuerdo o no con esos recelos, Teresa comienza su exposición como si un especialista moderno la hubiera prevenido de todo eso. Lo primero que le advierte al lector es que, efectivamente, hay personas y ella misma las ha conocido, que oyen lo que se imaginan, y que son víctimas tan profundas de su «melancolía» (vocablo en que ella incluye paranoia, neurosis, desdoblamientos de personalidad, depresión profunda…) hasta el extremo de estar irremoviblemente convencidas de que «ven y oyen y entienden», especialmente si son «melancólicas de melancolía profunda».

Al recordarlas y confrontarlas con la experiencia mística que ella quiere exponer, Teresa está bien lejos de ironizar o ridiculizar. Ella las trata de «personas enfermas». No hay que «inquietarlas», ni decirles a quemarropa que lo suyo es melancolía o que es cosa del demonio. Suavemente «quitarles la oración» y «lo más que se pudiere, que no hagan caso de ello». «Oírlas como a personas enfermas, diciéndoles… que no hagan caso de ello, que no es la sustancia para servir a Dios…; porque si les dicen que es melancolía, nunca acabarán, que jurarán que lo ven y lo oyen» (n. 2).

Y a continuación dará criterios para diagnosticar cómo esas personas enfermas están a mil leguas de «lo suyo».

Los dos enfoques

Antes de ceder la palabra a la Santa, situémonos frente al insidioso tema de las hablas místicas. Desde la más elemental metodología se impone la distinción de dos enfoques, no ya posibles, sino reales e irreducibles. El enfoque religioso del creyente o del teólogo. Y el enfoque científico del psiquiatra o del psicólogo.

Para el cristiano de a pie, lo mismo que para el teólogo de profesión, es elemental hablar de «la palabra de Dios». Del hecho histórico de un Dios que interfiere en la historia de los hombres y les habla. Les habla no solo a través de las mediaciones ordinarias (simbólicas) de la belleza de lo creado y de la bondad de las personas, sino abajándose al nivel dialogal humano, utilizando incluso el pobre léxico del hombre. Nos resulta normal la súplica de Samuel: «Habla, Señor, que te escucho», o el prólogo de la carta a los Hebreos: «De mil modos y maneras habló Dios a nuestros padres», o el ritornelo de los viejos profetas: «Esto es oráculo de Yavéh». Y episodios tan plásticos y realistas como el de Pablo, que pregunta: «¿Quién eres?», y se oye decir: «Yo soy Jesús a quien tú persigues».

Todo ello normal y comprensible para el cristiano y para el teólogo desde el presupuesto básico: nuestra religiosidad proviene radicalmente de la Revelación, a través de la palabra y las palabras de Dios, que tuvieron su eslabón terminal en el «logos» por antonomasia que es Cristo Jesús.

El enfoque científico (o pseudocientífico) es diverso. Diríase que diametralmente opuesto. La ciencia, por principio, cierra el ámbito de su saber en el círculo de lo creado y de sus leyes inmanentes. Lo que haya más allá de ese espacio creatural y empírico, o no interesa, o se lo rechaza, o se lo relega al rango de los fenómenos paranormales, hoy no explicables, pero aparcados a un lado, en espera del futuro detective científico que los esclarezca.

Frente a los fenómenos místicos descritos por Teresa de Jesús, lo coherente dentro de ese enfoque es considerarlos como alteraciones patológicas, más o menos reducibles a taras o categorías conocidas, preferentemente a un determinado tipo de epilepsia.

De esta suerte, el tema de las hablas que va a explicarnos la autora del Castillo plantea una disyuntiva de fondo: Dios sí, o Dios no. O mejor, la alternativa de un Dios que es «Dios para los hombres» o un Dios que es «Dios para él solo» y que hay que dejar aparcado más allá de los avatares de la vida humana y al margen de la historia religiosa de los hombres. Para Teresa, Dios habla, Dios ama, Dios salva.

Para ella Dios no es un Dios comodín y dicharachero de ocasión. En la historia bíblica, Dios habla en momentos cruciales. Habla a personas selectas, patriarcas, profetas, caudillos, que son las cimas de la cordillera de la historia de salvación. Esas cimas de cordillera no cesan con el último sello del libro del Apocalipsis. Siguen surgiendo en la historia de la Iglesia, también en místicos y profetas selectos: Francisco de Asís, Catalina de Sena, Juana de Arco, Teresa…

Por eso en su texto, Teresa va a colocar al lector frente a dos líneas temáticas. La una, testifical: a ella le ha hablado el Señor y su primera misión es testificarlo. La segunda, teológica y literaria: definir cómo puede ser eso, y asegurar que «esa palabra de él» se diferencia netamente de las alucinaciones de que ha comenzado hablando.

Testigo y profeta

Pasadas esas primeras líneas en que Teresa anticipa sus recelos de fina psicóloga, el impacto que sufre el lector apenas se adentra en la lectura es que aquí no se trata de teorizar. A Teresa le ha pasado eso de que está hablando, y necesita testificarlo. Ella está segura de que allá en las cimas de la vida espiritual hay personas –místicos o profetas– a quienes Dios dirige la palabra. No solo los inspira, sino que los sorprende con su lenguaje divino. Sea por lo que sea, necesita decir que así le ha pasado a ella.

Viene a las mientes el caso de los viejos Profetas del Antiguo Testamento, apremiados por Yavéh a trasmitir su palabra aun a costa de la vida. O el caso de Pablo, que se siente en la necesidad de atestiguar a los de Corinto que él «sabe de un cristiano –Pablo mismo– que fue arrebatado al cielo y que allí oyó palabras irrepetibles», no sabe él si eso le ocurrió estando en el cuerpo o fuera del cuerpo, pero hace exactamente catorce años que le sucedió (2Co 12, 4).

Así a Teresa. Hace quince o dieciséis años que comenzó a ocurrirle. También ella, como Pablo, tiende un velo de anonimato sobre la persona «por quien pasó» (n. 16). Pero en el fondo se propone hacer aquí un duplicado en síntesis del relato autobiográfico escrito en Vida hace doce años, relato que ahora yace secuestrado en las trastiendas de la Inquisición. Necesita ratificarse en ello con toda la fuerza de quien lleva «esculpidas» en las entrañas las palabras que se le dijeron. Y de las que ella sigue viviendo.

No es el caso de levantar acta ahora de aquella secuencia de palabras. Pero aun corriendo el riesgo de escamotear lo relatado en Vida y Relaciones, recopilemos sumariamente ese historial. Recordemos únicamente las «palabras» más incisivas:

– La primera palabra que Teresa escuchó, irrumpió en su vida como un torbellino y la llenó de estupor. Se preguntaba ella con insistencia por qué «a una como yo» Dios la colma de maravillas, si hay a la vista otras personas inmensamente más santas… (como en el caso del Poverello de Asís, que se pregunta y re-pregunta el «perché a te, Francesco!»: por qué Dios lo ha preferido a él, a un pobre como Francisco!). La respuesta, absolutamente inesperada que sobrecoge a Teresa es esta: «¡Sírveme tú a mí y no te metas en eso!» (Vida 19, 9: como si fuera un eco de las palabras del Resucitado a Pedro al borde del lago). «Fue la primera palabra que entendí hablarme Vos, y así me espantó mucho» (Vida 19, 9).

– Sigue de cerca la palabra más incisiva, una de las que Teresa llevará esculpidas a cincel en sus entrañas: «YO soy» y «Soy todopoderoso». Pero reiterada en los términos evangélicos del Resucitado: «No hayas miedo, Yo soy» (Vida 25, 18). Es el «yo soy» de eficacia obradora y absoluta, que Teresa recordará en el corazón del presente texto de las Moradas (n. 5).

– De nuevo como el Apóstol Pablo, tras el «Yo soy» de Jesús, Teresa escucha una palabra de envío, que le asigna su misión: que funde un Carmelo, «que él, Cristo, andaría con nosotras» (Vida 32, 11: de nuevo, palabras del Resucitado, ahora aplicadas a ella y a su misión de fundadora).

– Y ya en lo más cimero de la vida mística de Teresa, la palabra de alianza de ella con su Señor; pero es su Señor quien la pronuncia: «No hayas miedo, hija, que nadie sea parte para quitarte de mí.. Serás mi esposa desde hoy» (Rel 35).

– Todavía, en las postreras páginas que Teresa escriba, apenas unos meses antes de su muerte, consignará nuevamente la palabra cinceladora de su Señor: «Díjome luego: «Yo soy», y de nuevo: «El mismo soy, no hagas caso de esos fríos, que yo soy la verdadera color»» (Fund. 29, 18; 31, 4. 11).

Lo que está claro en la conciencia y en la memoria de Teresa es que sin esas palabras identificadoras de su Señor, que refrendan la presencia de él en su vida, que le confieren la misión de fundadora o le ratifican la alianza de amor y la eficacia de su ayuda…, sin esas palabras ella y su vida serían absolutamente otras. Sin ellas, Teresa no habría sabido ni una milésima parte de lo que sabe y escribe. «Su Majestad fue siempre mi Maestro». «Muchas cosas de las que escribo… me las decía este mi Maestro celestial» (Vida 12, 6; 39, 8). «Sin ruido de palabras, la está enseñando este Maestro divino» (Vida 25, 2).

Todo eso lo resume ella en una afirmación: «Han sido muchas veces las que el Señor me ha hecho esta merced» (n. 16).

Cómo es el hablar de Dios

El compromiso inicial de Teresa al abrir este capítulo de las Moradas era decirnos «cómo» es el hablar de Dios, cuando él misteriosamente pero con absoluto realismo dice al profeta: «Oráculo de Yavéh».

Recordemos el epígrafe del capítulo: «Trata… de la manera que habla Dios al alma». Casi exactamente como había rotulado el capítulo paralelo de Vida 25: «En que trata el modo y manera como se entienden estas hablas que hace Dios al alma, sin oírse».

Como ya ocurrió a Pablo, Teresa en su intento de explicarlo va a chocar con la barrera de lo inefable. Lo escuchado por Pablo en «el tercer cielo» habían sido «palabras indecibles / inefables». De la propia experiencia dirá Teresa «no sé yo decir cómo». «Dijéronme, sin ver quién, mas bien entendí ser la misma Verdad». «Quedome una verdad de esta divina Verdad que se me representó –sin saber cómo ni qué esculpida, que me hace tener un nuevo acatamiento a Dios, porque da noticia de su majestad y poder de una manera que no se puede decir. Sé entender que es una gran cosa» (Vida 40, nn. 1 y 3).

Obviamente, «palabras» y «hablar» son aquí vocablos inadecuados, tomados de nuestra pobre gramática humana, para trasponerlos a la desmesura de la comunicación entre Dios y el hombre. Las de Dios pueden ser hablas «sin palabras». Se escuchan y entienden «sin oírse».

Pero a la vez hay palabras de él que se formulan «tan en lo íntimo del alma, y parécele (a esta) oír estas palabras con los oídos del alma al mismo Señor y tan en secreto, que la misma manera del entenderlas, con las operaciones (=el efecto) que hace la misma visión, asegura y da certidumbre» (n. 12). Y las hay, en cambio, formuladas «tan en lo exterior, que se oyen con los oídos (del cuerpo)» (n. 1). Lo cual en el fondo quiere decir que el interlocutor divino es quien toma la iniciativa, y él puede a su placer servirse de todos los registros del ser humano para hacerse escuchar: oídos del cuerpo, oídos del alma, y más allá de todo oído o más allá de toda modulación verbal, «sin palabras» o «sin oírse», de espíritu a espíritu, con una emisión de onda que, probablemente, no tiene nada similar en los registros de la comunicación humana. Él es el Señor! Su palabra es luz. Más de una vez Teresa ha reducido el hablar divino a esa imagen de la luz que estalla en el interior del ser humano y lo ilumina (ver, por ejemplo, la Relación 28.)

Ahora, como si Teresa se propusiese definir todas esas modulaciones del hablar divino desde la caja de resonancia que es el oyente humano, comienza distinguiendo los varios niveles de escucha «unas (palabras de Dios) parece vienen de fuera, otras de lo muy interior del alma, otras de lo superior de ella» (n. 1). Pero en los tres casos, lo característico de la palabra de Dios es la irruencia y «el poderío y suavidad» de su palabra cuando «viene sobre el hombre», como se expresan gráficamente los profetas bíblicos. Teresa la describe como irruencia absoluta e incontenible. Como grabación indeleble, «esculpida» en la memoria. Como eficacia transformadora del hombre. «El poderío y señorío que (estas palabras) traen consigo es hablando y obrando» (n. 5). «No pasan de la memoria en muy mucho tiempo y algunas jamás» (n. 7). «De tal manera el Espíritu que habla hace parar todos los otros pensamientos, y advertir a lo que se dice, que en alguna manera me parece –y creo es así– que sería más posible no entender a una persona que hablase muy a voces a otra que oyese muy bien; porque podría no advertir y poner el… entendimiento en otra cosa». Frente a las palabras de él «no se puede hacer: no hay oídos que tapar, ni poder para pensar sino en lo que se le dice, en ninguna manera; porque el que pudo hacer parar el sol por petición de Josué…, puede hacer parar las potencies y todo lo interior, de manera que ve bien el alma que otro mayor Señor gobierna aquel castillo…» (n. 18).

En su historia personal, Teresa está convencida de que a esas palabras-luz debe ella la claridad de su mente. Desde su presente lucidez y luminosidad, está convencida de que, por naturaleza, ella poseía un entendimiento mediocre y «rudo». «Soy tan ignorante y de tan rudo entendimiento, que aunque mucho me lo han querido declarar, no he aún acabado de entender… Que aunque a vuestra merced le parezca que tengo vivo entendimiento, que no le tengo; porque en muchas cosas lo he experimentado» (Vida 28, 6). Ahora, en cambio, está convencida de que toda su luz mental, con el saber que de hecho posee, se la debe a la palabra del Maestro interior. Ya en Vida había afirmado que «no es de mi cabeza, sino que me lo dice este mi Maestro celestial» (39, 8). Es decir, que la palabra interior le ha dilatado el espacio y la magnitud de su saber: porque con una sola palabra de él «se comprende mucho» (n. 15). Al margen de cada palabra suya, «por un modo que yo no sabré decir, se da a entender mucho más de lo que ellas (las palabras) suenan, sin palabras» n. 16).

Cómo discernir la palabra de Dios

Volvemos al problema inicial: cómo distinguir entre anomalía psíquica y gracia mística. Ya lo hemos notado. Mucho antes de que el psicólogo plantee ese interrogante al místico, el místico –Teresa de Jesús en nuestro caso– se lo ha cuestionado expresamente a sí mismo. Cómo distinguir y diagnosticar esos dos flancos laterales y contrapuestos que pueden acompañar la vida común y corriente del individuo o la religiosidad profunda del creyente: de un lado, las alteraciones psíquicas de la mente enferma; del otro, los toques y dones que llegan al hombre religioso desde lo trascendente, por gratuidad amorosa de Dios.

El tema merece capítulo aparte, dada la importancia que Teresa le ha concedido. En él analizaremos «las señales», es decir, la criteriología que Teresa ha aplicado a su caso personal y que luego ha elevado a nivel doctrinal.

  1. EL GRAN PROBLEMA DEL MÍSTICO Y DEL PROFETA:

CÓMO DISCERNIR LA PALABRA DE DIOS

La palabra de Dios es como espada de dos filos. Penetra las entretelas del espíritu humano, como jamás lo ha hecho palabra alguna. Es normal que su irruencia produzca en el hombre un torbellino de desconcierto. Normal también que, alcanzado por ella, el hombre se pregunte «qué es esto»: de dónde y de quién procede esa palabra insólita. Le ocurre así, lo mismo al profeta que al místico. Pablo apóstol, que ha recibido todo su evangelio «por revelación de Jesús» (Ga 1, 11-12), necesita primero retirarse al desierto para sedimentarlo, y luego ir a Jerusalén para confrontarlo una y otra vez (Ef 1, 18) con Pedro, no sea que él esté ofuscado, o «no sea que corra en el vacío» (Ga 2, 2).

Entre los místicos cristianos, pocos o quizá ninguno se haya planteado ese interrogante con tanta insistencia y tan desgarradoramente como Teresa de Jesús.

Recordemos que el capítulo tercero de las moradas sextas afrontaba dos aspectos del problema: primero, el hecho real de la palabra de Dios testificado por Teresa: que él habla al hombre en casos cimeros de la historia de salvación; que ha hablado en el caso de Teresa misma. Y segundo, que hay unos criterios certeros, que permiten discernir la palabra de Dios en la selva de voces y luces que se entrecruzan en las capas profundas del espíritu humano. Es esta segunda la lección que ahora recogemos de la pluma de Teresa: criterios para discernir («señales», dice ella) la palabra de Dios al profeta o al místico.

Precisemos. A Teresa se le ha planteado el interrogante del discernimiento de esos sus fenómenos metapsicológicos, desde tres enfoques diversos:

– Desde el enfoque ético o moralizante: eso que le ocurre ¿es bueno o es malo? Fue el problema que se plantearon –y le plantearon casi obsesivamente sus primeros asesores teólogos, ante la turbulencia producida en el ánimo de Teresa por «las palabras interiores». Y por desgracia –o por fortuna, quién sabe– aquellos moralistas comenzaron respondiendo negativamente: es malo, es diabólico lo que le pasa…

– Desde el enfoque psicológico: hace algo así como un siglo y medio, a las experiencias de Teresa y a sus fulgurantes testimonios escritos se les ha planteado a nivel científico la pregunta: ¿Normal o anormal? Esas hablas que ella oye en sus adentros –lo mismo que las visiones que ella dice ver– desde el punto de vista científico son sin duda alteraciones de la psicología normal. Pero ¿son o no son alucinaciones? Es decir, ¿responden a algo objetivo que rebasa de hecho el casillero de los fenómenos sanos de la psique, o se sitúan en la zona del vacío y de los alucinógenos? Por desgracia –o por fortuna, quién sabe– han sido muchos los psicólogos y psiquiatras que han respondido en redondo: histeria, epilepsia, alucinaciones.

– Desde el punto de vista religioso: para teólogos y metafísicos, es decir, para quienes el factor Dios entra como hipótesis posible en el espacio de los interrogantes que el hombre se pone frente a la propia vida, el discernimiento de esas palabras testificadas por Pablo o por Teresa es, ante todo, un discernimiento religioso de lo trascendente: palabras de Dios ¿sí o no? Cuando decimos «enfoque religioso» o «discernimiento religioso», no abajamos el nivel del problema. Lo elevamos a la altura del filósofo (de H. Bergson, por ejemplo), o a la altura del teólogo (de Karl Rahner y Urs Von Balthasar, por ejemplo), o del profesor universitario que de pronto se ha encontrado en situaciones existenciales similares a las de Teresa (Morente o Frossard, por ejemplo).

Obviamente, el enfoque de Teresa en su texto de las Moradas es este último. A ella le interesa la pregunta religiosa radical: a ella le hablan Dios y Cristo, ¿sí o no? Solo que ella se plantea esa pregunta radical en términos envolventes, que implican los otros dos enfoques. Le interesa saber si lo suyo es bueno o es malo. Incluso si es tan malo que ronda lo satánico. Por eso, en primera instancia, lleva su caso al sacerdote y al sacramento de la penitencia («que por el sacramento de la confesión le daría Dios más luz», escribe ella en Vida 23, 14). Luego, le interesa una instancia superior: recurre a los profesores de universidad, para que desde su saber y sus letras le eliminen la hipótesis de la «melancolía profunda» que hace sus trampantojos en la imaginación («melancolía y flaqueza de cabeza», había escrito también en Vida 24, 4).

Ultimo detalle: recordemos que Teresa no se plantea nuestro problema en abstracto, como lo haría un manual de teología o de psicología. A ella le interesa su caso personal en vivo. Y cuando lo ha resuelto, le interesa proponer sus criterios de discernimiento para uso y consumo «religioso» de «quienes se vieren en este grado de oración» (Vida 25 título), es decir para quienes viven de hecho experiencias místicas como la suya, personas concretas que ella conoce. Subrayémoslo bien: a ella le interesan más los místicos que los psicólogos; más los que hayan de vivir «eso», que quienes hayan de analizarlo en frío desde otro tipo de óptica. Si bien ella misma evitará excluir de su óptica religiosa un cierto y fino enfoque psicológico. Teresa es mujer atenta a la vida, necesitada de verdad, francamente enemiga de andar en mentira.

Los intentos de discernimiento en escalada

Hemos dicho que pocos místicos a lo largo de la historia se habrán planteado con tanta insistencia como Teresa ese problema del discernimiento. Hagamos una pausa para historiar, al por mayor, la serie de ocasiones en que ella, pluma en mano, va perfilando su criteriología.

Por primera vez se plantea ella el tema del «discernimiento de las hablas místicas» en el capítulo 25 del Libro de la Vida. Lo escribe probablemente en 1565. A sus cincuenta de edad. Han pasado al menos ocho años desde que le ocurre escuchar palabras en su interior. Ese hecho, absolutamente inesperado, le ha creado una situación borrascosa. Sus asesores espirituales han sido implacables. Le han dicho lisa y llanamente que era víctima del demonio. Ser víctima de los embelecos del demonio en esas fechas era asunto de Inquisición. Teresa no se arredra; somete su caso a teólogos selectos, aunque en principio le sean adversos. Entre todos ellos destaca el dominico Pedro Ibáñez, máximo teólogo de la ciudad. Ibáñez elabora dos dictámenes, especie de memoriales en que analiza el caso. El segundo de ellos es un estudio de veinte páginas densas.

Para Ibáñez, hay dos criterios decisivos a favor del origen divino de las palabras y visiones que acontecen en el interior de Teresa: que se le han dicho numerosas palabras de profecía, y todas se han cumplido. Y que las palabras que oye producen en ella un efecto transformador, no solo del rostro, sino de la vida, de la salud, de la fortaleza de ánimo: «Solía ser temerosa; ahora atropella a todos los demonios». Incluso esas palabras tienen una avasalladora expansión de onda, que alcanza e impacta a quienes tratan a la madre Teresa, y les hace cambiar de vida, «y yo soy una de esas personas». Teresa conoce esos dictámenes. Los tendrá presentes al redactar el pasaje de Vida en que afronte el argumento.

El segundo intento ocurre ocho años después: 1573, capítulo 8 de las Fundaciones. El texto de Vida lo había escrito de cara a los teólogos destinatarios del libro. Ahora, en las Fundaciones, afronta el tema de cara a las lectoras del nuevo libro, que son las monjas de sus carmelos. Sabe que en estos hay un número relativamente elevado de contemplativas de abolengo místico que tienen experiencias similares a las suyas: «…si hay una o dos en cada una (de estas casas) que la lleve ahora Dios por meditación, todas las demás llegan a contemplación perfecta… No hay ahora casa que no haya una o dos o tres de estas» (Fund. 4, 8). Sabe también el riesgo que corren esas carmelitas si caen en manos de asesores recelosos o antimísticos. Para ellas, pues, escribe el nuevo texto, en que entabla el diálogo de mística a místicas, interrumpiendo el relato de caminos y fundaciones para dar «algunos avisos para revelaciones y visiones». A nivel estrictamente práctico.

Por tercera vez, en la Relación cuarta: tres años después de escrita la página de Fundaciones, entre 1575 y 1576, casi en vísperas de escribir nuestro texto de las Moradas. «Habrá como 18 años… que comenzó a parecerle que la hablaban interiormente» (ib 2). Teresa ha viajado a Sevilla. Ha sido denunciada a la Inquisición. Ya ha comparecido ante el tribunal de los señores inquisidores. Los ha rendido sin dificultad. Pero la obligan a poner por escrito precisamente eso que a nosotros nos interesa: sus experiencias fuertes («visiones y revelaciones», dice ella), y sus criterios de discernimiento y de conducta. Teresa escribe esa su Relación IV con especial atención. Una vez redactada, y antes de entregarla, vuelve a transcribirla para reservarse copia de lo dicho. Destinatarios inmediatos del escrito son dos asesores de la inquisición sevillana: los jesuitas Rodrigo Álvarez y Enrique Enríquez. Pocas páginas. Pero revisten tono de declaración oficial: Teresa formaliza sus criterios. La declaración será, por decirlo así, la síntesis preparatoria de cuanto escriba uno o dos años después en el libro de las Moradas.

Los tres hitos de su pensamiento

Hagamos ahora el recorrido de esos tres momentos de reflexión teresiana, anteriores a las Moradas: fluir de su pensamiento desde Vida a Fundaciones y a la Relación IV. Ávila 1565, Salamanca 1573, Sevilla 1576.

En el cap. 25 de Vida, a los señores teólogos que tan reciamente dictaminaron en contra de Teresa y de las hablas que ella escucha en su interior («todos se determinaban en que era demonio»: 25, 14), ella les garantiza lo contrario, que esas sus experiencias son «palabra de Dios», y se lo refrenda con una tabla de criterios, a saber:

– El primero, las profecías cumplidas, todas sin excepción, tras anuncio «de dos y tres años antes» (nn. 2 y 7). Ella sabe que ese delicado hilo de los anuncios proféticos se lo habían vigilado y controlado minuciosamente. Uno de sus teólogos censores había tomado nota: «Ninguna cosa le han dicho jamás, que no se haya cumplido. Y esto es grandísimo argumento» (Dictamen de P. Ibáñez).

– El segundo criterio es de calibre netamente teológico: la palabra de Dios es inconfundible en sí misma. Inconfundible por su soberanía, majestad, poderío y eficacia. Es «palabras y obras». Crea lo que dice, y lo graba a cincel en las entrañas de quien la escucha.

– Un tercer criterio, de cariz psicológico: la pasividad receptiva ante la irruencia de esa palabra. La palabra de él llega inesperada, es escuchada, sin ser pensada ni producida por los mecanismos normales del oyente.

– Todavía un criterio ético: la palabra de él es transformadora; a Teresa le ha cambiado la vida; es fuente de bien para el destinatario y para los otros.

– Postrer criterio, frente a la pregunta «¿Y si esas palabras provienen del espíritu del mal, el engañador por antonomasia?». A Teresa se lo han repetido hasta la saciedad. Obsesivamente. Pues bien, según ella, lo de origen diabólico es más fácil de diagnosticar que los posibles trucos de la propia autosugestión: por el mal que lo satánico lleva en sí mismo, porque las suyas son palabras sin la eficacia creadora que caracteriza la palabra de Dios, son palabras sin paz, generadoras de alboroto psicológico, de disgusto, de turbación: «Ninguna blandura dejan en el alma, sino como espantada y con gran disgusto» (nn.10-11).

Más allá de todos esos criterios de discernimiento y como parámetros absolutos de conducta, Teresa propone en firme la coherencia total de la palabra interior con la Palabra de Dios contenida en la Escritura y con la fe de la Iglesia: «La verdad de lo que tiene la Iglesia» (nn. 12-13).

Total cambio de enfoque en el cap. 5 de las Fundaciones: Ahora que no escribe para teólogos sino para sus hermanas, Teresa toca solo de refilón la serie de criterios enunciados en Vida 25, y pasa a otro problema de fondo, el de la conducta del místico o del profeta: ¿qué hacer ante la voz interior?, ¿qué hacer especialmente cuando la voz interior imparte órdenes o dicta profecías? A Teresa le habían impuesto la norma tajante: «Resistir!» Pues bien, no es ese su parecer. Pero formula, en cambio, una respuesta sorpresiva: jamás hacer nada, jamás secundar el dictado interior, sin que medie el refrendo de un tercero competente, confesor o teólogo.

Consigna sorprendente en una carismática como Teresa, absolutamente convencida del origen divino de lo que escucha. Para ella, esas palabras interiores necesitan ser discernidas desde fuera, por alguien diverso de quien las recibe. Válvula de seguridad. La experiencia mística que introduce al creyente en la órbita de Dios, no lo arrebata y traslada a un islote aparte, lo mantiene inserto en el tejido del consorcio humano. La palabra de él lo remite inexorablemente al diálogo con los hombres.

En el breve texto de la Relación IV, Teresa ampliará y clarificará esa sorprendente consigna. Aquí, de cara a los inquisidores, su radical punto de mira es que el «místico-carismático» en última instancia no se discierne a sí mismo, sino que tiene que dejarse discernir por la Igle%sia. En nuestro léxico de hoy, lo resumiríamos en la fórmula: ni superioridad ni conflicto entre carisma e institución (entre carisma de la palabra interior e institución eclesial). Al contrario, el carisma –ese concreto carisma de profecía y de soberana voz interior– se subordina a la institución Iglesia.

Por esa razón, en esta Relación IV, Teresa cuenta cómo ella ha sometido su caso (el hecho de «que le hablaban interiormente algunas veces»: n. 2), primero a una serie de maestros espirituales, no menos de diez mencionados por su nombre; luego, a otra serie de teólogos de profesión, también citados por su nombre, para que confrontasen su caso con la verdad de la Escritura Sagrada, y con «lo que tiene la Iglesia», y refrendasen su personal criterio de conducta: «Lo que importa son virtudes»; «jamás hizo (ella misma) cosa por lo que entendía en la oración, antes si le decían sus confesores al contrario, lo hacía luego» (n. 11).

Desconcertante a primera vista. Entre la voz interior y la exterior, esa mística que es Teresa se atiene a la segunda. Cuando ella escribe esa página de la Relación IV en Sevilla, tiene reciente y presente el episodio de Beas (Jaén). No lo cuenta ella, sino Gracián, es decir, el responsable de la «voz exterior». He aquí su relato:

«Yo deseaba que se hiciera monasterio de monjas en Sevilla; ella deseábalo en Madrid… Díjele que lo tratase con Nuestro Señor con muchas veras para que nos diese luz. Y al cabo de tres días que había hecho oración sobre este caso, díjome que ya tenía respuesta clara: que fuese a fundar el monasterio de Madrid. Yo le dije, con todo eso, fuese a fundar a Sevilla; y así, sin réplica ninguna, se aderezaron carros para caminar allá. Preguntele, a cabo de pocos días, si ella sabía que aquel su espíritu era verdadero –como se lo habían certificado los más graves y santos hombres de España–, y ella deseaba hacer la voluntad de Dios, por qué no había replicado. Respondiome sonriéndose: «¿Él no sabe que todas las revelaciones que tengo no me hacen a mí certidumbre de fe que lo manda Dios? ¿Para qué le había de replicar?» Díjele que lo volviese a tratar con el Señor, y veamos qué le decía. Respondiome que le había dicho: «Bien hiciste en obedecer…, mas costaraos grandísimos trabajos»» (Gracián: Escolias).

Así ocurrió de hecho. Teresa morirá sin lograr su anhelo de fundar en Madrid. Y la orden de Gracián les costó caro. No solo a Gracián sino a ella y a cuantas viajaron en los carros camino de Sevilla. Seguía costándoles caro cuando ella, casi dos años después, escribía nuestro capítulo tercero de las moradas sextas.

El balance de criterios en las moradas sextas

Leído a la luz de esas tres jornadas de reflexión plasmadas en Vida, Fundaciones y Relaciones, el texto de las Moradas es una síntesis de todo lo anteriormente expuesto. Nos limitamos a seguir el trazado del capítulo, destacando lo más relevante del pensamiento final de la Santa.

Recordemos que escribe ese pasaje de las Moradas a finales de 1577. Está de nuevo en Ávila, bajo la mirada de fray Juan de la Cruz, que tiene también criterios definidos acerca de todo ese asunto de las palabras interiores: «Palabras sucesivas», «palabras formales», «palabras sustanciales»… Fray Juan no ha formulado aún por escrito su criteriología mística. Pero ha tenido que mojarse en el caso de la madre Teresa, en el suyo propio y en el de no pocos más. Por su parte, ella –la madre Teresa– no escribe al dictado de nadie. Lo hace desde su experiencia y larga reflexión. No hace mucho que la voz interior le ha susurrado: «Ya sabes que te hablo algunas veces: no dejes de escribirlo» (Rel 53).

Así pues, lo escrito en el presente capítulo 3 de las moradas sextas puede cifrarse así:

– Se da por descontado que en el espíritu humano pueden resonar palabras de tres tipos: palabras de Dios, palabras de la propia imaginación en desvarío, y palabras diabólicas. Se impone la necesidad de discernir entre el trigo y la cizaña.

– La palabra de origen divino, de por sí no es hermética ni enigmática ni difícil de identificar. Lleva en sí misma el sello de origen. Inconfundible. Viene en majestad y soberanía y poderío. Es obradora y transformadora. Se graba a cincel en el espíritu humano. Su misma soberanía produce en el espíritu de quien la escucha una onda o todo un oleaje de acatamiento y humildad y conciencia de la propia pequeñez creatural ante la magnitud y cercanía de lo divino.

– Como «segunda y tercera señal», Teresa indica la pacificación psicológica y moral del hombre bajo la palabra de Él (n. 6); y el carácter indeleble de la palabra escuchada: «La tercera señal es no pasarse estas palabras de la memoria en mucho tiempo, y algunas jamás…» (n. 7).

– Vuelve a recordar como criterio de sentido común el cumplimiento de la palabra, siempre que esta tenga alcance profético (nn. 8-9).

– Y por fin, la decisiva norma de discernimiento: en última instancia el carismático no se discierne a sí mismo sino dejándose discernir por otro. Teresa lo dictamina así siempre que la palabra interior conlleve una instancia de acción o una irradiación pública: «Si es cosa grave lo que se le dice y que se ha de poner por obra, de sí o de negocios de terceras personas, jamás haga nada, ni le pase por pensamiento, sin parecer de confesor letrado y avisado y siervo de Dios… Hacer otra cosa sino lo dicho y seguirse nadie por su (propio) parecer en esto, téngolo por cosa muy peligrosa; y así, hermanas os amonesto de parte de nuestro Señor que jamás os acaezca» (n. 11).

Como en ocasiones anteriores, la Santa no se limita a formular criterios éticos, psicológicos y teológicos –que también los tiene en cuenta–, sino que tiene de mira la inevitable dimensión eclesial de toda gracia profética o mística. De ahí su consigna de subordinación eclesial del carismático. De ahí la gravedad de esa su amonestación final: «Hermanas, os amonesto de parte de nuestro Señor que jamás os acaezca», es decir, que jamás hagáis otra cosa.

MORADAS SEXTAS Capítulo 2

Comentario de Tomás Álvarez

Llegamos a la región de los deseos

En esa gran parábola que es el castillo de siete moradas, antes de llegar a la última hay que hacer la travesía de una zona poblada de grandes deseos. Deseos que se apoderan de todas las energías del caminante. Deseos de llegar. Deseos de «ver a Dios», no ya como aquellos que tuvo Teresa de niña cuando emprendió la primera fuga acompañada de su hermano Rodrigo. Ahora son deseos como saetas que hieren. Como saetas disparadas desde dentro, desde lo más hondo del castillo. Saetas que «verdaderamente parece que se llevan tras sí las entrañas». Que producen una «herida sabrosa y dulce». Que a veces se convierten en centella incendiaria de todo el castillo del alma. Que convierten al alma en un brasero de aromas finos, capaces de impregnar, una a una, todas las capas de la interioridad. Deseos que van a durar toda la jornada, larguísima, de las «sextas moradas», y que más de una vez van a poner en peligro la vida.

Teresa comienza a diagramar la tensión de los deseos desde este segundo capítulo: es el Señor quien los despierta o los enciende en el alma (título del capítulo). Pero volverá a diagramar su último grado de tensión en el capítulo postrero de las moradas sextas, en que «trata de unos deseos tan grandes e impetuosos, que da Dios al alma de gozarle, que ponen en peligro de perder la vida» (título del cap.).

Desde esta mirilla de los deseos, se nos ofrece una síntesis de la jornada que prepara al místico para el desenlace de su drama interior. En las moradas sextas se entra por el crisol de las purificacio%nes y de la noche (cap. 1). Luego, todo el marco de desarrollo de las mismas se extiende desde los deseos e ímpetus que Dios desata en el castillo (cap. 2), hasta el paroxismo de los deseos en que culminará toda esta jornada: deseos que hieren pero no matan, y que son indispensables para entrar en la morada definitiva del castillo (cap. 11).

Regreso de Teresa a la autobiografía

Lo hemos indicado ya al glosar el capítulo anterior: para hacer el trazado de las moradas finales, Teresa cuenta su propia historia. Aquí, a mitad de la exposición (n. 5) evocará expresamente a «una persona que esto tuvo» y que es –ya lo sabemos– ella misma, discretamente velada de anonimato. A ella ¿qué es lo que le ocurrió?

En la Biblia, para definir a uno de los grandes profetas del destierro, al joven Daniel se le llama «varón de deseos» (Dn 9, 23). También Teresa es «mujer de deseos». «Deseos siempre los tuve grandes» (Vida 13, 6). Cuando, por fin, los deseos emprenden el vuelo y «se levantan» de las cosas de la tierra, ese cuadro psicológico de «mujer deseosa», es presa de otro tipo de deseos: «No sabe qué desee, mas bien entiende que no desea otra cosa sino a Vos» (ib. 16, 5).

Es el momento en que la gavilla de deseos dispersivos, típicos de la psicología polifacética de Teresa, se le concentran para apuntar, con tensión unidireccional, hacia un objetivo concreto: deseo de Cristo o de Dios, deseo de morir por verle («muero porque no muero»), o de vivir para servirle. Desazón de tener deseos «sin obras». Necesidad insaciable de desear más…

Es fácil fijar los hitos salientes de esa jornada de deseos nuevos. Se extiende desde los años en que ella escribe su Vida (1562-1565) hasta el bienio en que se somete al magisterio de fray Juan de la Cruz (1571-1572).

Cuando escribe por segunda vez la Vida, Teresa experimenta «muchas veces… un deseo que no sé cómo se mueve, y desde este deseo, que penetra toda el alma en un punto, se comienza tanto a fatigar, que sube muy sobre sí y de todo lo criado, y pónela Dios tan desierta de todas las cosas, que por mucho que ella trabaje, ninguna que la acompañe le parece hay en la tierra, ni ella querría sino morir en aquella soledad» (Vida 20, 9).

«Yo pienso (que) alguna vez ha de ser el Señor servido –si va adelante (el deseo) como ahora– que se acabe con acabar la vida, que, a mi parecer, bastante es tan gran pena para ello, sino que no lo merezco yo. Toda mi ansia es morirme entonces» (Vida 20, 13).

Es el período en que Teresa se siente en profunda sintonía con santos como san Martín –el hombre que oscilaba entre el deseo de morir por ver a Dios, y el deseo de vivir para servir a los hermanos (Rel 7; Excl 15; 6M 6, 6)–, o como san Pablo, tenso entre el deseo de «morir y verse con Cristo» y el de ser útil a la Iglesia: «Conoce (ella) la razón que tenía san Pablo de suplicar a Dios le librase de esta vida» (Vida 21, 6; Rel 3, 10).

La herida de los deseos

Nosotros hoy, en nuestro lenguaje corriente con asomos de psicologismo, hablamos de trauma, traumático, traumatismo; más bien en sentido negativo. Trauma es una lesión de los tejidos del cuerpo humano, infligida por agentes externos. Trasladado al plano psicológico, trauma es la lesión producida en la psique o en la afectividad o en el subconsciente por una persona o un acontecimiento demoledor. También en sentido negativo.

Los místicos no hablan de trauma sino de «herida». Casi exclusivamente «herida del alma». Así, por ejemplo: «Oh llama de amor viva, / que tiernamente hieres / de mi alma en el más profundo centro…». La herida es imagen y expresión de origen bíblico. Comparece especialmente en dos pasajes clásicos: la cierva herida que va en busca de las aguas (Salmo 41, 2)… Vienen insoslayables al recuerdo los versos de san Juan de la Cruz: «Como ciervo huiste / habiéndome herido…». También santa Teresa evocará a la cierva, cuando ella ha pasado ya la región de los deseos y se ha adentrado en las moradas séptimas: «Aquí se dan las aguas a esta cierva –que va herida– en abundancia» (7M 3, 13).

El otro pasaje bíblico es más hermoso y sugeridor. Es la herida del Esposo, que clama en el Cantar de los Cantares: «Vulnerasti cor meum» (Me has herido el corazón). Como todos los grandes místicos, también santa Teresa se verá precisada a poetizar esa imagen de los Cantares, en el poema de altanería: «Cuando el dulce cazador…»: «Hiriome con una flecha / enherbolada de amor» (poema 3).

Pero la mejor glosa teresiana es, sin duda, la contenida en el presente capítulo de las Moradas. No es el caso de rehacer aquí, malamente, la glosa de su glosa. El lector interesado en ella no puede dispensarse de recorrer pausadamente la primera mitad del capítulo, números 1-7. De antemano subrayamos los datos más destacados de este recorrido:

         – La «mariposica», liberada del capullo de seda, emprende ahora su más alto vuelo, el vuelo de los deseos ardientes.

         – Pero no es ella, sino el Esposo Dios quien se los enciende: «¡Cómo el Esposo se lo hace bien desear!» (desear el encuentro final: n. 1).

         – Ahora los deseos tienen raíz profunda: «Son unos impulsos tan delicados y sutiles, que proceden de lo muy interior del alma» (n. 1), y «la despiertan» (n. 2), de suerte que el alma se siente claramente «llamada de Dios» y «tan llamada» (n. 2).

         – «Siente ser herida sabrosísimamente, mas no atina cómo ni quién la hiere» (n. 2), y «jamás querría ser sana de aquella herida» (n. 2).

         – Ese adjetivo, formulado ahora por primera vez en superlativo adverbial, «sabrosísimamente», se repetirá con cadencia intencionada: la herida produce una «pena sabrosa y dulce» (n. 2), produce «dolor sabroso» (n. 4), «pena sabrosa como esta» (n. 6), «deseo sabroso» (n. 8), «embebecimiento sabroso» (n. 2).

         – Todo lo cual es solamente el preludio o el marco de la herida. Sirve para concentrar la atención en ella.

El hecho real de la herida había sido anunciado –quizás como acontecimiento central de estas moradas– desde la línea primera de ingreso en ellas (cap. 1, n. 1): «Pues vengamos, con el favor del Espíritu Santo, a hablar de la sexta morada, adonde ya el alma queda herida de amor del Esposo». En realidad se trataba de un acontecimiento decisivo en la propia historia de amor. Volvamos pues al panorama autobiográfico de Teresa.

Todos los lectores teresianos conocemos el hecho, tremendo y desconcertante, referido por la Santa al final del capítulo 29 de Vida: la historia del ángel y el dardo y el traspasamiento del corazón. Celebrado en la liturgia con el título de «transverberación». Elogiado por san Juan de la Cruz en su Llama de amor viva (2, 9-13). Plasmado en mármol blanco por Bernini. Y motivador de las más bravías interpretacio%nes neuróticas por parte de ciertos especialistas psiquiatras… Tengo a la vista la inconmensurable interpretación científica (?) del doctor y escritor gallego Roberto Nóvoa Santos, que logra descubrir en el corazón de la Santa conservado en Alba indicios delatores del infarto, percibido por ella como dardo del ángel… Diagnóstico que haría sonreír a otro gran doctor, coetáneo del escritor gallego, el Dr. Gregorio Marañón.

Para una lectura objetiva y libre de prejuicios, lo lógico sería incorporar al presente pasaje de las Moradas el párrafo íntegro de Vida (29, 13), con el colofón que allí mismo le agregó la Santa: «Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a Su Bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento».

El acontecimiento de la transverberación del corazón de Teresa fue tan reiterado e incisivo en el tejido de la experiencia mística de la Santa, que volvió a referirlo varias veces antes y después de resituarlo en las Moradas. Por menos conocida y más sobria, reproduzcamos aquí la descripción de la herida hecha por ella en la Relación quinta, un par de años antes de escribir el presente pasaje de las Moradas. Dice así:

«Otra manera harto ordinaria de oración es una manera de herida, que parece al alma como si una saeta la metiesen por el corazón, o por ella misma. Así causa un dolor grande que hace quejar, y tan sabroso, que nunca querría le faltase. Este dolor no es en el sentido, ni tampoco es llaga material, sino en lo interior del alma, sin que parezca dolor corporal; sino que, como no se puede dar a entender sino por comparaciones, pónense estas groseras, que para lo que ello es lo son, mas no sé yo decirlo de otra suerte. Por eso, no son estas cosas para escribir ni decir, porque es imposible entenderlo sino quien lo ha experimentado… Porque las penas del espíritu son diferentísimas de las de acá» (Rel 5, 17).

No son cosas para escribir ni decir

La herida es «inefable». «Inefable» quiere decir irreducible al envase de nuestras palabras comunes y corrientes. La herida es «inefable» como toda la experiencia mística. Por eso Teresa, como hará después fray Juan de la Cruz, recurre a la ayuda de los símbolos para decir algo de lo indecible…

En ocasiones, el símbolo es todo de una pieza, como la parábola del hijo pródigo, o como la noche de fray Juan de la Cruz o el castillo interior de Teresa. Otras veces, el símbolo es el resultado de una constelación de imágenes que se entrecruzan, se transforman e iluminan recíprocamente.

Ese es el tipo de simbolismo desplegado por la Santa en el presente capítulo para acercarnos a la inefable región de los deseos de Dios en que ella se mueve. Los suyos son deseos como saetas, o como relámpagos y truenos sin ruido; se instalan en las entrañas del alma; derivan de una llamada de Dios; una llamada que es como «una seña tan cierta, que no se puede dudar» de su origen (n. 3), o como «un silbo» tan penetrativo… que el alma no puede dejarle de oír» (n. 3). Los deseos son «a manera de un cometa que pasa de presto» y deja surcado de fuego el horizonte del alma. Esto último sobre todo: los deseos son brasero de aromas, y llamarada de fuego. «Estaba yo pensando ahora si sería que en este fuego del brasero encendido que es mi Dios saltaba alguna centella y daba en el alma, de manera que se dejaba sentir aquel encendido fuego, y como no era aún bastante para quemarla y él es tan deleitoso, queda con aquella pena y, al tocar, hace aquella operación…» (n. 4). «Paréceme es la mejor comparación que he acertado a decir» (ib).

Así, la combinación de los dos símbolos –de la herida y del fuego– empalma la experiencia profunda de Teresa con la de san Juan de la Cruz. En la Llama de amor viva hablará este de «heridas de fuego», «lámparas de fuego», «cauterio suave y regalada llaga». El exponente teresiano de «sabrosísima» herida, se trueca en fray Juan en herida «que a vida eterna sabe».

La Santa prosigue: es una llama «que no acaba de abrasar al alma, sino ya que se va a encender, muérese la centella y queda con deseo de tornar a padecer aquel doloroso amor que la causa». Ese «no acabarse de abrasar» también pasará al poema de fray Juan, que grita a la llama: «Acaba ya si quieres, rompe la tela…».

En la exposición teresiana es patente el paso de los deseos desde un plano psicológico a otro plano superior. La Teresa de «deseos siempre los tuve grandes», ahora sabe que los «grandes deseos» no los tiene ella de su cosecha, sino que se los dan servidos, y ella los recibe.

Por eso no pierde de mira lo que será la constante tentación de los lectores especializados en lecturas psicologistas, más o menos empeñados en reducir ese plano de los deseos recibidos –reducir la herida y el fuego– al plano inicial de los deseos nativos y los instintos subterráneos y reprimidos de esa «mujer» que es Teresa. Y por eso la Santa termina su capítulo planteándose –antes que los especialistas– el problema del discernimiento y la calibración. No, esos deseos de Dios no son ni «antojo», ni «melancolía», ni fantasía enfermiza, ni manipulación diabólica. Teresa formula unos pocos criterios diferenciales que han dado «seguridad» a su persona y se la darán al lector. «Ya puede ser que yo me engañe, mas hasta oír otras razones a quien lo entienda, siempre estaré en esta (mi) opinión. Y así sé de una persona (ella), harto llena de temor de estos engaños (los trucos recelados por los analistas), que de esta oración (deseos y herida) jamás le pudo tener» (n. 7).

MORADAS SEXTAS Capítulo 1

Comentario de Tomás Álvarez

INTRODUCCIÓN

Período extático y tensión escatológica: el místico vive intensamente las realidades terrestres, pero en vigilante espera del encuentro definitivo con Cristo. Predominio de la vida teologal. Grandes impulsos de amor. Nuevo modo de «sentir los pecados pasados». Cristo presente «por una manera admirable, adonde divino y humano junto es siempre compañía (del alma)». «Heridas de amor». Desposorio místico. El alma queda sellada, en prenda de especial pertenencia a Dios en Cristo Jesús.

El cristiano de las moradas sextas evoca una serie de tipos bíblicos: Jacob y la escala cuyo último peldaño toca el cielo; Moisés y la zarza ardiente, gran teofanía de la divinidad; Pablo arrebatado al tercer cielo; la Samaritana invitada a beber el agua viva; el hijo pródigo ahora entra en el banquete de fiesta; la Magdalena, defendida por Jesús, la esposa de los Cantares… Con una fugaz alusión a la figura trágica de Saúl, que ungido rey «se perdió».

En el umbral de las Sextas Moradas: emoción religiosa

Al entrar Teresa en la exposición de las moradas quintas había tenido un momento de sobrecogimiento. Pluma en mano, se había puesto en oración para invocar al Espíritu Santo: «Enviad, Señor mío, luz del cielo, para que yo pueda dar alguna (luz) a estas vuestras siervas», las lectoras del libro (5M 1, 1).

Había hecho otro tanto al adentrarse en las moradas cuartas del Castillo (4M 1, 1). Ahora, al acercarse a la tierra santa de las moradas sextas, repite el doble gesto: estremecimiento religioso e invocación del Señor de lo alto, «porque si Su Majestad y el Espíritu Santo no menean la pluma…», ella será incapaz de «decir nada», amordazada por la inefabilidad de las cosas que tiene que referir (5M 4, 11).

Importante. El gesto de Teresa no es un recurso o un adorno literario. Es latido irreprimible de su pluma ante el espacio religioso que tiene ante sí. Hablar de él es como entrar en él: exige una actitud de profundo respeto. Escribir de ello es un acto religioso de acercamiento a la zona de lo divino, latente y presente en lo hondo del castillo, en lo hondo del hombre.

Ese gesto es a la vez un aviso de alerta al lector. En las moradas sextas se le van a contar cosas fuera de serie: heridas de amor, éxtasis y otros fenómenos místicos. Incandescentes o fosforescentes. Dependerá de los ojos de quien lea, que mientras la autora adopta ese su emocionado gesto religioso, él no se abandone al curioseo de una lectura superficial que le impida entrar en contacto con el fuego sagrado de esas páginas.

La desmesura de las moradas sextas: ¿por qué?

Las páginas de las moradas sextas rompen de pronto la andadura simétrica y acompasada de la exposición. No solo son las más extensas del libro, sino que ellas solas ocupan más de un tercio de la obra. La Santa les dedica once capítulos de los 27 de que consta el Castillo. Como si, al evocar el período extático de su vida –allá entre los 43 y los 57 de edad–, no tuviera prisa en la exposición e intencionadamente se propusiera abundar y dar vuelos a su pluma.

¿Por qué esa desmesura? ¿Era exigencia autobiográfica o más bien se debía a la espera y exigencia coyuntural de las lectoras destinatarias del libro, de las que poco antes había escrito la Santa que casi «todas llegan a la contemplación perfecta, y algunas van tan adelante, que llegan a arrobamiento» (Fundaciones 4, 8). Porque esos «arrobamientos» y sus aledaños místicos van a ser el argumento de las presentes moradas sextas.

Pero no. Esa aparente desmesura de las moradas sextas tiene otra motivación. Es precisamente en ellas donde Teresa se propone reanudar el tema que había quedado truncado y mal organizado en su primer libro, el de la Vida. Lo había escrito doce años antes, cuando ella misma bogaba a media cota del período extático. Por tanto, sin experimentar ni conocer su entera singladura, y menos aún la función que a esa serie de gracias le corresponde en el proceso místico, como preparación al desenlace final de las moradas séptimas, que tampoco ella conocía al redactar las páginas de Vida.

Por eso precisamente, al enfrentarse ahora con todo ese paisaje de gracias místicas, se propone reordenarlas de sana planta, y describirlas más atildadamente que en el remoto «tratadillo» de las cuatro maneras de regar el huerto del alma. Allí había desdoblado el tema en lo que designó como tercera y cuarta agua. Ahora aquellas dos jornadas las unifica en una sola morada del Castillo, que nosotros podríamos titular: «Período extático del proceso místico».

Ese enfoque de las páginas finales del Castillo (moradas sextas y séptimas, más de la mitad del libro), sugiere al lector una pauta de lectura. Sabemos que al titular la obra en la página inicial, Teresa le concedió honores de «tratado». Por tanto, el Castillo nació con aliento de exposición doctrinal, como un tratado de teología espiritual. Pero teología espiritual de corte y talante teresianos. Como soporte de la exposición doctrinal, la autora cimentó su Castillo sobre una plataforma subyacente de autobiografía personal. A la vez que exposición teológica, el libro debería contener la historia interior de la autora, su currículum espiritual, discretamente camuflado de anonimato.

Pues bien, a partir de ese momento el filón autobiográfico se refuerza y consolida. En realidad, estas moradas sextas son las vividas por Teresa en el castillo de su propia alma. Lo serán igualmente las séptimas, dos espléndidos jirones de su autobiografía, ahora codificados por ella dentro del esquema teológico del libro. Una lectura comprensiva de esas páginas obliga a empalmarlas con los anteriores relatos autobiográficos. Para estas moradas sextas, conectarlas con los respectivos capítulos paralelos de Vida (cc. 16-21 y 23-40). Y para las moradas séptimas, con la Relación 35 y las siguientes… Todo un arsenal de datos de alta vida espiritual. Pero en ninguno de esos escritos la codificación de experiencias místicas ha sido tan perfecta como en estas páginas de las Moradas.

El paisaje de las moradas sextas del Castillo

Antes de abordar la lectura del capítulo primero, concedámonos una pausa de oteo sobre el horizonte de las moradas sextas. Recordemos que desde el punto de vista autobiográfico, cubren un largo tramo de la vida de Teresa. En torno a los quince años de duración. Aproximadamente, desde sus 43 o 44 de edad hasta los 57. Son los años duros de su pugna con los teólogos de Ávila, que se niegan a refrendar la autenticidad de sus vivencias místicas. Los años de la promesa del «libro vivo» y de la transverberación del corazón. Años en que recibe la «misión» de fundadora y se le otorga la gracia de la más fascinante mariofanía. Período de alta tensión interior, de incontenibles ímpetus y deseos, de frecuentes éxtasis y arrobamientos. Es entonces cuando estrena pluma y carisma magisterial: compone el poema «Oh Hermosura que excedéis…», redacta Vida y escribe por dos veces el Camino. Años en que estrena también su papel de líder: funda su primer Carmelo, comienza las correrías de fundadora (Medina, Toledo, Valladolid…), conquista a fray Juan de la Cruz y lo envía a Duruelo, etc.

Será ese el paisaje que deberán reflejar las moradas sextas del libro. No todo ese centón de episodios pasará a las páginas del Castillo, sino solo las vivencias de calado interior que jalonaron la marcha o que marcaron los hitos salientes de esa larga jornada. Podríamos resumirlas así:

– Ante todo, ingreso en la noche; entrada y travesía de una larga escalada de «grandes trabajos» y pruebas purificadoras: capítulo 1;

– Tensión de vida teologal: amplio abanico de gracias y fenómenos místicos de todo tipo: ímpetus, hablas, éxtasis, vuelos de espíritu, visiones…: capítulo 2 y siguientes;

– Función salvadora de la Humanidad de Cristo, frente al peso de los propios pecados pasados: capítulo 7;

– Preludio de las moradas séptimas: «verdad» y «deseos». Dios es la suma Verdad, que coloca al alma en régimen de verdad (cap. 10) y de «unos deseos tan grandes e impetuosos» que ponen en peligro la vida: capítulo 11.

El capítulo primero: la noche de espíritu

Teresa no utiliza ese vocablo técnico de fray Juan de la Cruz, aunque sí conoce el simbolismo espiritual de la Noche. Pero aparte el vocablo y el símbolo, la realidad purificadora de la noche mística (oscuridad, pruebas, cruz…) es el primer dato, primer factor caracterizante de las moradas sextas. Al entrar en ellas, se produce «la herida» definitiva del alma. Es la primera afirmación del capítulo: «Pues vengamos con el favor del Espíritu Santo a hablar en las sextas moradas, adonde el alma ya queda herida del amor del Esposo y procura más lugar para estar sola y quitar todo lo que la pueda estorbar de esta soledad» (n. 1).

«La herida» del alma trae al lector casi inevitablemente una serie de evocaciones: el texto bíblico del Cantar de los Cantares «vulnerasti cor meum»; el maravilloso simbolismo sanjuanista del «ciervo vulnerado» y de «la regalada llaga»; el pasaje de la autobiografía teresiana en que la Santa cuenta la gracia del dardo con que el ángel la hiere el corazón…

De hecho, ya en Vida había contado ella la historia íntima de esa herida. Herida de fuego, producida por una extraña centella de origen divino, o por una saeta hincada en lo más vivo de las entrañas y que deja en pos de sí una «llaga» de la ausencia de Dios. He aquí un breve jirón de esa página autobiográfica:

«No ponemos nosotros la leña, sino que parece que, hecho ya el fuego, de presto nos echan dentro para que nos quememos. No procura el alma que duela esta llaga de la ausencia del Señor, sino hincan una saeta en lo más vivo de las entrañas y corazón, a las veces, que no sabe el alma qué ha ni qué quiere. Bien entiende que quiere a Dios, y que la saeta parece traía hierba para aborrecerse a sí por amor a este Señor, y perdería de buena gana la vida por él. No se puede encarecer ni decir el modo con que llaga Dios al alma, y la grandísima pena que da, que la hace no saber de sí; mas es esta pena tan sabrosa, que no hay deleite en la vida que más contento dé. Siempre querría el alma estar muriendo de este mal… Oh, ¡qué es ver un alma herida!» (Vida 29, 10).

De todo eso hablará de nuevo en los capítulos próximos de estas moradas sextas (c. 2, 2-4, y c. 11) Ahora, sin embargo, en este primero, presentará uno solo de los aspectos de ese fuego de amor, el aspecto doloroso. La incandescencia del amor y de los deseos van a producir un primer efecto abrasador y purificador. Es la gran prueba, inseparable de la experiencia mística profunda. La que san Juan de la Cruz –quizá a la luz del caso de Teresa– describirá como noche del espíritu.

La Santa, aun sintiéndose incapaz de describirla a fondo –«porque es indecible», notará ella–, la propone en un esquema sencillo y trasparente. Se trata, según ella, de una prueba dolorosa y total a que es sometido el místico de forma exhaustiva: desde fuera y desde dentro de sí mismo; en su dinamismo psicológico, obscurecimiento e impotencia interior; en sus relaciones con los demás, total incomprensión y aislamiento; y en su relación con Dios, radical sentimiento de ausencia y desamparo.

Comienza por lo exterior (n. 3): incomprensión y acoso de amigos y asesores de espíritu. Tácitamente, Teresa aludirá al terrible período en que se la tuvo por posesa del demonio, se la privó de la comunión, se la obligó a «no pensar» en Cristo ni en su pasión, incluso a mofarse de la imagen del Señor y hacerle muecas («higas») cada vez que se le apareciese. «Yo sé de una persona que tuvo harto miedo no había de haber quien la confesase, según andaban las cosas…» (n. 4). «Cosas suficientes para quitarme el juicio», comenta ella misma (Vida 28, 18). Pues bien, ahora piensa que por esa zona de total demolición de las apoyaturas humanas tiene que pasar quien haga la travesía de las moradas sextas. Y sin embargo, esa tribulación «exterior» es solo el umbral de la noche.

Lo normal, cree ella, es pasar por el crisol de la enfermedad: «enfermedades gravísimas» (n. 6). No solo del cuerpo. Lo peor y más recio sucede cuando a estas se suman las crisis psicológicas: «porque descomponen lo exterior e interior de manera que aprietan al alma, que no sabe qué hacer de sí, y de muy buena gana tomaría cualquier martirio… (antes) que estos dolores; aunque en tan grandísimo extremo no duran tanto, que en fin no da Dios más de lo que se puede sufrir» (n. 6). También esto es puro recuerdo de su caso personal: «Yo conozco una persona (ella misma), que desde que comenzó el Señor a hacerle esta merced, que ha cuarenta años, no puede decir con verdad que ha estado día sin tener dolores y otras maneras de padecer, de falta de salud corporal, digo, sin otros grandes trabajos» (n. 7).

Por fin, lo más intenso de la noche: la prueba de la fe. Desolación y sequedad en la relación con Dios. Sentimiento de su ausencia, hasta verse precisada a gritar con el salmista: «Dónde está tu Dios», así había anotado en Vida 20, 11. Ahora describe esa situación de alma en tres pinceladas:

– Recuerdo sofocante de los pecados pasados, hasta «pensar que por ellos ha de permitir Dios que sea engañada» (n. 8).

– Sequedades en pleno mar de amor: «Es cosa insufrible, en especial cuando tras estos temores vienen unas sequedades que no parece que jamás se ha acordado de Dios ni se ha de acordar, y que como una persona de quien oyó decir desde lejos es cuando oye hablar de Su Majestad» (n. 8).

– Oscuridad en la mente y confusión en la fe, nubladas ambas por «los desatinos que el demonio le quiere representar…, porque son muchas las cosas que la combaten, con un apretamiento interior de manera tan sentible e intolerable, que yo no sé a qué se pueda comparar sino a los que padecen en el infierno… Está el entendimiento tan oscuro, que no es capaz de ver la verdad… La gracia está tan escondida, que ni aun una centella muy pequeña le parece ver de que tiene amor de Dios ni que le tuvo jamás» (nn. 9-11).

Ese crisol… ¿para qué?

Ya en la Biblia, Yavé es fuego; su acercamiento a Elías, por ejemplo, es torbellino y huracán y terremoto.

Teresa está convencida de que para recibir las joyas que al alma se le han de dar en la vida mística, es indispensable un lavado profundo del espíritu, desarraigándolo de tanta escoria como normalmente lo aqueja. Comenzó el capítulo advirtiéndoselo al lector: aquí, a la altura de las sextas moradas, «ya el alma queda bien determinada a no tomar otro esposo; mas el Esposo no mira a los grandes deseos que tiene de que se haga ya el desposorio, que aún quiere que lo desee más y que le cueste algo Bien que es el mayor de los bienes. Y aunque todo es poco para tan grandísima ganancia, yo os digo, hijas, que no deja de ser menester la muestra y señal que ya tiene de ella, para poderse llevar» (n. 1).

En definitiva, el para qué de la noche es en función de aquilatar los ojos para entrar en la luz del amanecer. Ya en un pasaje paralelo del libro de la Vida (20, 16), había escrito «que en esta pena se purifica el alma, y se labra o purifica como el oro en el crisol, para poder mejor poner los esmaltes de sus dones, y que se purga allí lo que había de estar en purgatorio».

Lo repetirá al final de las moradas sextas: «Oh válgame Dios, Señor, cómo apretáis a vuestros amadores. Mas todo es poco para lo que les dais después. Bien es que lo mucho cueste mucho. Cuánto más que, si es purificar esta alma para que entre en la séptima morada –como los que han de entrar en el cielo se limpian en el purgatorio–, es tan poco este padecer como sería una gota de agua en la mar» (6M 11, 6).

MORADAS QUINTAS Capítulo 4

9 abril 2018

Comentario de Tomás Álvarez

El símbolo nupcial y la vida mística

Antes de leer este capítulo final de las quintas moradas, recordemos algunos datos orientadores:

– El Castillo Interior es un libro místico;

– A la autora le interesan, sobre todo, las etapas finales de la vida espiritual, y testificar en ellas su experiencia de Dios, para que «sea alabado su nombre»;

– Esas etapas finales corresponden, en el libro, a las moradas quintas, sextas y séptimas;

– Y para entrar en esa región del amor y de la experiencia de Dios, Teresa recurre a dos símbolos;

– Al comienzo de las moradas quintas (c. 2), el símbolo del gusano de seda que se transforma en mariposa;

– Al concluir la exposición (c. 4), el símbolo de los símbolos, el del Cantar de los Cantares: el símbolo del amor nupcial;

– Es eminentemente cristológico el primero; cristológico, teologal y trinitario el segundo;

– El primero le sirve para decir cómo en la vida cristiana hay un momento en que estalla y se plenifica la mística bautismal del renacimiento en Cristo;

– El símbolo segundo –apenas esbozado en estas moradas, pero desarrollado en las siguientes– va a preconizar el primado del amor; y sirve a la autora para resaltar uno de los matices diferenciales de la experiencia mística cristiana, como hecho eminentemente interpersonal: profunda simbiosis de amor entre la persona divina y la persona humana.

Al abordar ahora la lectura de este capítulo final de las moradas quintas, el lector va a tener su lugar de cita en ese símbolo esponsal: como si de pronto se desplegase ante él un horizonte nuevo, que solo podrá abarcar con la mirada cuando llegue a la altura de las moradas séptimas del Castillo.

Una pausa previa: escribir no es un idilio

Escribiendo, Teresa se interioriza. La ruta del Castillo conduce a la interioridad. Ahí se convoca al lector: «Entrad, entrad, hijas mías, en lo interior; pasad adelante…» (3M 1, 6). Como si las «afueras» se esfumasen o retrocediesen. Como si para Teresa escribir de esas cosas fuese un idilio.

Es la impresión del lector. Lo que él no se imagina es que mientras ella escribe esas páginas místicas, las «afueras» de su alma crujen bajo el acoso de uno de los más penosos embrollos de su vida. Por eso, al comenzar el capítulo, hace una pausa para susurrárselo al lector. Que no se imagine que la vida mística es algo así como el banquete delicioso de los diálogos de Platón. Hace casi cinco meses que ella ha comenzado su escrito. Ha tenido que interrumpirlo. Ha viajado apresuradamente de Toledo a Ávila. En Ávila lleva tres o cuatro meses sin reanudar la escritura. Ahora, a contrapelo del crudo invierno abulense, a primeros de noviembre, vuelve a la tarea. Con frío y mala salud: «Como la cabeza no está para tornarlo a leer, todo debe ir desbaratado», así lo recela ella.

Aun más dramática es su situación familiar, digamos «socioambiental». A Madrid ha llegado el nuevo Nuncio papal, que es francamente adverso a ella y a su obra. Desde Sevilla han enviado a la Corte un grueso lote de memoriales calumniosos contra su persona, sus monjas, su predilecto padre Gracián. Teresa tiene que escribir al rey para defenderse y defenderlos. Ahí mismo, a dos pasos del Carmelo de San José, las monjas de la Encarnación se han empeñado en reelegirla por priora, y han incurrido –todas cuantas le han dado el voto– en excomunión. Siguen excomulgadas. Desde la Encarnación le llegan los ayes doloridos a través de fray Juan de la Cruz y otros incidentes.

Ella misma «anda tan ruin de la cabeza» (carta a María de San José), que con frecuencia no es capaz de escribir de propia mano, sino que dicta la correspondencia a una de sus monjas. Pese a todo lo cual, tiene que bregar para pasar el Carmelo de San losé –donde reside– a la jurisdicción de la Orden, luchando a brazo partido para obtener el consentimiento del Obispo de Ávila, don Álvaro, y el de sus propias monjas, más adictas al prelado diocesano que al provincial.

Lo inverosímil es cómo en esa barahúnda de las afueras del castillo la pobre escritora logra instalarse en una pausa de calma para reemprender la redacción del escrito. Labor literaria a fondo. De un tirón llega hasta el final del libro. Todo en este mes de noviembre de 1577. Cuando el día 29 data el epílogo, la borrasca en torno se ha encrespado. Esa misma semana es apresado fray Juan de la Cruz y llevado a la cárcel toledana… Y ella volverá a escribir al rey pidiendo ayuda para el santico de fray Juan, etc., etc.

Sí, pero nada de eso filtra un mínimo eco en las páginas del libro. Teresa escribe desde más allá de la borrasca. Instalada en su oasis del «nada te turbe, nada te espante, todo se pasa…».

El símbolo del amor esponsal: «todo es amor con amor»

Precede un momentáneo saludo de despedida a la «mariposica» del precedente símbolo: «Paréceme que estáis con deseo de ver qué se hace esta palomica y adónde asienta, pues queda entendido que no es en gustos espirituales ni en contentos de la tierra; más alto es su vuelo. Y no os puedo satisfacer de este deseo hasta la postrera morada…» (n. 1). Y de pronto se abre paso el nuevo símbolo nupcial. Es preciso cederle la palabra a Teresa:

«Ya tendréis oído muchas veces que se desposa Dios con las almas espiritualmente. ¡Bendita sea su misericordia que tanto se quiere humillar! Y aunque sea grosera comparación, yo no hallo otra que más pueda dar a entender lo que pretendo que el sacramento del matrimonio. Porque aunque de diferente manera, porque en esto que tratamos jamás hay cosa que no sea espiritual (esto corpóreo va muy lejos, y los contentos espirituales que da el Señor y los gustos, al que deben de tener los que se desposan, van mil leguas lo uno de lo otro), porque todo es amor con amor y sus operaciones son limpísimas y tan delicadas y suaves que no hay cómo se decir, mas sabe el Señor muy bien darlas a entender» (n. 3).

Apenas una página más adelante (n. 6), Teresa evocará expresamente las lecturas que se hacen públicamente en la comunidad de San José: «… como lo leemos (en las vidas de los Santos)». Ahora, en cambio, al introducir el símbolo nupcial, lo evocado no son las lecturas y los libros, sino las pláticas y conversaciones: «Ya tendréis oído muchas veces que se desposa Dios con las almas…».

Precisamente por esas fechas ejerce su magisterio en Ávila fray Juan de la Cruz. Él es, sin duda, quien ha hecho oír –y quizá «muchas veces»– la lección del amor esponsal y su predilección por las páginas bíblicas del Cantar de los Cantares. Él y la Madre Teresa han compuesto en competencia poética sendos poemas gemelos sobre lo que pasa «después que muero de amor». Y pocos días después, ya en la cárcel de Toledo, fray Juan recreará el simbolismo esponsal del Cantar bíblico en las estrofas de su Cántico Espiritual.

Todo ello hace sospechar que, al introducir Teresa su símbolo nupcial en el Castillo, estaba a la escucha de fray Juan de la Cruz, quien a su vez empalma con toda la tradición espiritual cristiana, desde  san Pablo y Orígenes, hasta san Bernardo y Ruysbroeck.

Pero la pluma de Teresa da un toque de originalidad al viejo símbolo. También ella se inspira en la Biblia. Para esas fechas ya ha glosado, a su modo, los motivos esponsales del Cantar bíblico en su librito Conceptos del amor de Dios. Pero ella no es biblista. Desde el poema bíblico regresa espontáneamente al realismo de la vida humana, tal como lo conoce en la liturgia del matrimonio («no hallo otra cosa que más pueda dar a entender lo que pretendo que el sacramento del matrimonio»), y en las usanzas de la vida social de su tiempo.

De este último –digamos, del ritual profano– toma la base para articular el símbolo en tres tiempos progresivos: «vistas», «desposorios» y «matrimonio», que corresponderían a las tres etapas finales del proceso espiritual: moradas quintas, sextas y séptimas.

De momento, Teresa se limita a insinuarlas. Ante todo, se apresura a interponer distancias entre el símbolo y lo simbolizado: «Van mil leguas» entre el matrimonio humano y el humano-divino. En este último «jamás hay cosa que no sea espiritual»; «esto corpóreo va muy lejos»; «aquí todo es amor con amor»; «sus operaciones son limpísimas y suaves». A esa desemejanza se debe que, en el fondo, a Teresa le resulta «grosera la comparación». Pero sin que ello signifique repudio: sigue pensando que no hay comparación (símbolo) mejor. Lo veremos más adelante: desde su finura y exquisita sensibilidad femenina y mística, Teresa no sentirá rubor ni titubeo alguno en asumir en toda su hondura y realismo el hecho del amor humano para introducir al lector en el misterio del amor divino.

Los tres tiempos en que se articula el símbolo, Teresa los ilustra así:

1º «Las vistas» (el noviazgo, diríamos hoy) corresponden a un proceso de fe y conocimiento. En el plano social, es necesario que los futuros esposos se conozcan «para que más se satisfagan el uno del otro». En la vertiente de lo simbolizado, se trata de una iluminación no recíproca sino unidireccional: conocerlo a Él. Conocimiento relámpago: «Porque pasa en brevísimo tiempo». Pero novedoso, sapiencial, experiencial: es «un ver el alma, por una manera secreta, quién es este Esposo que ha de tomar». Fulgurante: «En mil años no podría entender lo que aquí entiende en brevísimo tiempo». Y trasformante: esa vista del Esposo «la deja más digna de que se vengan a dar las manos». Es el mismo tema sanjuanista: «Después que me miraste / gracia y hermosura en mí dejaste» (Cántico, estrofa 33).

2º El «desposorio»: es el paso del conocimiento al amor. Por primera vez aparece en el libro la palabra «enamorada»: «Queda el alma tan enamorada, que hace lo que puede por que no se desconcierte este divino desposorio» (n. 6). Vocablo que reaparecerá sola otra vez en el libro (6M 9, 18). También lo utiliza fray Juan de la Cruz en un ver%so maravilloso: «Cuán delicadamente me enamoras». Ella, Teresa, por las fechas en que vivía esa jornada espiritual, se lo aplicaba a sí misma con suma espontaneidad y realismo. Lo cuenta uno de sus teólogos asesores (hacia 1562):

«Yo le pregunté un día (a la madre Teresa) que me dijese cómo gastaba el tiempo, y pensaba yo que tenía algunas horas de oración y que lo demás gastaba en otros ejercicios. Respondiome, cómo yo trataba lo dificultoso…; que no se podía imaginar persona enamorada tanto de otra, y que no se pudiese un punto hallar sin lo que amaba, como ella era con nuestro Señor, consolándose con él, y hablando siempre de él y con él» (BMC 2, 148).

Resumiendo ahora cuanto ha dicho en los tres capítulos anteriores acerca del «estado de unión» a Dios (=vistas), Teresa se limita a subrayar: «Presupuesto que el concierto (entre el alma y Dios) está ya hecho, y que esta alma está muy bien informada cuán bien le está, y determinada a hacer en todo la voluntad de su Esposo de todas cuantas maneras ella viere que le ha de dar contento, y Su Majestad –como quien bien entenderá si es así– lo está de ella, así (le) hace esta misericordia… de juntarla consigo» (n. 4). Subrayemos los términos elegidos por Teresa: concierto de Dios y el alma; información y total determinación de esta; llega por parte de Su Majestad la hora de la misericordia y de la junta con él. Todo ello «por una manera secreta…», que es el ingrediente de toda mística experiencia de lo divino. Ascensión «por la secreta escala disfrazada», escribiría fray Juan de la Cruz

El porqué del símbolo nupcial

¿No es desconcertante este recurso de la escritora mística a materiales de calibre humano, para explicar algo tan divino como es la experiencia de Dios en la plenitud de la vida y de la gracia cristiana?

Sí, desconcertante a primera vista. Desconcertante por partida doble: ¡topar con un símbolo tan friable, tan próximo a lo sexual y erótico, al menos para la mirada y la sensibilidad de nuestra cultura de lectores de hoy…, topar con ese símbolo precisamente en la pluma femenina de una autora tan alertada y refinada como Teresa de Jesús! Y en segundo lugar, ¡topar con él en el corazón de los libros bíblicos y en la secuencia constante de toda la tradición mística cristiana…!

¿Tiene explicación aceptable esa especie de recelo que se alza desde lo recóndito de nuestra sensibilidad de lectores quizá con ojos demasiado erosionados por lo profano? Probablemente la explicación más obvia y la más radical nos viene de la Biblia. Es la misma respuesta que se da a quien pregunta el porqué del poema bíblico del Cantar de los Cantares: Por qué Yavéh es un Dios enamorado de su pueblo. Sencillamente porque «Dios es amor». Es normal que asuma el parámetro y la parábola del amor humano para revelar comprensiblemente –con o sin antropomorfismo– su amor divino.

Y por eso mismo la mística del amor esponsal entre Dios y nosotros es típicamente cristiana. En última instancia, en el régimen de la gracia cristiana, la experiencia suma de Dios no asume las dimensiones de un acontecimiento cósmico, sino que se realiza en la historia humana de la persona. Sí, pasa a través del goce purificado de la belleza diseminada por el Creador en la tierra y en los cielos –sembrados por él «mil gracias derramando»–, pero para culminar en el amor entre las personas, la divina y las humanas. La historia de las moradas secretas del Castillo Interior reitera en cada místico cristiano lo que es en grande la historia de Dios con su pueblo, sintetizada y parabolizada en el poema nupcial.

Centinela en alerta

Teresa recurre de nuevo a la consigna evangélica de la vigilancia. Solo que Jesús imparte la consigna de «alerta en la noche»: no sea que el ladrón sorprenda en la oscuridad al dueño de la casa; o el esposo sorprenda a las doncellas sin luz ni aceite en las lámparas.

Aquí, Teresa se apodera de la consigna de Jesús, para trasladarla de la noche a la plena luz: para la jornada del amor, en plena alborada de la experiencia mística. Es el místico enamorado quien tiene que montar guardia sobre los luceros.

Al lector le coge de sorpresa esta parte final del capítulo: números 5-10. Ese tono patético que la autora imprime de pronto a su palabra: «Almas cristianas, a las que el Señor ha llegado a estos términos, por él os pido que no os descuidéis…» (n. 5). «Yo os digo que he conocido a personas muy encumbradas, y llegar a este estado, y con la gran sutileza y ardid del demonio tornarlas a ganar (el demonio) para sí…» (n. b).

Teresa vuelve a evocar ciertos flecos de su propia historia, bien consciente de que es reiterativa: «Muchas veces lo digo» (n. 6). La última, al concluir las moradas cuartas (4M 3, 10).

La sorpresa del lector deriva probablemente de su visión sesgada de las gracias místicas y de la propia autora, algo que lo llevan a asociar la vida y los estados místicos con la madurez y vigoría espirituales, como si al místico cristiano lo acompañara un misterioso salvavidas o un seguro de gracia para el resto del camino…

Pues no. Para Teresa no hay nada de eso. Al contrario, las cimas conllevan el peligro del vértigo. Y la vida es riesgo. Exige centinela permanente. Tanto en la noche como en plena luz. Con el típico matiz que a ese sentido de riesgo le añade el enamoramiento. Centinela de mística enamorada. Factor diferencial entre la falsa y la genuina mística.

Así interpreta Teresa la aventura humana de los grandes místicos cristianos: san Francisco, santo Domingo, «el padre Ignacio, el que fundó la Compañía, que todos, está claro, recibían mercedes semejantes de Dios», pero «se esforzaron a no perder por su culpa tan divino desposorio» (n. 6).

A la vez, Teresa extiende esa consigna de alerta a todo el espacio de la vida cristiana, a todos los lectores, místicos o no. Lo decisivo, en última instancia, no son las experiencias místicas, sino las virtudes, «en especial el amor de unas a otras, y el deseo de ser tenida por la menor» (n. 9).

En el cifrario espiritual de Teresa, es la prueba del nueve: amor fraterno y humildad evangélica, como en la parábola del banquete regio.

MORADAS QUINTAS Capítulo 3

19 marzo 2018

Comentario de Tomás Álvarez

El amor fraterno. Esperanza para las flores

Teresa ha llegado al capítulo tercero de las moradas quintas. «Continúa la misma materia» –escribe ella en el epígrafe del capítulo–. Es decir, prosigue el delicado tema de «la unión con Dios por amor». Y lo borda, reanudando la alegoría del gusano de seda ya convertido en mariposa. Comienza: «Pues tornemos a nuestra palomica, y veamos algo de lo que Dios (le) da en este estado…».

Palomica, en el léxico popular utilizado por Teresa, es la mariposa recién salida del capullo. Y este estado es la internada en las moradas quintas del castillo. Ahora a la mariposa de la alegoría le toca ir volando de flor en flor y «echar la simiente para que nazcan otras» (n. 1). Porque comienza a ser fecunda y benéfica.

Hay un cuento mejicano que glosa, a su modo, este momento de la alegoría de Teresa. Se titula «Esperanza para las flores». Y cuenta la historia de una pareja de oruguitas –Peluso él, Manchitas ella–, que un buen día descubren su vocación de ser otra cosa más y mejor; deciden no seguir siendo gusanos, se transforman en mariposas, van volando de flor en flor y, casi sin apercibirse, fecundan el cáliz de todas las flores del jardín: ser mariposa se ha convertido en «esperanza para las flores».

Por ahí comienza Teresa su exposición. Al llegar a la altura de las moradas quintas, el morador del castillo –que como veremos puede ser cualquier cristiano– comienza a «ser para los otros»; ya no le basta «recibir» e incorporar en su haber los dones de Dios; los tiene que irradiar.

Y desde ese presupuesto, aparentemente teórico, Teresa no puede menos de evocar su propia historia: «Yo he conocido una persona que le acaecía así…». Esa persona es ella. Le ha acaecido hace muchos años, cuando era joven. Por una especie de atajo y fidelidad a ultranza, había llegado a entrar en esa morada de su castillo. (Lo refiere en Vida cc. 4 y 7). Pero ¡ay!, la suya fue una fidelidad quebradiza. La vivió en una especie de paradoja: mientras ella misma perdía cota, incluso perdía el rumbo, seguía irradiando y empeñándose en ser un elevador de los otros: «Estando muy perdida, gustaba (yo) de que se aprovechasen otros con las mercedes que el Señor me había hecho, y mostrarles el camino de la oración a las que no entendían, e hizo harto provecho, harto» (n. 2). Así, el idilio de la mariposa se tiñe de tonos agridulces.

Al lector le resulta algo paradójico este planteamiento que del tema hace la autora. Paradójico en la apariencia, pero no en la realidad. Atemos cabos. Son tres los hilos del discurso de Teresa. Va a hablarle al lector de una etapa de crecimiento espiritual que lo introduzca en la madurez de creyente adulto. Ese grado de madurez va a poner de relieve la importancia de su relación con los otros –«de amor al prójimo»–, dirá ella. Pero con una pincelada en contraluz: que viva alerta; que para él la vida sigue siendo lucha y riesgo; que las consignas evangélicas de la vigilancia siguen pautando una ineludible dimensión de la vida cristiana. De ahí el regreso de Teresa sobre el realismo de la propia historia (ella no se mantuvo alerta en la noche), y la evocación de los tipos bíblicos del riesgo que sufrieron una especie de vértigo en la altura: Judas y Saúl. Teresa los recordará insistentemente en el libro, porque «el riesgo» acompañará al lector hasta la última morada, y será urgente recordárselo.

Así planteado el tema, ahora a Teresa le importa hablar de esa nueva situación del creyente; de su posibilidad de unión a Dios por amor. O más exactamente, unión a Dios por amor a los hermanos. Veámoslo.

Una propuesta para nosotros, modestos lectores de a pie

Ya en el título del capítulo, Teresa ha anunciado que tratará «de otra manera de unión».

Recordemos que «unión» es vocablo portante, denso de sentido en la pluma de los místicos. Baste recordar la carga de mensaje espiritual que en esa voz deposita fray Juan de la Cruz.

También Teresa es mística. Como tal, posee una visión profunda de la vida cristiana. El seguimiento de Cristo, según ella, tiene su desenlace normal y terminal en una profunda y misteriosa unión con él. «Metamorfosis» radical –nos explicó Teresa en el capítulo anterior–. Efecto de gracias místicas como las que ella ha recibido. Las ha celebrado en su poema «Ya toda me entregué y di, y de tal suerte he trocado…».

Pero ahora, de pronto, advierte que esa suprema experiencia de la unión, tal como se realiza en los místicos, puede parecer un hito excepcional e inasequible al cristiano común y corriente, o al creyente de a pie no dotado de gracias y experiencias místicas. Y no es así. A ella le urge decirle que también él y cualquier cristiano fiel a su vocación están llamados a vivir esa especie de simbiosis de lo humano con lo divino en la unión del hombre con Dios. Se lo explica en tres o cuatro afirmaciones la mar de sencillas.

La primera: que el cristiano llega a «la unión» cuando desde lo hondo de su voluntad «se conforma con la voluntad de Dios», es decir, entra en empatía real con la voluntad salvífica de él. Ocurrirá eso cuando sea capaz de decir, no solo con los labios sino con la vida y los hechos, el «hágase tu voluntad». Ya en el Camino de Perfección había insistido en ello al glosar esa petición del Padrenuestro: lema central y decisivo para que el cristiano se asemeje a Jesús, que siempre hizo la voluntad del Padre.

Segunda: Bien entendido, esa conformidad de voluntad no es un puro y seco acto volitivo ni una receta mágica. Al contrario, es la actuación del amor. Amor a Dios y amor a los hermanos; pero amor con el normal latido del amor humano: sensible y operativo. Teresa nos lo explica reposadamente. La conformidad con la voluntad de Dios no cancela el flujo de vibraciones –entre acordes y discordes– del corazón humano. La conformidad cristiana no consiste en eso que los antiguos llamaron «apázeia» o «ataraxía»: impasibilidad ante las muertes, las desgracias, los desgarros y traumas íntimos difíciles de asimilar. Esa impasibilidad –insinúa Teresa– pudo ser cosa de filósofos… (¿alusión a los estoicos paganos?). Al cristiano seguirán doliéndole tantos acontecimientos adversos de la vida, permitidos o dispuestos por la misteriosa y a veces incomprensible voluntad de Dios. Pero a través de ellos deberá lograr la sumisión del corazón por amor. Corazón macerado, pero anclado en el amor y regido por él.

Tercera: Para la unión se requiere «amor de Dios y de los hermanos», porque el amor es unitivo (en la misma medida en que el odio es repulsivo y disgregante). Pero a cada uno de esos dos amores le corresponde su papel en el proceso de unión: el amor a los hermanos hace de parámetro: «La más cierta señal que hay si guardamos estas dos cosas es guardando bien la del amor del prójimo» (n. 8). Por él conocemos si es verdad o es puro espejismo eso de la unión. Y al amor de Dios (amor a Dios) le corresponde la función de raíz. Para Teresa, en Dios está la fuente del amor humano. («Todos los demás amores dependen de este amor», había escrito ella en Vida 40, 4): «Creo yo que, según es malo nuestro natural, si no es naciendo de raíz del amor de Dios, no llegaremos a tener con perfección el amor del prójimo» (n. 9).

Cuarta: Y ahora sí, Teresa hace un balance entre esta «manera de unión» que ella augura a todo lector, y la otra, la maravillosa unión otorgada a los místicos y de la que ha hablado en los anteriores capítulos de estas moradas quintas. Todo el valor de esta segunda proviene de la primera. Se lo inculca al lector: «Pues yo os digo, y lo diré muchas veces, que cuando lo fuere (cuando fuere auténtico el amor a los hermanos), habéis alcanzado esta merced del Señor (=1a unión verdadera), y ninguna cosa se os dé de esotra unión regalada que queda dicha, que lo que hay de mayor precio en ella es por proceder de esta que ahora digo…» (n. 3). «Esta es la unión que toda mi vida he deseado; esta es la que pido siempre a nuestro Señor, y la que está más clara y segura» (n. 5). Es decir, lo que ella ha anhelado toda su vida es amar a Dios en el amor a los hermanos, para hacer así la voluntad de él.

En el fondo –confesémoslo– resulta sorprendente y confortante escuchar un programa tan humano y tan realista en labios de una mística como Teresa de Jesús.

El lado práctico de esa lección de Teresa

Una cosa que siempre ha preocupado a Teresa ha sido la necesidad de discernir, en el plano espiritual, la moneda falsa de la moneda auténtica. Para ella es tan importante «andar en verdad». Y a la vez es tan pernicioso creerse lo que no se es: «Creer que tenemos una virtud, no la teniendo» (n. 9). «Son grandes los ardides del demonio» por hacernos caer en esa trampa.

Pues la trampa es más grave aun en el caso del amor. Confundir el amor con el sentimiento. Ya en páginas anteriores, la autora había puesto en guardia al lector: «Quizás no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho, porque (el amor) no está en el mayor gusto sino en la mayor determinación» (4M 1, 7).

El gran espejismo que, a esta altura, puede ocurrirle al lector es pensar que tiene verdadero amor a Dios, sin mojarse las manos a fondo en el amor a los hermanos. Es cosa que fácilmente puede ocurrirle al llamado «hombre espiritual» o al especialmente entregado a la oración. Y si le ocurre, es como si contrajese un morbo que automáticamente lo vuelve «espiritualoide» y «falso orante». Teresa, mujer espiritual y alma de oración, conoce casos así, incluso los ha observado y sopesado. Ironiza sobre ellos:

«Yo gusto algunas veces de ver unas almas que, cuando están en oración, les parece querrían ser abatidas y públicamente afrentadas por Dios, y después una falta pequeña encubrirían si pudiesen, o que si no lo han hecho y se la cargan, Dios nos libre… Oh hermanas, ¡cómo se ve claro adónde está de veras el amor del prójimo en algunas de vosotras, y en las que no está con esta perfección! Si entendieseis lo que nos importa esta virtud, no traeríais otro estudio» (n. 10).

Y a continuación escribe una de las páginas más hermosas de su libro, para refrendar lo dicho: que el amor no es sentimiento ni emoción; que no hay ámor sin obras; que, como había explicado en el capítulo séptimo del Camino, el amor verdadero es oblativo, sacrificado, realista, en profunda simbiosis con el amigo o con el Amado. Transcribamos esa página final del capítulo:

«Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido, háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión, y piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, no: obras quiere el Señor, y que si ves una enferma a quien puedes dar algún alivio, no se te dé nada de perder esa devoción y te compadezcas de ella; y si tiene algún dolor, te duela a ti; y si fuere menester lo ayunes porque ella lo coma…: esta es la verdadera unión con su voluntad…» (n. 11).

Y como ocurre siempre que Teresa imparte un consejo práctico, lo redondea con el elevador cristológico: así fue Jesús, así el amor que él nos tuvo: «Forzar vuestra voluntad para que se haga en todo la de las hermanas…; procurar tomar trabajo por quitarle al prójimo, cuando se ofreciere. No penséis que no ha de costar algo… Mirad lo que costó a nuestro Esposo el amor que nos tuvo, que por librarnos de la muerte la murió tan penosa como muerte de cruz» (n. 12).

MORADAS QUINTAS Capítulo 2

19 marzo 2018

Comentario de Tomás Álvarez

El símbolo de la transformación mística

«Metamorfosis» es un vocablo con larga historia en la literatura profana y con versiones equivalentes en la ciencia y en la mística. En la ciencia, la doctrina de la evolución ascendente de la vida y de los vivientes. En la literatura, los mitos de la transformación de árboles en animales, y de hombres en dioses. En la mística (o en la religión), el anhelo profundo del hombre por entrar en la espiral de lo divino: «divinización» en los Padres de la Iglesia, o nirvana en las religiones orientales.

Un resorte secreto, clavado en la entraña del ser humano o de la vida misma, es el que dispara en todas las direcciones ese anhelo cósmico, biológico o religioso, en escalada hacia el cambio en más y mejor.

Teresa de Jesús es un testigo fuerte de ese anhelo. Testigo también de su realización en cristiano. Ella ha vivido, no sin cierto estupor, un proceso de cambio en su propia vida, remodelada por una fuerza superior, más allá del plano biológico, no sin que el paisaje del cosmos se transfigurase en su pupila, pero sobre todo operando una misteriosa reinserción de su persona entera –cuerpo y alma– en la esfera trascendente de la vida de Dios. Metamorfosis mística.

Es lo que ella va a exponer, emocionada, en este capítulo segundo de las moradas quintas, la gran encrucijada del castillo. Lo plantea así:

– En el proceso de crecimiento del cristiano y de su «vida en Cristo», lo normal es que llegue un momento en que se logre la unión del hombre con Dios. «Unión» –ya lo hemos visto en el capítulo anterior– es un vocablo y una realidad de hondo calado en la experiencia del místico. Su expresión suprema es el caso de Jesús: unión de lo humano y lo divino en su persona. En el cristiano ordinario, esa unión modélica realizada en Jesús se va reiterando como una sombra que se esclarece día a día y que tiene su máximo de esplendor en el místico.

– Pero esa unión del hombre con Dios pasa a través de la muerte: una manera de muerte radical a la anterior forma de vida humana, tan arraigada en lo terrestre, tan limitada por el lastre del mal y del pecado. Ese paso por la muerte para llegar a la unión lo expresó fray Juan de la Cruz en una pincelada poética: «Matando, muerte en vida la has trocado».

– Porque ese paso por la muerte es para renacer a otra manera de vivir, con horizonte nuevo, con psicología nueva, con nueva apertura a los trascendente, con insaciable apetencia de más vida en un estadio superior, entrevisto y presagiado desde la unión.

Unión, muerte mística y vida nueva son los tres eslabones de esa cadena. De la unión a Dios, ya nos ha dicho la autora en el capítulo anterior. Ahora hablará de las otras dos.

El símbolo de la transformación: el gusano que renace mariposa

Teresa escribe estas páginas de su Castillo apenas ha regresado de Andalucía. En Andalucía ha conocido de cerca la maravilla del gusano de seda. En su huerto conventual no ha tenido moreras ni gusanos de seda. Pero probablemente le han traído a casa más de un cesto de capullos, ha participado en el hilado de la seda y, sobre todo, ha escuchado la historia del gusano.

Ahora, de pronto, esa historia se le convierte en un símbolo, que le brota y se le crece desde lo hondo de su admiración por el cosmos y por la vida, de su estupor ante «las maravillas y sabiduría de Dios» (n. 2). Así, en el símbolo de la metamorfosis del gusano se le van a unir los dos extremos: el de la transformación biológica y el de la transformación mística. Al elevar la pequeña historia del gusano a rango de símbolo, Teresa pone el acento en tres o cuatro momentos del proceso. Son estos:

Momento primero, cómo nace el gusano casi de la nada, «de una simiente que es a manera de granos de pimienta pequeños» (n. 2), bajo el influjo del calor del sol y ante el reclamo de la hoja de los morales recién brotados.

Momento segundo, cómo el gusano, ya crecido, «grande y feo», se desentraña para tejer su propio cobijo: «con las boquillas van de sí mismos hilando la seda, y hacen unos capuchillos muy apretados en que se encierran» (n. 2)

Momento tercero. Ahora Teresa introduce en el proceso un dato de propia cosecha, sin base real en la historia de la crisálida: la muerte. «Que el pobre gusanillo pierde la vida en la demanda» (n. 2), muriendo en lo oculto del misterioso capullo, para dar paso a la historia de una vida nueva. La muerte, sin embargo, hace de empalme entre las dos vidas del proceso. Más adelante, Teresa recurrirá al mito del ave fénix, que renace de sus propias cenizas. Jesús mismo, dando una versión anticipada de su paso de esta vida a la otra a través de la muerte, había utilizado la misma técnica parabólica: «Si el grano de trigo, enterrado bajo tierra, no muere, no da fruto, pero si muere, entonces sí da fruto copioso» (Jn 12, 24).

Por fin, el capullo se rompe, y de él sale una mariposa blanca, que ya no se arrastra por tierra, sino que vuela: «Hanle nacido alas», y va a ser invitada a beber el vino adobado en la interior bodega de los Cantares (n. 8).

Y la historia de la mariposa-símbolo queda abierta, hasta que reaparezca entrando en el foco ardiente del sol divino, en que se consuma para la última transformación.

La lección del símbolo

Al introducir en el castillo el nuevo símbolo del gusano-mariposa, Teresa lo ha motivado así: «Para que veáis, hermanas, qué es lo que en esta obra hace Dios, y qué es lo que podemos hacer nosotros…, me quiero aprovechar de una comparación, que es buena para este fin» (n. 1).

La comparación es el nuevo símbolo. «Esa obra», aludida por la Santa, es la misteriosa unión del hombre con Dios. Pues bien, para ella nosotros solo podemos hacer los preparativos («disponernos», dirá Teresa). Tejer el capullo como el gusano, «quitando y poniendo», es decir, despojándonos de la carga de egoísmo, soberbia, apego a lo desordenado; y «poniendo» nuestra voluntad a punto de caramelo en la mano de Dios. Porque quien ha de hacer «esa obra» decisiva en nosotros es él. Con actuación absolutamente gratuita. Por amor.

Una vez más Teresa insiste en rechazar todo atisbo de prometeísmo humano en la escalada de la experiencia de Dios. En pobres términos nuestros, no es el hombre quien por fin «se une a…», quien subyuga y vincula a sí la divinidad. Al hombre se le reserva él protagonismo de los preparativos. Es Dios quien protagoniza el don de sí mismo, por amor. Difícilmente se hubiera podido subrayar mejor esa negación del protagonismo humano, que con el símbolo elaborado por Teresa: solo cuando el gusano muere, se le concede el milagro de renacer mariposa.

Es ese el motivo por el cual se ha introducido en el símbolo el momento ideal de la muerte. Luego la ha celebrado con un pequeño canto triunfal, a modo de epinicio. «¡Muera, muera este gusano, como (de hecho) lo hace en acabando de hacer para lo que fue criado, y veréis cómo (entonces) veremos a Dios!» (n. 6).

Pese a lo sombrío de los vocablos –«muerte, muera, morir»– ni en el símbolo ni en su versión doctrinal se ha filtrado el más mínimo tufillo necrológico. Al contrario, la muerte mística del hombre es el mayor triunfo, incluso psicológico, sobre la muerte misma. En su historia personal, Teresa, mujer de salud quebradiza, marcada por grandes traumas, había vivido intensamente el miedo a la muerte. Largos años en que su «mal de corazón» le producía una angustia atenazante que no le permitía estar sola en su celda monástica. Su paso por la «unión» ha barrido como un vendaval ese tributo de miedos en el peaje del camino de la vida: «Quedome poco miedo a la muerte, a quien yo siempre temía mucho; ahora paréceme facilísima cosa para quien sirve a Dios, porque en un momento se ve el alma libre de esta cárcel y puesta en descanso» (Vida 38, 5). Lo ratificará es este mismo libro de las Moradas: «Temor ninguno tiene a la muerte más que tendría de un suave arrobamiento» (7M 3, 7).

¿Y después de la muerte del gusano? Después es cuando Teresa se para a pergeñar por primera vez en el Castillo la fisonomía espiritual del hombre renacido. Lo que suele definirse como la típica psicología del místico. Para diseñarla, Teresa repliega sobre una especie de retrato siluetado de sí misma: mujer de deseos, acosada por la necesidad de obrar y servir, con mirada abierta sobre el inmenso paisaje de la humanidad y del drama humano, capaz de gozar y penar a la vez, siempre en espera de más…

Desde ese autorretrato en que ella reúne los rasgos típicos de todo místico, rápidamente se eleva al gran paradigma de vida nueva, Cristo Jesús. Teresa recordará la polivalencia de sentimientos y fuerzas espirituales que se entrecruzan en el alma de Cristo, cuando en el cenáculo o en la cruz vive el anticipo de la muerte y de la nueva vida. Para asegurar, en conclusión, que por ese patrón está cortado el corazón del hombre que ha renacido a través de la unión y la muerte mística.

Otros símbolos complementarios

Como en varios capítulos cruciales del libro, también aquí la Santa entreteje el símbolo mayor con otros menores.

El gusano de seda la ha hecho evocar la imagen de la abeja y la miel, ya recordada en 1M 2, 8: en ambos pasajes, los dípticos «gusano-seda», «abeja-miel» le sirven para realzar la aportación del hombre a la tarea espiritual: la abeja es la humildad «que siempre labra, como la abeja en la colmena la miel». O como había escrito en otra ocasión: al contrario de la araña, que todo lo que come lo convierte en ponzoña, la abeja lo convierte en miel» (Fundaciones 8, 3).

Otra imagen, la del sello y la cera. El sello es garantía de pertenencia y posesión. Para marcar la cera, se une fuertemente a ella hasta hundirse en su interior: «Quiere (Dios) que, sin que ella (el alma) entienda cómo, salga de allí sellada con su sello. Porque verdaderamente el alma allí no hace más que la cera cuando imprime otro el sello, que la cera no se lo imprime a sí, solo está dispuesta, digo blanda, y aun para esta disposición tampoco se ablanda ella, sino que se está queda y lo consiente» (n. 12).

Tercera imagen: aparece por primera vez en el libro la evocación del Cantar de los Cantares. Y de él, la imagen de la interior bodega (n. 12). Le sirve para subrayar que aquí se entra en los dominios del amor. Imagen que recuperará y desarrollará en el capítulo siguiente. Y de nuevo en el simbolismo esponsal de las moradas finales.

Al lector de hoy ¿le dicen algo esos símbolos…?

Una pregunta más radical sería si al lector de hoy le dicen algo las categorías místicas de Teresa, con las imágenes y símbolos en que ella las vierte.

Pues bien, probablemente pocas cosas nos interesan tanto a nosotros, hombres de hoy, como los grandes fenómenos de cambio que marcan nuestra vida y el rumbo de la historia humana. Ese inabarcable cambio de nuestra humanidad, desde el hombre de las cavernas al hombre de los rascacielos. La curva de nuestra existencia personal, desde el niño al adulto, con el sello de la identidad sobre el cedazo de la transformación.

Quienes han vivido desde lo hondo esa experiencia de cambio –los convertidos, los poetas, los místicos– la han expresado en imágenes y símbolos que nos cuestionan mucho más que las palabras y las teorías.

«Metamorfosis» fue el título de uno de los grandes poemas clásicos del latino Ovidio (siglo 1º a.C.), en que el poeta cuenta un sinfín de episodios fabulosos de transformación del hombre, siempre en dirección regresiva, degradándolo en piedra o árbol o animal.

«Metamorfosis» es, igualmente, el título del relato breve de Franz Kafka que hemos recordado ya. También para él el simbólico proceso de transmutación humana va en dirección pesimista y negativa. Su «metamorfosis» se concentra en un símbolo similar al de Teresa. Quien se metamorfosea es Kafka mismo, y lo terrible en esa «metamorfosis» es su simbolismo autobiográfico y su mensaje subliminal: viviendo, el hombre se vuelve insecto de estercolero. ¿Entiende así Kafka el sentído profundo de su existencia, o el torso de la existencia de los otros?

El símbolo elaborado por Teresa también tiene contenido autobiográfico y proyectivo. Pero de signo ascendente y optimista. No regresivo, como en las versiones de Ovidio o del novelista checo. Para ella, el pobre gusano, «grande y feo», nace para convertirse en mariposa blanca y maravillosa. Nacida para volar y ser libre. Así entiende ella el sentido profundo de su existencia. Y así diseña el perfil de la historia de todo hombre, inquilino del propio «castillo», como la crisálida lo es de su capullo.

El lector puede contrastar la fuerza de los dos símbolos: el optimismo y el pesimismo de los dos mensajes. Y desde ellos volver la mirada sobre el secreto de la propia existencia o sobre el misterioso destino de los otros.

MORADAS QUINTAS Capítulo 1

5 marzo 2018

Comentario de Tomás Álvarez

Se introduce el símbolo del gusano de seda. Cesa el gusano. Libre vuelo de la mariposa. El alma renace y vive en Cristo. En clima de amor: «Llevome el rey a la bodega del vino». Inicia el estado de unión: «Nuestra vida es Cristo». Bien sea unión mística, desde lo más hondo de la esencia del alma, bien por conformidad de voluntades, manifestada especialmente en el amor a los hermanos.

Imágenes bíblicas: se vive ya en lo alto del monte, como los Padres y profetas del Monte Carmelo; o como la esposa de los Cantares, que ya tiene en orden el amor («ordenó en mí la caridad»). Pero sin omitir el contrapunto de la tipología de riesgo: «Judas y Saúl», llamados al amor, y fracasados.

En el umbral de la unión mística

«Moisés, Moisés, descálzate, que la tierra que pisas es santa». Y Moisés, todo tembloroso, se quitó las sandalias y adoró.

Era su ingreso en la experiencia fuerte de Yavéh. La zarza que tenía ante sí y la tierra que pisaba no eran ni más ni menos que las otras zarzas del monte o la otra ladera del Sinaí, pero de pronto habían acogido una teofanía de Yavéh-Dios. Por ellas había pasado el fuego de la divinidad. Acontecimiento estremecedor. Entre Moisés y Dios quedaba solo un tenuísimo velo de separación.

Algo de ese estremecimiento religioso sobrecoge a Teresa en el umbral de las moradas quintas. Como si la pluma y el papel hiciesen de zarza ardiente. Y las moradas quintas hiciesen de Sinaí. Entrar en ellas con la pluma, no solo la obliga a recordar su propia experiencia fuerte de Dios –la que tuvo hace casi veinte años–, sino que la hace revivirla para describirla sin escamotearla. No solo se tratará de la cercanía de Yavéh tras el símbolo de la zarza ardiente: Teresa tendrá que hablar de «unión de los dos». Unión del alma con Cristo y con Dios dentro del simbólico castillo del propio ser humano. Las moradas quintas son las moradas de la unión. Un vocablo este tan común y corriente como la zarza y la tierra del pasaje bíblico, casi anodino en nuestro lenguaje profano, pero que para cualquier místico está pletórico de evocaciones y transido de misterio, especie de sacramento consumador del amor que Dios tiene al hombre.

Es ese el motivo por el que Teresa, pluma en mano, titubea un momento y se siente tentada de no seguir escribiendo: «Creo que fuera mejor no decir nada…, pues no se ha de saber decir, ni el entendimiento lo sabe entender, ni las comparaciones sirven para declararlo, porque son muy bajas las cosas de la tierra para este fin» (n. 1).

De ese suspense de sobrecogimiento inicial sale Teresa con un doble gesto de alma y de pluma. Primero, un repliegue religioso de invocación profunda: «Enviad, Señor mío, del cielo luz para que yo pueda dar alguna a estas vuestras siervas». Y en seguida, la mano tendida a estas sus hermanas, porque también ellas –«algunas de ellas»– han pasado por este Sinaí de la unión. Es el típico gesto del profeta, que en la cima del monte ha tenido la experiencia de Dios, y desde la experiencia vuelve a los hermanos con el rostro y la voz cambiados, para convocar e interpelar.

Por eso ella comenzará el capítulo dirigiéndose no ya a esas pocas que han llegado a la cima, sino a todas las lectoras destinatarias del libro, porque «todas las que traemos este hábito sagrado del Carmen somos llamadas a la oración y contemplación, porque este fue nuestro principio, de esta casta venimos, de aquellos santos Padres nuestros del Monte Carmelo, que en tan gran soledad y con tanto desprecio del mundo buscaban este tesoro, esta preciosa margarita de que hablamos…» (n. 2).

Quizá ningún otro pasaje de sus escritos ha afirmado tan categóricamente la vocación mística del Carmelo. Vocación de casta, pues «de esta casta venimos». Todas las destinatarias del libro, sin excepción, están llamadas a la unión. Como si la autora necesitase sentirse en comunión profunda o en profunda empatía con ese coro de lectoras inmediatas para hablar de lo inefable en la intimidad, o para no entrar sola en la tierra santa de las moradas en que acontece la misteriosa teofanía de la unión. «Por eso, hermanas mías, alto a pedir al Señor que, pues en alguna manera podemos gozar del cielo en la tierra, nos dé su favor para que no quede por nuestra culpa» (n. 2).

Pues bien, a través de ese coro de lectoras inmediatas, la palabra profética de Teresa llega a nosotros, lectores de la calle. Quizá por eso ha comenzado recordándonos la palabra de Jesús: «Que muchos son los llamados y pocos los escogidos» (n. 2). Primera palabra evangélica consignada por ella en el relato de Vida (3, 1), y que a ella misma le produjo un impacto decisivo en plena juventud, a sus 16 años.

La pregunta por la unión

«Unión», o bien «unión del alma con Dios», era palabra familiar y de sentido obvio en el ambiente religioso de Teresa y de sus lectoras. Tantas veces la habrán escuchado de boca de fray Juan de la Cruz, que a su vez escribirá las «canciones del alma en la íntima unión de amor con Dios».

No son tan obvias para nosotros. ¿Qué quiere decir eso de «unión con Dios»? En cristiano, ¿no estamos convencidos de que en él vivimos, nos movemos y existimos? ¿Convencidos de que todo nuestro ser está inmerso y arraigado en él, lo mismo y más que estamos inmersos y enraizados en el cosmos? ¿No nos lo ha dicho Teresa misma desde la primera página del Castillo, cuando nos ha asegurado que Dios es morador absoluto del hombre, «Castellano» indesalojable del castillo del alma, pase lo que pase?

Puntualicemos. También Teresa, antes de escribir estas páginas, se planteó repetidamente esa pregunta. Ella incluso se la planteaba con asombro, casi con estupor, ante el hecho de que Dios está presente y viviente en el hombre pecador. Para ella y para nosotros, es un dato de catequesis elemental que Dios es la Presencia absoluta y universal, el Presente insoslayable. La tradición cristiana ha forjado, para afirmarlo, un adjetivo peculiar: Dios es «omnipresente». Teresa misma repite más de una vez una fórmula arcaica de la antigua teología: que él está en nosotros y en todo «por esencia, presencia y potencia». Formulita que probablemente desborda la capacidad comprensiva de Teresa y la nuestra. Ella recuerda además que Dios está en el hombre justo «por gracia». Y que si uno lo ama y guarda sus mandamientos, la Trinidad Santa viene y habita en él. De ahí que a Teresa le agrade tanto el pensamiento del evangelista Juan, según el cual somos «morada» de Dios. En vocablo de su siglo, «posada» adonde él mora (Vida 1, 8).

Pero lo cierto es que, si bien Dios está ahí, doquier, dentro y fuera de nosotros, nuestro espíritu es extrañamente opaco a su presencia. Ni lo sentimos ni percibimos, como sentimos los objetos. Ni experimentamos su presencia, como experimentamos y gustamos la presencia de un amigo. Ni siquiera lo experimentamos con nuestra fe, porque tampoco la fe elimina ese velo opaco que media entre nuestro espíritu y el «Espíritu» que es él.

Esa especie de barrera solo se desmonta por obra de su amor y de su gracia. A Teresa misma le ocurrió de improviso en un momento de su camino espiritual «venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios, que en ninguna manera podía dudar que (él) estaba den%tro de mí o yo toda engolfada en él» (Vida 10, 1). Pura gratuidad amorosa de él.

Retengamos este dato. En el delicado tejido de la relación personal del cristiano con Cristo, o del hombre con Dios, es posible y quizá normal que llegue un momento de gracia que introduzca al creyente en la experiencia de su presencia. Y que esa primera grieta abierta en el velo opaco de nuestro espíritu dé paso a un chorro de luz y se concierta en experiencia estable de que realmente en él vivimos, y que en Cristo nos llega el efluvio de su amor. La teofanía del Sinaí se repite así, multiforme y variadísima, en el Sinaí interior del creyente.

En el umbral de las moradas quintas, Teresa se ha anticipado a advertir que en el misterio de la unión «hay más y menos». Que hay una graduatoria en la travesía de esas moradas de la unión. Y que su grado supremo se da, no en nosotros, sino en Cristo: en él sí lo humano se unió sin velos ni celajes a la divinidad. De ese supremo espécimen de unión deriva la nuestra.

«Oh secretos de Dios, que no me cansaría de darlos a entender…»

Cedamos ahora la palabra a Teresa. Si es cierto que en la unión «hay más y menos», ella va a comenzar su exposición hablándonos de «lo más». Luego, en el capítulo tercero, bajará la mira y nos hablará «de otra manera de unión», más a la medida del lector novicio.

Así pues, comienza con una página de neto corte místico: «Mirad, hijas, que para esto que tratamos (para que sea posible la experiencia de la unión), no quiere Dios que os quedéis con nada: poco o mucho, todo lo quiere para sí, y conforme a lo que entendiereis de vos que habéis dado, se os harán mayores o menores mercedes. No hay mejor prueba para entender si llega a unión o no nuestra oración. Aquí (en la unión)… hasta el amar –si lo hace el alma– no entiende cómo, ni qué es lo que ama, ni qué querría; como quien de todo punto ha muerto al mundo para vivir más en Dios, que así es; una muerte sabrosa, un arrancamiento del alma de todas las operaciones que puede tener estando en el cuerpo; deleitosa (muerte), porque aunque de verdad parece se aparta el alma de él para mejor estar en Dios…, todo su entendimiento se querría emplear en entender algo de lo que siente y, como no llegan sus fuerzas a esto, quédase espantado, de manera que, si no se pierde del todo, no menea pie ni mano, como acá decimos de una persona que está tan desmayada que nos parece está muerta. ¡Oh secretos de Dios…!» (nn. 3-4).

Clara pugna entre el vivo deseo de explicar y el choque con la infranqueable barrera de lo inefable. «Todo su entendimiento se querría emplear en entender algo de lo que siente». Los extremos más notables de su esfuerzo por entender y explicar son:

– La entrega total de sí a Dios. Ese extraño anhelo de todos los místicos por desposeerse de sí mismos, para ser de él y en él.

– El desplazamiento de las funciones y de todo el dinamismo del espíritu: sentir, entender, amar, vivir en el propio cuerpo, todo ello queda transportado a otro plano en que sea posible la irrupción de lo divino. Es ese el «arrancamiento del alma de todas las operaciones que puede tener estando en el cuerpo».

– Especie de muerte sabrosa y deleitosa. Pero mucho más lo segundo que lo primero. Lo repetirá en seguida: «Es sobre todos los gozos de la tierra, y sobre todos los deleites, y sobre todos los contentos, y más, que no tiene que ver adonde se engendran estos contentos, o los de la tierra…».

En ese torbellino de entrega, muerte y gozo, se hace presente Dios.

El diálogo entre la Teresa mística y el teólogo de Salamanca

La sorpresa y el deslumbramiento producido en Teresa por esta experiencia de Dios es tal que tiene la impresión de que antes ella «no sabía» en absoluto que Dios está en el alma. Como si su anterior saber «de oídas» fuese pura ignorancia.

Tuvo que someter su experiencia a la prueba de los teólogos. Y por desgracia su confidencia cayó en manos de un teólogo de medio pelo, «un medioletrado espantadizo» dirá ella, incapaz de entenderla. «Yo sé de una persona (Teresa misma) que no había llegado a su noticia que estaba Dios en todas las cosas por presencia y potencia y esencia, y de una merced que le hizo Dios de esta suerte lo vino a entender de manera que aunque un medioletrado de los que tengo dichos, a quien preguntó cómo estaba Dios en nosotros, le dijo que no estaba más que «por gracia», ella tenía ya tan fija la verdad, que no le creyó, y preguntolo a otros, que le dijeron la verdad, con que se consoló mucho» (n. 10. Episodio que ya había referido en Vida 18, 15).

Hasta nosotros han llegado los restos de otro pequeño apunte suelto en que ella volvió a someter su experiencia a un teólogo de Salamanca, probablemente uno de los que «le dijeron la verdad» y refrendaron su experiencia. He aquí la consulta que le hizo la Santa:

«Sobre darme a entender qué es unión: (Teresa comienza transcribiendo las palabras de la voz interior): «No pienses, hija, que unión es estar muy junta conmigo, porque también lo están los que me ofenden, aunque no quieren, ni los regalos y gustos de la oración, aunque sean en muy subido grado…». Estaba yo cuando esto entendí en gran manera levantado el espíritu. Diome a entender qué era espíritu y cómo estaba el alma entonces. Tornando a la unión, entendí que era este espíritu limpio y levantado de todas las cosas de la tierra, no quedar cosa de él que quiera salir de la voluntad de Dios, sino que de tal manera esté un espíritu y una voluntad conforme con la suya, y un desasimiento de todo, empleado en Dios, que no haya memoria de amor en sí ni en ninguna cosa criada… Paréceme a mí que si esta es unión, estar tan hecha una nuestra voluntad y espíritu con el de Dios, que no es posible tenerla quien no esté en estado de gracia, que me habían dicho que sí. Así, me parece a mí será bien dificultoso entender cuándo es unión, sino por particular gracia de Dios, pues no se puede entender cuándo estamos en gracia. Escríbame vuestra merced su parecer… y tórneme a enviar este papel» (Relación 29).

El teólogo que tenía que devolverle ese «papel» era el Rector del Colegio de la Compañía en Salamanca, P. Martín Gutiérrez, que poco después morirá en Francia a manos de los hugonotes. (El apunte de la Santa es de 1571. El P. Martín Gutiérrez muere en 1573, durante su viaje a Roma para asistir a la elección del General de la Compañía, sucesor de san Francisco de Borja).

Símbolos de la unión

Desde las primeras líneas del capítulo (n. 1), la Santa nos ha dicho que el hecho místico de la unión nos sitúa ante lo inefable; que no hay palabras para decirlo, «ni el entendimiento lo sabe entender», «ni las comparaciones pueden servir para declararlo».

«Comparaciones» en el léxico teresiano son símbolos en embrión o juego de imágenes que abran al lector nuevos espacios para la comprensión.

Ahora, pese a esa inicial devaluación de la simbología frente a lo inefable de la experiencia mística, Teresa se ve precisada a replegar sobre la imaginería simbólica. Lo hará más expresamente a partir del capítulo segundo de estas moradas quintas. Pero ya en este primer capítulo esboza una terna de motivos simbólicos que desarrollará más adelante. Por eso, nos limitamos a indicarlos:

El primero es el sello y la cera: la experiencia de Dios en la unión deja al alma sellada con su sello: «Fija Dios a sí mismo en lo interior de aquel alma, de manera que cuando torna en sí en ninguna manera puede dudar que estuvo en Dios y Dios en ella» (n. 9 – Lo desarrollará en el c. 2, 12).

El segundo está tomado de ese arsenal de los místicos que es el bíblico Cantar de los Cantares: la bodega del vino, «la interior bodega» que dirá fray Juan de la Cruz. En la unión ocurre eso: que el Rey «llevome a la bodega del vino», para saciarme de amor (n. 12 – Lo desarrollará en el c. 2, 12).

El tercero es el cenáculo y el don de la paz. Como Jesús entró en el cenáculo a puertas cerradas y pronunció sobre los discípulos el «pax vobis», así ocurre en la unión: «Que Su Majestad nos mete o entra él en el centro del alma, para mostrar sus maravillas» (n. 12 – Volverá sobre esa imagen en las 7M 2, 7).

19 Febrero 2018

MORADAS CUARTAS Capítulo 3

Comentario de Tomás Álvarez

COMENTARIO

  1. Oración de recogimiento. Primicia mística



Antes de afrontar la lectura de este postrer capítulo de las moradas cuartas, es aconsejable una pausa. Desde las primeras líneas del capítulo advierte el lector que la autora da un paso atrás. Ella venía hablando (cc. 1-2) de la oración de quietud. Una manera de oración que se apodera de la voluntad, que se expande en ella como un efluvio de amor infuso, y que en definitiva sirve de pórtico de entrada en el misterioso espacio de la experiencia de Dios.



El paso atrás consiste en que ahora nos va a hablar de la oración de recogimiento. Un recogimiento también infuso, pero que normalmente precede a la oración de quietud y no solo la preludia sino que la induce: las potencias del alma se recogen como polarizadas por la presencia de Él en lo hondo del espíritu, para que la voluntad se aquiete y goce, en amor, de ese maravilloso banquete de la presencia y el amor de él.

¿Por qué esa inversión de planos? ¿No debió la autora comenzar la exposición de las moradas cuartas por aquí, por esta llamada al recogimiento interior? ¿No era ese el verdadero portón de entrada en el ámbito de la experiencia mística?

De seguro que sí. Pero conviene que el lector recuerde el ajetreo de Teresa cuando redacta estas páginas. Que recuerde el «válgame Dios en lo que me he metido» con que ha iniciado el capítulo anterior. Teresa escribe sobre la marcha. Sufre el impacto de lo que vive. La muerte del «nuncio santo», Nicolás Ormaneto, en Madrid, le ha trastrocado las piezas de su tarea de fundadora, y lo mismo le trastorna el orden temático de su exposición.



Ella sin embargo tiene ideas claras. Algo más de un año antes había esquematizado para los señores de la Inquisición de Sevilla el escalafón de grados de oración mística que ahora explana en las Moradas. Y allí los había enumerado en orden perfecto: «Primera oración sobrenatural (= mística)…, el recogimiento interior… De este recogimiento viene una quietud interior muy regalada… De esta suele proceder un sueño que llaman de las potencias…» (Relación 5, 3-5).



Es justamente el orden que restablece aquí, pese al desconcierto provocado por los contratiempos que la hacen viajar de Toledo a Madrid y Segovia, y de Segovia a Ávila.



Los dos planos del capítulo



Añadamos todavía una observación metodológica. Será útil al lector. Basta que relea atentamente el epígrafe del capítulo. Después de exponer el tema de la oración de recogimiento (nn. 1-7), la autora vuelve sobre «los efectos» de la oración de quietud (nn. 8-14).



Son dos temas diversos e importantes. Ahora los entendemos bien: ocupan los extremos de esta jornada de las moradas cuartas. El ingreso y el desenlace de la primera asomada de oración mística. Se entra en ella con el recogimiento, que unifica, ordena y pacifica las potencias en su centro y soporte, que es lo interior del alma. Pero al término de esta primera jornada mística los efectos son tales, que al orante se le ha ido cambiando la vida: comienza a tener la psicología y el aliento teologal del profeta que ha entrado en la órbita de Dios.



Teresa hubiera hecho bien en reservar este segundo tema para un nuevo capítulo, que hubiera sido el cuarto de las moradas cuartas. A ello nos vamos a atener en la presente exposición. De momento trataremos solo de la «oración de recogimiento». Dejamos para más adelante el estudio del «cambio» y de «los efectos» (nn. 8-14).



El lenguaje del recogimiento



«Recogimiento» es vocablo afortunado entre los espirituales y los escritores coetáneos de la Santa. Es exponente de una corriente de espiritualidad, o más bien de la orientación de toda la espiritualidad de su siglo. Convocatoria «a lo interior» en clave agustiniana, o «cristianismo interior» de Erasmo. Entre sus más eximios representantes figuran algunos de los aludidos por Teresa en este mismo capítulo: fray Pedro de Alcántara y el padre Granada, los franciscanos Bernardino de Laredo y Barnabé de Palma, y sobre todo el también franciscano Francisco de Osuna. Había sido este quien iniciara a Teresa, joven de 23 años, en la oración de recogimiento. Lo contó ella en el relato de Vida: cuando iba a curarse de sus achaques, camino de Becedas, «me dio aquel tío mío (don Pedro)… un libro; llámase Tercer Abecedario, que trata de enseñar oración de recogimiento… No sabía (yo) cómo recogerme y así holgueme mucho con él, y determineme a seguir aquel camino con todas mis fuerzas» (Vida 4, 7).



«Aquel camino» era la oración de recogimiento. En el libro de Osuna, como en los de Laredo y Palma, ese camino tenía técnica y vocabulario propios. Algo de él lo recordará ahora la Santa, como que «el alma entra dentro de sí» o «sube sobre sí», o que procure «no pensar nada» y «se esté atenta a ver qué obra el Señor en el alma» (nn. 2 y 4), etc.

Nada de ese vocabulario retendrá ella: «Por este lenguaje no sabré yo aclarar nada», y rechazará la técnica del «no pensar nada» para poner la mente en blanco en espera de la iluminación interior.



En cambio, sí retiene dos cosas: la orientación agustiniana hacia la propia interioridad, habitada por la presencia de Dios (n. 3). Y el expresivo vocablo «recogimiento/recogerse», tan coherente con la línea simbólica y doctrinal del libro: «Entrar dentro del castillo del alma»… es orar.



Pero Teresa no se ata a las palabras. Ella utiliza con absoluta libertad y flexibilidad el término portante «recogimiento». Desde esa libertad de pluma, unas veces –y concretamente en este capítulo de las Moradas– le asigna un significado técnico: una forma o un grado de oración, entre las formas y grados de la oración mística. Y comencemos aclarando esa situación lexical:



– En Vida, «recogimiento y quietud», en bloque, constituyen el primer grado de oración mística o segunda agua del huerto alegórico. Teresa no trata de desglosarlos o de distinguir el uno de la otra. En un mismo contexto hablará de «esta quietud y recogimiento del alma» y de «este primer recogimiento y quietud» (Vida 15, 1; cf. 15, 4; 23, 17…).



– En cambio, en el Camino de perfección, oración de recogimiento es algo así como el desenlace normal de la meditación. Pausa contemplativa a que llega suavemente el orante, y que es anterior a toda forma de oración mística (cc. 26-29 del Camino).



– Ahora, en las moradas cuartas del Castillo interior, se esfuerza por precisar y dar valor técnico al vocablo: recogimiento y quietud de la voluntad que introduce a esta en el banquete del amor. Pero los dos, recogimiento y quietud, son ya obra infusa de Dios en el orante, primer vagido de oración y experiencia místicas.



– Con todo, en la pluma de la Santa los términos «recogimiento» y «oración de recogimiento» seguirán en activo, disponibles para expresar toda la gama de la interiorización. Hasta indicar los más altos grados de oración mística: «Estos grandes recogimientos o arrobamientos», escribirá ella (Vida 31, 13). «Diome un gran recogimiento», es decir un éxtasis (Vida 38, 30; 31, 6…). «Solo mirar el cielo recoge mi alma» (Vida 38, 6).



Dentro de ese gran marco del recogimiento interiorizante, aquí en las moradas cuartas nos va a hablar de ese momento delicado en que la experiencia de la divina presencia y de la acción de Dios en el alma introducen al orante en el «recogimiento místico».



¿En qué consiste esa gracia de oración? Sigamos la explicación de la Santa.

«Qué es oración de recogimiento»



Comencemos recordando la noción genérica de recogimiento propuesta por la Santa en el Camino de Perfección. «Llámase recogimiento, porque recoge el alma todas las potencias, y se entra dentro de sí con su Dios, y viene con más brevedad a enseñarla su divino Maestro» (C 28, 4).



Y poco más adelante: «Encerrarse en este cielo pequeño de nuestra alma… y acostumbrarse a no mirar ni estar adonde se distraigan estos sentidos exteriores» (C 28, 5).

Pero en el Camino, todo eso Teresa lo propone como un aprendizaje. Es tarea del orante ese intento de recoger sentidos y potencias, adentrarse con ellos en la propia interioridad, y ahí dirigirse al Señor que habita en el cielo de nuestra alma. Ese recogimiento activo (recogimiento-tarea) es solo un esbozo y preludio del recogimiento infuso (recogimiento-don) que ella propone en las Moradas.



En este último, todo ese proceso –la recogida de los sentidos y la unificación interior– es algo que se nos da hecho por una fuerza que nos desborda y transciende, que no depende de nosotros, y que en cierto modo se anticipa a nuestra iniciativa. Teresa lo describe replegando una vez más sobre el símbolo del castillo. Este castillo de nuestra alma está poblado de «gente» esquiva e inquieta, que son los sentidos y potencias. Malos inquilinos del alma. O la desordenan dentro o la abandonan y vacían para volcarse (y volcarla) en las cosas de fuera que la «enajenan». Pues bien, ahora va a ser el Señor del castillo quien las seduzca y fascine, quien las apacigüe y engolosine. La Santa lo expone así:



«Hagamos cuenta que estos sentidos y potencias (que ya he dicho son la gente de este castillo…) se han ido fuera y andan con gente extraña, enemiga del bien de este castillo, días y años; y que ya se han ido, viendo su perdición, acercando a él, aunque no acaban de estar dentro –porque esta costumbre es recia cosa–, sino no son ya traidores y andan alrededor. Visto ya el gran Rey, que está en la morada de este castillo, su buena voluntad, por su gran misericordia quiérelos tornar a él y, como buen pastor, con un silbo tan suave que casi ellos mismos no le entienden, hace que conozcan su voz y que no anden tan perdidos, sino que tornen a su morada. Y tiene tanta fuerza este silbo del pastor, que desamparan las cosas exteriores en que estaban enajenados y métense en el castillo» (n. 2).



A Teresa le vienen a la mente las bellas imágenes utilizadas por Osuna en el Tercer Abecedario: recogerse como la tortuga que se acoge a su caparazón, o como el erizo que se cierra y encierra en su propia bola. Pero las desecha. No es así en el recogimiento: «Estos, ellos se entran cuando quieren; acá (en el recogimiento) no está en nuestro querer, sino cuando Dios nos quiere hacer esta merced» (n. 3).



Nada de inercia ni de sopor: «Parece que el alma tiene allá (adentro) otros sentidos, como acá (tiene) los exteriores» (Relación 5, 3). Ellos son los convocados a la región del alma, o a la presencia del que la habita. Al orante solo se le pide una cosa: que se desembarace o se desligue –al menos momentáneamente– de «la gente extraña, enemiga del bien del castillo», es decir, de todo cuanto en la exterioridad puede descentrarlo o desunificarlo. Que tampoco se preocupe, egocéntricamente, de sí mismo. Que se abandone, en lo posible, a la acción de Dios. Que ante él conjugue un múltiple gesto de humildad, gratitud y alabanza: «Alábele mucho quien esto entendiere en sí».



En el régimen de gratuidad que preside toda oración cristiana, al orante le han ocurrido dos cosas: primera, que el Espíritu –presente y activo en toda oración cristiana– ahora ha tomado patentemente la iniciativa; y segunda, que es el Espíritu el que lo convoca a prorrumpir desde lo hondo en una oración doxológica que hasta ahora era un pobre vagido. «Alábele mucho…».



De nuevo contra el vacío mental



En la época de Teresa, como en la nuestra, la pedagogía de la oración contemplativa había cedido a la tentación de las técnicas. Técnicas refinadas, para penetrar en el recinto misterioso de la experiencia de Dios. Lo que en nuestro tiempo se ha llamado «vacío mental», en el de Teresa se proponía bajo la consigna del «no pensar nada». Ella lo recordará así: «… se aconseja en algunos libros que procuren no discurrir, sino estarse atentos a ver qué obra el Señor en el alma…» (n. 4).



No han sido solo libros. Teresa ha tenido que polemizar con los profesores de esas técnicas: «Ha sido contienda bien platicada entre algunas personas espirituales, y de mí confieso mi poca humildad, que nunca me han dado razón para que yo me rinda a lo que dicen…» (n. 4).



Su punto de vista puede resumirse en tres o cuatro postulados categóricos:



– «No puedo acabar de entender cómo se pueda detener el pensamiento (a no pensar nada), de manera que no haga más daño que provecho» (n. 4).



– Y eso, porque «Dios nos dio las potencias para que con ellas trabajemos…; no hay por qué las encantar, sino dejarlas hacer su oficio hasta que Dios las ponga en otro mejor» (n. 6). Es decir, todo reniego de la labor de nuestras potencias es inadmisible: su cese solo puede quedar justificado por la infusión de una actividad superior, que las suspenda. Nunca por iniciativa nuestra.



– Pero la razón más fuerte es la absoluta gratuidad de la oración mística y de toda experiencia de Dios. No son cosas que nosotros «conseguimos», sino dones que «recibimos» por amor. «Yo no puedo persuadirme a industrias humanas en cosas que parece puso Su Majestad límite y las quiso para Sí» (n. 5).



Así volvemos a las líneas maestras del pensamiento teresiano en tema de oración. Hay unas formas de oración en que actuamos y oramos nosotros. Hay otras en que es el Espíritu de Jesús el que ora en nosotros y nos asocia a su oración.



Esas dos dimensiones de nuestra oración se manifiestan igualmente en la oración de recogimiento. Hay una educación de los sentidos, o una pedagogía del recogimiento con la que logramos interiorizarnos y contemplar amorosamente la palabra de Dios: es el recogimiento de los capítulos 26-29 del Camino. Pero hay también otra forma de recogimiento, que está más allá de la pedagogía y de las técnicas humanas, y entra en la dinámica del amor que se derrama en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos es otorgado. Pura gratuidad. Pertenece a una de esas cosas que «Su Majestad quiso dejar para Sí».



  1. Cómo nace un contemplativo místico



Las primeras formas de oración mística cambian la fisonomía del orante. Que la oración plasma la vida es una de las grandes convicciones de santa Teresa. La amistad posee una dinámica secreta que tiende a igualar o a nivelar «las condiciones» de los dos amigos. En el caso de la oración, el trato de amistad con Dios acerca el orante a la manera de ser del Amigo fuerte que es Él. La asiduidad en la oración, especialmente el ingreso y progreso en la oración contemplativa, va marcando en el orante los rasgos que lo configuran con Cristo, o bien desarrollan en él las facciones anímicas que evidencian que está hecho a semejanza de Dios y destinado a la comunión con él. También aquí vale el axioma popular «dime con quién andas y te diré cómo eres».



«Por los frutos los conoceréis», había dicho Jesús en la parábola del árbol y el hombre. Teresa calca esa sentencia de Jesús. Según ella, a la verdadera oración «por los efectos la conoceréis». En carta a Gracián, poco antes de escribir la presente página de las moradas, le aseguraba que la mejor oración, «la más acepta y acertada, es la que deja mejores dejos…, llamo dejos confirmados con obras, y que los deseos que tiene de la honra de Dios se parezcan (se demuestren) en mirar por ella muy de veras y emplear su memoria y entendimiento en cómo le ha de agradar y mostrar más el amor que le tiene. ¡Oh!, que esta es la verdadera oración, y no unos gustos para nuestro gusto no más…» (carta del 23.10.1576).



Por ese motivo a partir de las moradas cuartas la Santa expondrá la escalada de los sucesivos grados de oración confrontándolos con los «efectos» que van cambiando y configurando la vida del orante. En realidad, cada nueva morada, o bien cada nuevo escalón en la graduatoria de la oración, estará determinado por una nueva gracia de Dios, que originará una nueva forma de oración o relación con él, y de ambas cosas derivará una estela de efectos, es decir, un flujo y reflujo en la vida del contemplativo.



Al comenzar, con las moradas cuartas, la oración contemplativa mística, es normal que «la iniciativa» de Dios y la infusión de luz y amor en el orante, «dejen mejores dejos». Dejos-efectos, que no solo se patenticen en los esporádicos momentos de recogimiento de la mente o de quietud de la voluntad, sino que se desborden sobre la vida toda del contemplativo, condicionando su conducta fraterna, configurando sus coordenadas psicológicas, y sobre todo marcando más y más en él la dimensión teologal y cristológica, el primado de Dios en la vida y en la acción.

Nace así el contemplativo místico, que a lo largo de las restantes moradas del Castillo irá adquiriendo rasgos y maneras bien definidos, hondura psicológica; profundo sentido religioso, nuevo sentido de Dios y nueva presencia a la realidad cotidiana, a las personas y los sucesos: ojos nuevos y nueva mirada, con nueva escala de valores. Quizás con apariencia de trasnochado, pero en realidad con alma y entraña de profeta.



Los signos del cambio



Siempre que Teresa toca el tema del ingreso en la contemplación mística (Vida 14-15; Camino 30-31; Conceptos 4; Relación 5), comienza apuntando las dos componentes que caracterizan esa nueva forma de orar. Al orante se le cambia su manera de pensar y su forma de amar. La Santa hablará de «recogimiento de la mente» y de «quietud de la voluntad». Al orante, al menos en su relación con Dios, se le frena ese modo racionalista y discursivo, movedizo eirrequieto, que nosotros tenemos de pensarlo todo y juzgar de todo, y se le convoca a otro modo de parar la mirada de la mente ante el misterio, para pensarlo menos y contemplarlo más. Y a la vez se le da la posibilidad de fijar la voluntad en el acto de amar, se le alimenta de amor, de un amor que se le infunde y que pasa a ser decisivo –más decisivo que el pensar y entender– en la psique del contemplativo. El amor pasa a ser su «peso»; vale la sentencia agustiniana «amor meus pondus meum», el amor es mi peso, él me lleva adondequiera que voy. Por eso, todo contemplativo pasa a ser un enamorado, con cierta dosis de «amor loco». Lo caracteriza el «cuán delicadamente me enamoras» de fray Juan de la Cruz.



A nosotros, pobres observadores confinados en la otra ladera, el vocablo «contemplativo» nos desenfoca la mirada, porque «contemplar/contemplación» es algo que se hace con los ojos de la mente, pero aquí el contemplativo lo es ante todo por el enamoramiento del corazón. ¿Son esos dos los primeros factores del cambio en el contemplativo? Sin duda. Ciertamente los precede y acompaña una vaga percepción de que ambos tienen origen en la iniciativa de Dios. Que son de él, más que producto del propio actuar. Punto de partida de la componente de pasividad psicológica que va a caracterizar en crescendo la vida del contemplativo. «Pasividad», sin embargo, es un término inadecuado. Se utiliza únicamente para designar un tipo de actividad que ya no es emanación del sujeto o producida por sus ordinarias fuentes de energía. Ahora es energía recibida la que carga las pilas de su dinamismo espiritual. Es Otro el que hace amanecer y anochecer en el horizonte de su alma, según expresión plástica de la Santa.



En una serie de pinceladas de mano maestra, traza ella el perfil del contemplativo naciente, en una especie de balance de «efectos y señales que tienen las almas a quienes Dios nuestro Señor da esta oración». Las formula así:



«… Se entiende claro un dilatamiento o ensanchamiento en el alma, a manera de como si el agua que mana de una fuente no tuviese corriente, sino que la misma fuente estuviese labrada de una cosa que mientras más agua manase más grande se hiciese el edificio: así parece en esta oración, y otras muchas maravillas que hace Dios en el alma, que la habilita y va disponiendo para que quepa todo en ella. Así, esta suavidad y ensanchamiento interior se ve en el que le queda para no estar tan atada como antes en las cosas del servicio de Dios, sino con mucha más anchura. Así en no apretarse con el temor del infierno, porque aunque le queda mayor de no ofender a Dios, el servil piérdese aquí: queda con gran confianza que le ha de gozar. El que solía tener para hacer penitencia, de perder la salud, ya le parece que todo lo podrá en Dios; tiene más deseos de hacerla que hasta allí. El temor que solía tener a los trabajos ya va más templado; porque está viva la fe, y entiende que si los pasa por Dios, Su Majestad le dará gracia para que los sufra con paciencia, y aun algunas veces los desea, porque queda también una gran voluntad de hacer algo por Dios… Como va conociendo más su grandeza (de Dios), tiénese ya por más miserable. Como ha probado los gustos de Dios, ve que es una basura los del mundo. Vase apartando poco a poco de ellos, y es más señora de sí para hacerlo… En fin, en todas las virtudes queda mejorada, y no dejará de ir creciendo, si no torna atrás ya a hacer ofensas de Dios» (n. 9).



Podemos resumir y subrayar ese delicioso pasaje teresiano:



– En el plano psicológico, la Santa reanuda y prolonga el simbolismo del castillo y de la doble fuente: al contemplativo se le produce una misteriosa dilatación del espacio interior, «claro dilatamiento o ensanchamiento en el alma». Ampliación del interior «pilón manantial». Aire y libertad. Cesa el temor servil y se apagan los miedos. «El alma es más señora de sí misma».



– En el plano ético, a la Santa le interesa como siempre la cosecha de virtudes, especialmente las teologales: «Gran confianza», «más viva fe», «gran voluntad de hacer algo por Dios», nuevo arraigo en la humildad: «Como va conociendo más la grandeza de Dios, tiénese por más miserable». Nueva escala de valores: «Ve que son basura los del mundo».



– En el plano teologal y cristológico, además de esa nueva radicación en fe, confianza y amor, comienza en el contemplativo una nueva fase de configuración a Cristo en la aceptación de los trabajos y la cruz, y en la capacitación para recibir: «Dios la habilita y va disponiendo para que quepa todo en ella…», es decir, todo cuanto él infunde.



– De cara a la normalización de la vida, ya en el Camino (31, 5) había advertido la Santa un síntoma especial. En el contemplativo se unifica la vida. Cesa la inevitable dicotomía entre oración y acción, entre atención a lo trascendente y presencia a las tareas de lo cotidiano, incluso las aparentemente más rastreras y vulgares. Lo sintetizó ella en una frase lapidaria: «Marta y María andan juntas». Se entreveran y ensamblan acción y contemplación. No es que las dos actividades se hayan hecho compatibles. Sino que los ojos y la mirada del contemplativo traspasan con un efluvio nuevo las otras dimensiones de la vida. El arribo a esa unidad de vida sorprendió a Teresa en los comienzos de su ingreso en la contemplación. Hubo de consultarlo –dice ella– a un gran contemplativo, pero a la vez gran hombre de acción apostólica y complicaciones políticas, nada menos que al duque de Gandía, san Francisco de Borja, quien le dijo «que era muy posible (que vida activa y contemplativa se fundiesen en una), que a él le acaecía» (Camino 31, 5).



Símbolos e imágenes del novicio contemplativo



Es normal que al adentrarse la Santa en las moradas místicas del castillo, matice la exposición con su acostumbrado recurso a la imaginería. Si el lector yuxtapone esas páginas finales de las moradas cuartas a los otros pasajes en que ella entra en tema místico (Vida 14-15; Camino 30-31; Conceptos 4-5), se encuentra con una auténtica sinfonía de pequeños símbolos, reiterados a veces, casi siempre novedosos. No se trata de meros recursos literarios para esquivar el riesgo de una exposición doctrinaria y abstracta, sino de delicados condensados doctrinales. Merecen atención especial por parte del lector.



En Vida y Camino reitera la doble imagen evangélica de Pedro en el Tabor, y del publicano orante en profunda humildad. Dos estampas logradas del contemplativo naciente, con sus matices negativo y positivo (Vida 15, 1 y 15, 9; Camino 31, 3 y 31, 6). En Camino añadirá, no sin cierto mimo, la imagen del anciano Simeón, contemplativo y profeta, al tener en sus manos al Niño, pobre romerito disfrazado de indigencia. ¿No es a la par orante y profeta el contemplativo? (Camino 31, 2).



En Vida había introducido dos imágenes tomadas de la vida cotidiana: de la sociedad y del campo. El contemplativo naciente comienza a ser desinteresado servidor del reino: «Como buenos caballeros que sin sueldo quieren servir a su Rey, pues le tienen bien seguro» (Vida 15, 11). Y a la vez, el contemplativo es «como sabia abeja», «recogida» en la colmena, donde labra la miel mejor que revoloteando de flor en flor (Vida 15, 6).



Pero entre todas esas imágenes del contemplativo primerizo, ninguna tan delicada, tan constantemente reelaborada como la del niño recién nacido. La Santa la introduce por primera vez en Vida 15, 12. De nuevo la elabora y mima cuidadosamente en Camino 31, 9-10. Vuelve a retocarla y matizarla en los Conceptos del amor de Dios 4, 4-5. Y por fin, aquí en nuestro pasaje final de las moradas cuartas, c. 3, 10.



Para ella, el contemplativo es un renacido. Estrena vida nueva. Pero la comienza como un niño. Vida frágil la suya. En dependencia total del Padre Dios. Llamado a crecer, pero con el riesgo de la atrofia y de la involución (Vida 15, 12). Es «como un niño que comienza a mamar, que si se aparta de los pechos de su madre, ¿qué se puede esperar de él sino la muerte?» (4M 3, 10).



Los dos pasajes que mejor han cincelado el símbolo del «niño que aún mama» son, sin duda, los de Camino y Conceptos. Es insuplantable su lectura. Comencemos por el pasaje del Camino:

«Advertid mucho a esta comparación, que me parece cuadra mucho: está el alma como un niño que aún mama cuando está a los pechos de su madre, y ella, sin que él paladee, échale la leche en la boca por regalarle. Así es acá, que sin trabajo del entendimiento está amando la voluntad, y quiere el Señor que, sin pensarlo, entienda que está con él, y que solo trague la leche que Su Majestad le pone en la boca y goce de aquella suavidad» (C 31, 9).



Uno de los teólogos censores del autógrafo teresiano acotó el texto de la Santa con esta nota marginal: «Por esta comparación se puede entender cómo es posible amar sin entender lo que se ama ni qué se ama, que es dificultoso de entender». Observación filosófica que más tarde incluirá la Santa en la reelaboración definitiva de su libro.

No sabemos la fecha en que ella vuelve sobre el símil del niño en el comentario al Cantar de los Cantares (Conceptos, 4, 4). Pero sin duda lo hace a media distancia entre esa página del Camino y nuestro texto de las Moradas. Reelabora así la imagen del niño:



«Porque así como un niño no entiende cómo crece ni sabe cómo mama, que aun sin mamar él ni hacer nada, muchas veces le echan la leche en la boca, así es aquí, que totalmente el alma no sabe de sí, ni sabe cómo ni por dónde… le vino aquel bien tan grande. Sabe que es el mayor que en la vida se puede gustar, aunque se junten todos los deleites y gustos del mundo. Vese criada y mejorada sin saber cuándo lo mereció; enseñada en grandes verdades sin ver al maestro que la enseña; fortalecida en las virtudes, regalada de quien tan bien lo sabe y puede hacer. No sabe a qué lo comparar sino al regalo de la madre que ama mucho al hijo y le cría y regala… Es al propio esta comparación…» (Conceptos 4, 4-5).



Lo que la Santa ha querido afirmar insistentemente con la imagen del niño es doble. Vale para perfilar la silueta del contemplativo, pero también para indicar el sentido profundo de toda vida cristiana.



Para el contemplativo, la entrada en esa nueva esfera de la experiencia de Dios es pura gratuidad. Se le da lo que tiene, lo que entiende, lo que ama. Le ensanchan el espacio interior del castillo. Como si a él mismo le cambiaran suavemente los resortes de la vida y los rasgos del rostro. «Aun yo, con ser la que soy, parezco otra», escribe de sí misma la Santa (Vida 15, 7).



Pero lo que sucede al contemplativo pone en evidencia lo que acontece en la vida del cristiano. No solo el recién nacido en Cristo por el bautismo, sino el adulto en Cristo vive recibiendo la vida por venas y conductos secretos. Acogerla o recibirla es su mayor aportación a ese proceso vital. No, no se le dispensa de hacer, servir, trabajar y crecer, pero en cualquier etapa del proceso es y vive más por lo que recibe que por lo que hace.



Notas del texto teresiano:

                [1] Ha hablado de «oración de recogimiento» en varias obras: Vida cc. 14-15; Camino cc. 28-29; Relación 5 (escrita poco antes que las Moradas). – Conviene tener en cuenta que la Santa no es constante en la nomenclatura de los grados de oración: ora habla de un «recogimiento» no infuso, última forma de oración no mística; ora de un «recogimiento infuso», primer grado de oración mística. Así en Vida la segunda agua (2º grado de oración: quietud infusa) será designada indistintamente con los términos de «recogimiento y quietud» (cf. c. 15, nn. 1 y 4). Al contrario, en los hermosos cc. 28-29 del Camino enseñará una forma de «oración de recogimiento» perfectamente adquirible y no infusa. En la mencionada Relación 5, nn. 3-4, la oración de «recogimiento interior» es como el primer vagido de oración mística, escalón de acceso a la oración de quietud (n. 4; pero cf. el número último de esta misma Relación). Esta proposición doctrinal se mantendrá en las Moradas IV, c. 3: el recogimiento es una forma de oración infusa (= «que también me parece sobrenatural», n. 1; cf., sin embargo, el n. 8) que prepara inmediatamente el alma para la oración de quietud. – Por todo esto, sería erróneo insistir demasiado en la nomenclatura teresiana para captar el pensamiento de la Santa.

                [2] El sentido es: en esta oración de recogimiento se prepara el alma para la oración de quietud; sin artificio quiere decir sin esfuerzo personal, pasivamente o por vía infusa. Esta expresión y la siguiente «labrar el edificio» aluden al símbolo de los pilones y arcaduces, c. 2, nn. 2-4.

                [3] Alusión al Tercer Abecedario del franciscano Francisco de Osuna, tratado 9, c. 7, y a la Subida del Monte Sion de Bernardino de Laredo, parte 3, c. 41. – Sobre este punto, véase Vida c. 12, título y nn. 1, 4, 5 y 7; y c. 22, nn. 13 y 18.

                [4] Cf. 1M c. 2, nn. 4, 12, 15.

                [5] Confesiones L. 10, c. 27, pero más probablemente alude al c. 31 de los Soliloquios atribuidos a San Agustín, y editados en castellano en Valladolid 1515. Cf. Vida c. 40, n. 6; y Camino c. 28, n. 2.

                [6] Nueva reminiscencia del Tercer Abecedario de F. de Osuna, tratado 6, c. 4.

                [7] Pasaje oscuro. Alude la Santa a B. de Laredo, Subida del alma a Dios, parte 3, c. 27: «Qué cosa es no pensar nada en contemplación perfecta…».

               [8] Se refiere al Tratado de oración y meditación, aviso 8, del P. Granada, entonces atribuido a San Pedro de Alcántara.

                [9] En los nn. 4-6; cf. c. 2, n. 9.

                [10] El paréntesis que sigue rompe el hilo del discurso y la frase quedará inconclusa. Fray Luis, conservando intacto el paréntesis, arregló el resto así: «Mas como dije en otra parte, la causa porque en esta manera de oración cesa el discurso del entendimiento […] así que la causa es que esta es fuente manantial, que no viene por arcaduces: él se comide» (p. 81). – Como dije en otra parte: probablemente remite a los pasajes paralelos del Camino c. 31, nn. 3 y 7. Paralelo de lo que venía diciendo en el número anterior en Vida c. 13, nn. 11-22, a pesar de hallarse en contexto diverso.

                [11] El aparente embrollo de la frase y el desorden redaccional de estas Moradas IV hacen necesaria una aclaración: En el c. 1 ha hablado de la diferencia entre «gustos y contentos» (oración infusa y oración no infusa); en el c. 2, ha tratado de la oración de quietud («gustos»), contrastándola con la oración de recogimiento («contentos»), introduciendo para ello la hermosa alegoría de los pilones y arcaduces (nn. 3-5); en este c. 3 trata de la oración de recogimiento (primera manifestación de la oración infusa) y de los efectos de la oración de quietud (nn. 9-14). – Ese franco desorden se debe, en parte, a las interrupciones que sufrió la Santa durante la composición de estas Moradas. – El orden lógico debería ser este:

  1. a) diferencia entre contentos y gustos (c. 1);
  2. b) oración de contentos: últimas formas de oración no infusa (c. 2, nn. 1-5);
  3. c) oración de recogimiento infuso (c. 3, nn. 1-7);
  4. d) oración de quietud (c. 2, nn. 2 y 6-10);
  5.   e) efectos de la oración de quietud (c. 3, nn. 9-14).

                [12] Esta oración de quietud. – Reanuda el tema del n. 1.

                [13] El temor servil: en contraposición al temor filial, según el esquema de la teología clásica.

                [14] Alusión a F 4, 13. Cf. V c. 13, n. 3; Rel 58, n. 2.

                [15] En el c. 5 de las Fundaciones. Insistirá en el mismo aviso en 6M c. 7, n. 13.

                [16] Caimiento (de nuevo en el n. 13) equivale a decaimiento. – Flaqueza: la Santa escribió flaquedad.

                [17] Más de lo que queda dicho: más intenso que la oración infusa de quietud de que viene hablando. – Del «sueño espiritual» (o «sueño de potencias») cf. V cc. 16 y 17, donde la Santa le concede mayor importancia en el escalafón de la vida mística.

                [18] En los nn. 11-12. – Derrocar en este caso significa el estado de impotencia corporal producido por ciertas gracias extáticas: las gracias místicas de las moradas IV no producen tal «derrocamiento», sino a lo sumo «decaimiento interior y exterior».

                [19] Cf. todo el c. 3 de las moradas sextas.

                [20] Natural junto con sobrenatural: que en estas moradas se entrecruzan actos y estados infusos y no infusos. Por eso ha hablado de contentos y gustos: de meditación y quietud (cf. n. 8).

15 enero 2018

MORADAS CUARTAS Capítulo 2

Comentario de Tomás Álvarez

El símbolo de las dos fuentes

Al revisar lo escrito, una vez terminado el libro de las Moradas, la propia autora antepuso a este capítulo un epígrafe que refleja bien todo su contenido:

– Que «sigue en lo mismo», es decir, que el lector no pierda el hilo de lo tratado en el capítulo anterior.

– Que «lo declara por una comparación», es decir, que sin abandonar el símbolo básico del castillo, ahora introduce otro: «agua para el castillo».

– Y tercero, el aspecto práctico: ¿hay o no hay técnicas para llegar a la experiencia religiosa que aquí se explica? No, no las hay.

Antes de leer

Desde la primera línea del capítulo le llega al lector una explosiva exclamación de la autora: «¡Válgame Dios en lo que me he metido!». Ha tenido que interrumpir la composición del libro. Se le ha olvidado de qué venía hablando. Se ha visto abrumada de negocios y problemas de salud. Sin tiempo para releer lo escrito. Recela, contra sí misma: «Que es todo desconcierto cuanto digo; al menos es lo que siento».

Flamante instantánea de la escritora y su tarea. No todo es real en esa estampa. Pero sí han ocurrido contratiempos desconcertantes. A los quince días de iniciar la redacción de las Moradas, ha muerto en Madrid el nuncio papal Nicolás Ormaneto (18.6.1577), pieza clave en ese otro castillo de naipes que es la reforma teresiana, que comienza a tambalearse. Teresa tendrá que hacer rápidamente su matalotaje para trasladarse de Toledo a Ávila, y esperar allí al nuevo nuncio pontificio, con malos presagios.

Ese nerviosismo es el responsable del «desconcierto» que ahora acusa la autora, obligada a seguir escribiendo a salto de mata, «a pocos a pocos» como ella misma ha certificado en otro lugar. Más adelante tendremos ocasión de comprobar cierto trastrueque de piezas en el temario de este capítulo y del siguiente.

Oración, gracia y vida en las moradas cuartas

Son tres preguntas que formulamos a la autora: Qué tipo de oración es el que caracteriza al morador de las cuartas moradas del castillo. Cuál es el desbordamiento de la oración sobre la vida. Cuál la iniciativa de Dios –y de su gracia– en lo uno y lo otro, en la oración y en la vida.

Oración, recordémoslo, es la relación con Él. Vida es el arco entero de relaciones del hombre con Él, con los otros, consigo mismo, con el tren de quehaceres en marcha. Gracia es la iniciativa y la serie de dones de Dios en la vida y oración del hombre.

Teresa comienza empalmando con lo escrito en su primer libro, secuestrado por la inquisición, Libro de la Vida. Allí habló de «la oración de quietud». Ahora, a eso mismo lo llama «gustos de Dios» – gozo de Dios. La «quietud» de que habló en Vida era un grado de la oración. Ahora los «gustos» o el gozo de Dios es algo que se refiere a toda la vida. Pero Teresa no los separa en compartimentos estancos: oración y vida de las cuartas moradas es lo que ella nos va a referir enseguida bajo el símbolo de las dos fuentes.

Un poco más adelante, reafirmando la evocación del libro secuestrado, recordará que hace ya quince años que lo compuso. Es normal que ahora, con la crecida de experiencia, sea mayor su lucidez doctrinal y diferente el enfoque. Con todo, la exposición hecha en Vida sigue en pie, y ahora la profundizará.

En resumen, la «oración de quietud» expuesta en los capítulos 14 y 15 de Vida correspondía a la segunda agua con que se regaba el huerto del alma, pero era la primera forma de oración mística. Estreno de esa especie de oración pasivo-contemplativa, en que la gracia o la acción de Él toman la iniciativa y le hacen a uno orar bajo el soplo y el calor del Espíritu. Esa primera oración mística tenía su órgano de expresión en la voluntad, que es el corazón del espíritu, corazón de toda la vida del hombre. Teresa, allí, la comparaba a una centellica de fuego que desde la voluntad se disponía a incendiar toda la actividad humana. Y la llamaba oración de quietud (terminología que ella había recibido de los libros espirituales de su tiempo), porque efectivamente contrastaba con el bullicio y la complejidad psicológica de la oración discursiva de la primera agua. Silencio, reposo fascinado de sola la voluntad, convocada al festín del amor, remontada por encima del revoloteo de otras fuerzas del espíritu: mente y fantasía, todavía dispersivas. Porque en este umbral de la oración mística, sola la voluntad –según Teresa– es alcanzada por el imán de la gracia, para ponerla en «oración de amor» y unirla por momentos al objeto misterioso del amor que es Dios, en Cristo, y en todo lo irradiado por su misterio de bondad, de gracia, de ternura hacia los hombres.

Ahora, en las moradas cuartas, ese paisaje interior persiste. El ingreso en la vida mística se hace igualmente a través de la convocatoria de la voluntad humana al misterio del amor de Dios. Pero con un matiz nuevo, reflejado en la nueva terminología: «gustos/gozo». Es toda la persona la que va a quedar sensibilizada gozosamente a la presencia de Dios, bajo la acción de su gracia. Por eso, en el símbolo que Teresa utiliza para explicárnoslo, habla menos de la voluntad, y en cambio va a referirse al «hondón» de la persona, al «centro del alma», hontanar de toda la vida del castillo.

Será ahí, en ese hondón misterioso, donde su relación con Dios hará brotar la fuente que inunde la voluntad y que alcance todas las capas y pliegues del hombre, hasta llegar al mismo cuerpo con sus sentidos y actividades.

Las dos fuentes: pilón y arcaduces

El agua en su realismo físico, la del vaso o de la fuente campestre, el agua de la lluvia o la del torrente o la del mar, con su embrujo de trasparencia, de fluidez y limpieza, de empalme con la vida, es constante tentación literaria para la pluma de Teresa. A ella recurre ahora para hacer su catequesis de las moradas cuartas. No halla «cosa más a propósito para declarar cosas de espíritu, que esto de agua… Soy tan amiga de este elemento, que le he mirado con más advertencia que otras cosas» (n. 2).

Realmente, Teresa es buen testigo de la tesis que ve en el agua el símbolo universal del origen de la vida, incluso de la vida trascendente, en todas las religiones. En el Camino de Perfección dedica numerosas páginas a la imagen del agua viva. Mucho más en su autobiografía: todo el tratadillo de los grados de oración se apoya en el simbolismo del agua, que da vida al huerto del alma: capítulos 11-21 de su libro. Más adelante, para introducir al lector en lo hondo de su experiencia mística, la comparará a «unas fontecicas que yo he visto manar, que nunca cesa de hacer movimiento la arena hacia arriba» (Vida 30, 19).

Será esta última imagen la base simbólica que elaborará ahora en nuestro capítulo de las moradas cuartas, pero desdoblando la imagen en dos fuentes, una de las cuales simbolice la vida del alma en cuanto vinculada al esfuerzo humano; la otra, esa misma vida en su origen divino. La primera corresponde a la vida ascética y a la oración meditativa de las tres primeras moradas. La otra, a la vida mística y a la oración infusa de las moradas cuartas y siguientes. Con un subrayado, a primera vista desconcertante: la fuente primera, la que simboliza el esfuerzo del hombre por alimentar la vida del castillo, está situada fuera, extrae el agua de manantiales precarios y lejanos y la conduce por un «artificio de arcaduces» que no la libran de derrames ni de polvo y fango. Mientras que la otra fuente, la que tiene su origen en el Señor del castillo, está situada dentro, en lo más hondo del castillo mismo. La acción de Dios para dar vida al hombre no es algo externo o extraño al hombre, sino que tiene la fuente manantial en la entraña del espíritu humano. Precisamente porque lo más hondo del hombre –la última morada del castillo– es una especie de apertura radical a Dios y a lo divino. Oigamos a la Santa:

«Hagamos cuenta, para entenderlo mejor, que vemos dos fuentes con dos pilas que se hinchen de agua… Estos dos pilones se hinchen de agua de diferentes maneras: el uno viene de más lejos por muchos arcaduces y artificio; el otro está hecho en el mismo nacimiento del agua y vase hinchendo sin ningún ruido, y si es el manantial caudaloso como este de que hablamos, después de henchido este pilón procede un gran arroyo. Ni es menester artificio ni se acaba el edificio de los arcaduces, sino siempre está procediendo agua de allí. Es la diferencia que la que viene por arcaduces es, a mi parecer, los contentos que tengo dicho que se sacan de la meditación; porque los traemos con los pensamientos, ayudándonos de las criaturas en la meditación y cansando el entendimiento; y como viene en fin con nuestras diligencias, hace ruido cuando ha de haber algún henchimiento… Estotra fuente, viene el agua de su mismo nacimiento que es Dios…» (nn. 2-4).

Sigue explicando que la acción de Dios es creadora; rehace el ser humano; no lo oprime ni lo angosta; lo dilata y ensancha; esa segunda fuente se crece y espacia en proporción con la crecida del agua que brota de ella; es agua y fuego a la vez; como si en lo hondo del alma, «en aquel hondón interior, estuviese un brasero adonde se echasen olorosos perfumes» que penetran toda el alma e impregnan el cuerpo (n. 6).

Agua y fuego simbolizan también la nueva forma de oración que ahora caracteriza la relación del hombre con Dios en ternura y ardor de la voluntad. Es la voluntad la que por momentos se une a Dios. Así, el paisaje de las moradas cuartas vuelve a coincidir con la segunda agua de Vida. El ingreso en la experiencia mística se hace desde la voluntad, es decir, desde el amor de Dios, que penetra y fecunda el corazón del hombre. En realidad, desde el corazón.

¿Técnicas, o gratuidad para llegar a la fuente manantial?

Aflora, por fin, una de las preocupaciones persistentes de la Santa: el fácil espejismo del orante frente al umbral de la experiencia mística. Espejismo que consiste en creer que él puede conseguir esa oración de quietud o cualquier otro asomo de experiencia mística, como puede lograr a base de esfuerzos una virtud o una oración ascética. Utilizando el mismo símbolo de la Santa: creer que, así como puede conducir el agua de la meditación por técnicas humanas, podrá hacer que brote el agua en el misterioso pilón interior.

Ya en el tiempo de la Santa estaban en boga ciertas técnicas de vacío mental y de «levantar el espíritu a cosas sobrenaturales», similares a ciertos esquemas pedagógicos de la meditación profunda de nuestros días. Teresa responde categóricamente desde el epígrafe del capítulo: este tipo de experiencia religiosa «se alcanza no procurándolo». No hay técnicas que valgan. No hay correlatividad entre la iniciativa humana y la absoluta gratuidad del don amoroso de Dios. Cualquier tipo de escalada de la experiencia mística –incluso en este ínfimo grado de oración de quietud– es «trabajar en balde, que como no se ha de traer esta agua por arcaduces como la pasada, si el manantial no la quiere producir, poco aprovecha que nos cansemos. Quiero decir que aunque más meditación tengamos y aunque más no estrujemos y tengamos lágrimas, no viene esta agua por aquí. Solo se da a quien Dios quiere y cuando más descuidada está muchas veces el alma» (n. 9).

Sí, el orante puede disponer su espíritu para recibir ese don. Pero esa disposición no va por el camino de las técnicas psicosomáticas, sino…, «después de hacer lo que los de las moradas pasadas, ¡humildad, humildad! Por esta se deja vencer el Señor a cuanto de él queremos… Suyas somos, hermanas; haga lo que quisiere de nosotras; llévenos por donde fuere servido» (nn. 9-10).

Imposible expresar con mayor nitidez el hecho de que en la vida de la fe o en nuestra relación con Dios, hay zonas de gratuidad absoluta, pendientes de la pura iniciativa divina, vivencias que acontecen en la misteriosa lógica del amor trascendente, fuera del alcance y más allá de las horas marcadas por el reloj de la madurez humana. Esfera de la gracia. Las otorga Él a la pobre criatura humana «porque quiere y no por más» (n. 9).

Y precisamente será ese maravilloso mundo de su amor gratuito el que desarrolle la espiral de gracias y experiencias que Teresa describirá a partir de este momento, en las moradas quintas, sextas y séptimas.

En síntesis

Sin duda, al lector le será preciso leer el texto íntegro de la Santa. Para esa lectura le sugerimos tres pistas:

– Que el ingreso en las moradas cuartas, y consiguientemente en la experiencia mística, no está marcado por un cambio de conducta ética por parte del hombre. Es obra de un nuevo tipo de gratuidad amorosa por parte de Dios.

– Pero en la estructura misma del hombre hay unas capas pro%fundas que ahora se vuelven hontanar misterioso bajo la iniciativa de Él.

– Y que en la progresiva relación del hombre con Dios juegan un papel decisivo el amor y la voluntad. Que el hombre comienza a amar de forma absolutamente nueva, precisamente experimentando el amor que Dios derrama sobre él.

19 diciembre 2017

MORADAS CUARTAS Capítulo 1  

Comentario de Tomás Álvarez

Comienzo de vida nueva. Período de transición entre la fase ascética de lucha, y el preludio de los estados místicos, caracterizados por el predominio señero de la gracia divina. Brota la fuente interior, que da paso a la experiencia mística. Pero a sorbos e intermitentemente: con momentos de lucidez infusa (recogimiento de la mente), y momentos de amor pasivo, recibido (quietud de la voluntad). Posibilidades nuevas de relación con Dios en la oración. Por efecto de las nuevas gracias, se va remodelando el talante teologal y ético de la persona.

Dos imágenes bíblicas: los jornaleros de la parábola, retribuidos muy por encima de lo trabajado; o la esposa de los Cantares invitada al idilio del amor divino. El alma de las cuartas moradas es como el jornalero evangélico, pagado a desmesura con la moneda del amor.

Alborada de experiencia mística

Hacía no menos de doce años que Teresa lo había contado en gran secreto a los primerizos lectores del Libro de la Vida. A ella le había pasado de pronto algo sorpresivo. No solo inesperado, sino difícil de entender y de decir. Le sucedió exactamente a raíz de su «conversión» ante el Cristo llagado y tras leer, emocionada, las Confesiones de san Agustín. Ya no era una joven impresionable. Frisaba en los treinta y nueve años de edad. Comienza a contarlo así:

«Tenía yo algunas veces, aunque con mucha brevedad pasaba, comienzo de lo que ahora diré: acaecíame en esta representación que hacía de ponerme cabe Cristo, que he dicho, y aun algunas veces leyendo, venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí o yo toda engolfada en él…» (Vida 10, 1).

Aun sin entenderse ni entenderlo, Teresa vislumbró enseguida que se le cambiaba el rumbo de la vida interior. Que le nacían alas a su vida de oración. Que en esa su nueva manera de orar intervenía Alguien que hasta ese momento parecía silencioso. Y la introducía, gozosamente, en algo así como un espacio nuevo, el espacio simbólico de la presencia de Dios. Especie de tierra santa interior. Era el ámbito de las cuartas moradas del Castillo, que en el relato de Vida equivale a la segunda agua con que se riega el huerto del alma. Es natural que ahora, al hablar al lector de todo aquello y anunciarle que muy probablemente también a él le acaecerá algo parecido si vive a fondo su vida cristiana y es fiel a la oración, es natural –digo– que le tiemble la mano y la pluma y se le produzca un estremecimiento religioso de todo el ser. Es lo primero que le dice al lector. Antes de entrar en tema, ha tenido que ponerse de rodillas:

«Para comenzar a hablar de las cuartas moradas bien he menester lo que he hecho, que es encomendarme al Espíritu Santo y suplicarle de aquí adelante hable por mí, para decir algo de las que quedan de manera que lo entendáis; porque comienzan a ser cosas sobrenaturales y es dificultosísimo de dar a entender, si Su Majestad no lo hace…» (n. 1).

Las dos vertientes de la oración

No es preciso recordar de nuevo que la oración, en la perspectiva de la Santa, no es una práctica, sino una dimensión de la vida cristiana. Las dos vertientes son, pues, vertientes de vida. E implican no solo el quehacer y la conducta del orante, sino el nivel de su relación con Dios: la oración es cosa de dos, en la que –claro está– va a haber amplia cabida para todos los hermanos.

En el escalafón de las moradas, esas dos vertientes corresponden a las moradas terceras y moradas quintas. En las terceras termina el proceso ascético. En las quintas comienzan los estados místicos. Las cuartas son algo así como la cima divisoria de aguas entre ambas. Superación esporádica de la manera de vivir y orar de las moradas terceras. Y umbral de la oración mística que va a apoderarse del orante (de Teresa misma) en las moradas quintas, cuando se hunda de lleno en el misterio de la presencia de Dios dentro del castillo.

Por eso Teresa comienza recordando al lector cuál era su situación y su oración en las moradas terceras. Había logrado normalizar su vida de oración. Había logrado superar ciertas atrofias en ese misterioso idioma que el hombre emplea para hablar a Dios. Superada la «sordomudez» de las primeras moradas. Superada la especie de «mudez-tartamudeo» de las segundas. Había normalizado la oración-meditación. Había tenido que hacer la travesía de sequedades y pruebas inesperadas. Con determinada determinación de no abandonar la empresa de la oración. «Beatus vir», bienaventurado, le dijo la Santa por haber puesto toda su confianza en Dios.

Ahora sigue recomendándole que no abandone esa manera de oración («empleado en discurrir con el entendimiento y en meditación»), pero que «acertaría más en ocuparse un rato en hacer actos, y en alabanzas de Dios, y holgarse de su bondad, y que sea el que es, y el desear su honra y gloria. Esto como pudiere, porque despierta mucho la voluntad» (n. 6).

Pero le advierte enseguida del cambio de agujas que le espera al entrar en las moradas cuartas: «Esté con gran aviso cuando el Señor le diere estotro, no dejarlo por acabar la meditación que se tiene de costumbre» (n. 6).

¿Qué es ese estotro que ahora sobreviene y no hay que postergar, so pretexto de cumplir la tarea habitual de la meditación? Para acoger y entender la respuesta de Teresa a esa pregunta, hay que dar un paso atrás y recordar la elemental catequesis de la oración, tal como a los primitivos cristianos se la impartía san Pablo. La oración cristiana, en su quintaesencia más medular, no es pura tarea del orante. El orante por sí solo no sabría qué decir o qué pedir. Es el Espíritu el que sigilosamente lo impulsa y en definitiva pone en su alma y en sus labios la palabra «Abba-Padre».

Pues bien, ese latido germinal de toda oración cristiana es el que ahora se desata y preside los sentimientos, pensamientos, curso y rumbo de nuestro orar. Como si el Otro –el gran partner de toda oración cristiana– ahora ostensiblemente tomase la iniciativa. Recordemos las palabras con que Teresa lo contó en el relato de su vida: «Me venía a deshora un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía (yo) dudar estaba (él) dentro de mí o yo toda engolfada en él» (V 10, 1).

Es el paso de la meditación a la contemplación. Eso, sin embargo, no es todavía la otra vertiente. Es solo la cima que da paso a ella. La otra vertiente se desplegará desde las quintas a las séptimas moradas del Castillo. No anticipemos la lectura.

«Tú me dilatas el corazón»

Mientras escribe, la Santa empalma su exposición con la liturgia de la mañana. Le viene a los puntos de la pluma la palabra sugeridora de un salmo que quizá ha rezado ese mismo día al amanecer en la Hora de Prima. Es el salmo 119 (118), v. 32. Lo recuerda en latín, tal como lo ha orado en el rezo coral: «Cum [NVg: Quia] dilatasti cor meum». «Cuando tú me ensan%chaste el corazón».

Esa misteriosa e incomparable dilatación del corazón comenzó cuando ella hizo la travesía de las moradas cuartas. Es decir, cuando aquella su anterior vida en régimen de esfuerzo y de lucha, tensa por mantener el hilo de la oración (la meditación), se vio suavemente suplantada por el flujo misterioso de unos sentimientos, emociones, afectos interiores, que brotaban de las capas más profundas de su alma y se hacían por sí mismos espacio anchuroso en la interioridad. Agua que mana y dilata el pilón interior del alma, dirá ella en el capítulo siguiente. Espacio interior que se abre para «recibir», después de haber bregado años y años en pensar y trabajar por «hacer».

Se dilata «el corazón». La Biblia y toda la tradición espiritual cristiana han empleado ese vocablo para simbolizar la interioridad. «En el corazón guardaba María las cosas que no comprendía de Jesús». «Redeamus ad cor, regresemos al corazón», es la consigna clásica de Agustín. Solo que Teresa ya no habla de un regreso, sino de una gracia de instalación y dilatación de la interioridad.

Desde las moradas primeras (1M 1, 3), ha hablado al lector del «centro del castillo», que es el «centro y hondón del alma». «Poned los ojos en el centro, que es donde está él», le ha dicho reiteradamente al principiante (1M 2, 8). Ahora le explicará que esa dilatación interior que comienza como una liberación del corazón (simbólico corazón), llega más allá y toca ese centro que es morada secreta de Dios en el hombre (4M 2, 5). Precisamente porque lo que ahora se apura y ensancha es la relación del alma con él. No solo en el reducto de la oración, sino en toda la vida. Por eso, pasando de la explicación a las consignas, Teresa le dirá que pase suavemente de la tarea del pensar a la del amar:

«Solo quiero que estéis advertidas que para aprovechar mucho en este camino y subir a las moradas que deseamos, no está la cosa en pensar mucho sino en amar mucho; y así lo que más os despertare a amar, eso haced. Quizá no sabemos qué es amar, y no me espantaré mucho; porque no está en el mayor gusto, sino en la mayor determinación de desear contentar en todo a Dios y procurar en cuanto pudiéremos, no ofenderle y rogarle que vaya siempre adelante la honra y gloria de su Hijo y el aumento de la Iglesia Católica. Estas son las señales del amor, y no penséis que está la cosa en no pensar otra cosa y que si os divertís un poco va todo perdido» (n. 7).

¿Y la loca de la casa?

La pregunta por la «loca de la casa» recae sobre las rémoras y dificultades que tiene normalmente el hombre al entablar y prolongar su trato con Dios. Dificultades que provienen de nuestra interioridad en desorden; fuerzas que no obedecen fácilmente al mando de la razón, ni al imperativo del amor.

Teresa las condensa en dos palabras que para ella son sinónimas: pensamiento-imaginación. Es la imaginación la que a ella le ha hecho sufrir durante años en sus más delicados momentos de oración. Por eso al acercarse ahora a esa «cima de cambio» –moradas cuartas–, se pregunta por ella: ¿Queda por fin derrotada y subyugada?

Comencemos recordando que esa expresión, «la loca de la casa», universalmente atribuida a santa Teresa para designar la imaginación, nunca fue escrita por ella. Es demasiado negativa. A la imaginación Teresa la llamará «tarabilla de molino» (n. 13), «pensamiento tortolito» (atolondrado: n. 8), la comparará a «esas mariposas de las noches, importunas y desasosegadas», que acaban por apagar la candileja y dejar a oscuras la celda (V 17, 6), y en alguna ocasión la comparará con el loco incapaz de seguir el hilo de la conversación («no se haga caso de ella –de la imaginación– más que de un loco, sino dejarla con su tema» (V 17, 7).

Será esto último lo que aconsejará al lector de las moradas cuartas. Este suave ingreso en la quietud y paz interiores aún no logra poner en orden esas fuerzas revueltas, que se agitan y contrastan dentro de nosotros. Ese apaciguamiento y equilibrio interior ocurrirá solo más adelante, cuando la acción de él «ordene en mí el amor», como en la esposa de los Cantares.

Ahora en cambio, dice la Santa, te toca todavía luchar con esa turbulencia interior. En esta zona del castillo todavía «entran las cosas ponzoñosas», pero ya «no hacen daño, antes dejan con ganancia» (n. 3). Es decir, quietud y paz interiores sí, pero aquí se lucha. Las locuras del pensamiento, imaginación, instintos y resabios de desorden, sirven todavía para luchar y para mantener el contacto con la realidad de la vida, e impedir la deformación interior «en un embebecimiento» enervante (n. 3).

Lunes, 27 de noviembre

Segundas moradas. Capítulo único

Como ella misma destaca, en el título del capítulo que dedica a estas moradas, se caracterizan por la perseverancia en la lucha.

La situación indudablemente, como ella dice, ha mejorado, pero se hace más dolorosa: la persona entra en una tensión fuerte y en una lucha entre dos mundos enfrentados entre sí; Dios-criaturas, interioridad-exterioridad, fe-naturaleza. “Más trabajo” tienen que los de las moradas primeras porque entienden las exigencias de Dios y experimentan su debilidad e impotencia para responder.

Afirma que las Moradas segundas “es de los que han comenzado a tener oración” (2), pero les falta determinación para mantenerse en esta actitud y vuelven a situaciones anteriores.

La nota característica de estas moradas es esa lucha de dos contrarios. Que Teresa describe con gran dramatismo:

-La razón le representa el engaño que es pensar que todo esto vale nada… por otra parte le vienen voces que lo dicen que los contentos del mundo son casi eternos. Esto lo expresa muy bien en el número 3.

-Las voces de la exterioridad llaman a vivir “por casas ajenas”. La voz de Dios tiende a persuadirle a entrar. Ya que “fuera del castillo no hallará seguridad ni paz”, que la “suya es tan llena de bienes” (4). Esta es la dramática tensión en que vive la persona. “Puede ser mayor mal que no nos hallemos en nuestra misma casa” (9)

> A esta luz puedo preguntarme cuáles son las voces que tienen más fuerza en mí…

> ¿Cómo trabajo mi interioridad?

Aún en medio de este análisis y reflexión, necesarios para caminar en el propio conocimiento, y “caminar con determinación”, Teresa ofrece siempre una mirada de esperanza, de confianza en aquel que es misericordia y amor. Asegura un feliz desenlace: llegará a la meta. “Verán cómo su Majestad le lleva de unas moradas a otras y le mete en la tierra adonde estas fieras ni le pueden tocar ni cansar” (9) Porque Dios “es muy buen vecino”.

Llama reiteradamente porque “tiene en tanto… que le queramos y procuremos su compañía… que nos acerquemos a Él… Sabe aguardar muchos días y años, en especial cuando ve perseverancia” (3). Sabe hacer “muchas curas para sanar” (5b)

  • A esta luz mi reflexión puede ser preguntarme por qué imagen tengo yo de Dios
  • Le reconozco como el Dios que me espera siempre. Dios sanador…

Por otra parte, Teresa nos dice que lo que caracteriza estas Moradas es “la lucha”, la perseverancia en la lucha. ¿Cuál es el contenido y el sentido de esta lucha?

-El objetivo está bien definido: Mirarle, no mirarnos; hacer su voluntad, no pretender que se haga la nuestra.

-La clave es la oración: el amor- amistad: “abrazaos a la cruz que vuestro Esposo llevó sobre sí” (7)

-Luchar perseverantemente por un amor limpio, gratuito, desinteresado. Es exigencia elemental y primaria de la oración-amistad.

        >   Me pregunto por mi forma de orar, mi perseverancia en mirarle

        >   Dónde y cómo le descubro

Perseverar en la oración, dura y difícil, es participar en la cruz del Amigo, es seguir a Cristo Crucificado, en los crucificados de la tierra. Orar es mirarle, considerar su vida (12). Cristo es camino: “ninguno subirá al Padre sino por mí”, y “quien me ve a mí, ve a mi Padre” (12)

Teresa ofrece para nuestra consideración y oración el evangelio del hijo pródigo que nos devuelve la imagen del hombre o la mujer “dispersos”, andando por casas ajenas y alimentándose de “manjar de puercos” (4)

  • Claves de iluminación para descubrir en nuestra vida la tentación propia de estas segundas moradas:

1.La vida de oración se hace difícil. Está el deseo de orar, pero aparece la sequedad y falta de gusto por las situaciones que hemos ido describiendo.

2.Quizá por una vida dispersa y exteriorizada. El egocentrismo.

  1. El cansancio y abandono. Tentación de volver a tras

        >   Camino de crecimiento y avance

  1. Abandonarse a la iniciativa de Dios. Amar limpiamente. “Abrazarse con la cruz de vuestro Esposo, en los crucificados de la tierra.
  2. Confianza en Dios y reconocimiento de los propios límites.

3.Hacerse apoyo unos de otros. “Abrirse a quienes tratan de lo mismo”

13 noviembre 2017

A doce años del Libro de la Vida, con mucha más experiencia por parte de la autora, y careciendo de este libro por estar en la Inquisición, Moradas responde a un nuevo intento de hacer un “tratado” de vida espiritual sobre su andadura personal.

El P. Gracián deja constancia de cómo surge este escrito: “Persuadíle yo estando en Toledo, a la madre Teresa de Jesús con mucha importunación, que escribiese el libro que después escribió, que se llama de las Moradas. Ella me respondía…

‘¿Para qué quieren que escriba? Escriban los letrados que han estudiado, que yo soy una tonta y no sabré lo que me digo; pondré un vocablo por otro, con que haré daño…

Primeras moradas. Capítulo 2

Teresa, una vez que ha fijado algunas cuestiones sustanciales como son: el sentido de la propia dignidad, el sentido de Dios y el sentido del pecado, comienza a configurar la vida nueva de quien, por la puerta de la oración entra en el castillo interior.

¿Cómo ilumina Teresa de Jesús el tema del pecado? Es la falta de luz por estar de espaldas al sol. Las imágenes del sol y la fuente nos iluminan para entender lo que es vida y la falta de vida. Y esto afecta a los sentidos, a las potencias.

Al introducir al principiante en la primera jornada de vida espiritual, Teresa ha decidido encararlo con las dos situaciones límite: por un lado, la suma dignidad del hombre, hermosura del castillo inundado de gracia; de otro lado, la suma fealdad que el pecado acarrea al castillo: «no hay tinieblas más tenebrosas».

A lo largo del libro tendremos ocasión de comprobar que en la pedagogía de Teresa hay un filón que ella quiere explotar a fondo: es el sentido del riesgo, pero del riesgo profundo en la línea de las evangélicas parábolas de la vigilancia. Que quien pierde el sentido del pecado, pierde ese sentido del riesgo. Y sin éste, perderá el sentido de la realidad, perderá el camino, no llegará a las moradas de fondo. (Tomás Álvarez)

  • Será interesante preguntarme por mi propia visión del pecado a la luz del escrito teresiano. Cómo hoy podemos hablar de ello desde una visión teológica renovada. Quizá pueda dar luz el capítulo 14 de la carta de Pablo a los romanos.

Por otra parte, en este capítulo, nos habla de las distintas moradas, las muchas moradas de nuestro castillo, invitando a poner los ojos en el centro (8) y a todas partes de ella se comunica el sol.

En este capítulo ofrece también una serie de consejos prácticos para el principiante (Tomado del comentario de Tomás Álvarez)

– Ante todo, «poner los ojos en Cristo, nuestro bien» (n. 1). Es un postulado de pedagogía espiritual. Lo repetirá a la altura de la última morada: «Poned los ojos en el Crucificado, y haráseos todo poco» (M6 4, 8). Es la quintaescencia de su evangelio. Había sido una de sus experiencias cristológicas primerizas. La había consignado en el Libro de la Vida. El Señor le dijo «que pusiese los ojos en lo que él había padecido, y todo se me haría fácil» (V 26, 3). Ahora ese consejo se convierte en el abecé del principiante. Y «tomar a su bendita Madre por intercesora» (n. 12). Por una razón muy sencilla no es idílica la vida en estas primeras moradas. Se impone la lucha. Y quien comienza, aún «tiene poca fuerza para defenderse». Necesita acudir «a Su Majestad…, a la Virgen…, a sus santos».

– Ser bien consciente de la situación precaria con que comienza. Son muchas las almas que entran en el castillo, pero, como aún se están embebidas en el mundo y engolfadas en sus contentos y desvanecidas en sus honras y pretensiones, no tienen fuerza los vasallos (que son los sentidos y potencias), y fácilmente estas almas son vencidas, aunque anden con buenos deseos de no ofender a Dios, y hagan buenas obras» (n. 12).

– Insiste en esa situación de lucha y en la pobreza de recursos: «Habéis de notar que en estas moradas primeras aún no llega casi nada la luz que sale del palacio donde está el Rey; porque, aunque no están oscurecidas y negras como cuando el alma está en pecado, está oscurecida en alguna manera para que la pueda ver…, porque con tantas malas culebras y víboras y cosas ponzoñosas que entraron con él, no le dejan advertir la luz» (n. 14). Si aspira a penetrar en las moradas segundas, le conviene dejar de mano «cosas y negocios no necesarios, cada uno según su estado» (n. 14).

Ha de tener temple y espíritu combativo: «Mirad que en pocas moradas de este castillo dejan de combatir los demonios» (n. 15). La travesía no es para espíritus mediocres y flojos. Se requiere centinela permanente, porque el enemigo se trasfigura «en ángel de luz», (clave ignaciana, ref. 2Cor 11, 14)) para mejor engañar (n. 15). «Es como una lima sorda», no hay que dejarse sorprender (n. 16).

– Por fin, desde el principio es preciso poner la mira en el hito ideal del camino y tener ideas claras sobre la santidad, meta final del castillo: «Entendamos, hijas mías, que la perfección verdadera es amor de Dios y del prójimo, y mientras con más perfección guardáremos estos dos mandamientos, seremos más perfectas. Toda nuestra Regla y Constituciones no sirven de otra cosa sino de medios para guardar esto con más perfección» (n. 17).

Así, la cartilla del principiante. La Santa le ha propinado unas cuantas verdades que lo inmunicen contra espejismos y falsos señuelos al dar los primeros pasos en el camino espiritual. Reiteradamente le ha insinuado el panorama de lucha que le aguarda a la vuelta de las segundas moradas.

  • Cabe preguntarse por el propio horizonte de sentido. Hacia dónde miro… hacia dónde dirijo toda mi actividad, hacia dónde oriento mis fuerzas, mi empeño, cuál es mi meta… ¿están o no en línea con lo que sueño y busco?

30 de octubre 2017

Una vez que hemos situado este libro teresiano, como la expresión más “sublime” de Teresa de Jesús de su camino de oración, de su experiencia de Dios. Una vez que hemos descubierto cómo y en qué circunstancias Teresa lo escribe, siempre en respuesta a la solicitud de quienes creen en la fuerza de su mensaje y en la capacidad de su magisterio. Nos adentramos en la lectura serena de este maravilloso escrito, donde describe -desde su experiencia- el camino / proceso o crecimiento de la persona en su relación con Dios. Desde la certeza de que, hechos a imagen y semejanza suya, hemos sido llamados a esta RELACION DE AMISTAD.

Para Teresa la ORACION es la puerta del Castillo (1M 1, 7), la condición para entrar. Es el puente por el cual se relaciona Dios con la persona. LA ORACIÓN ES LA RELACION DE AMISTADCON DIOS.

Primeras moradas. Capítulo 1

Teresa, siempre con los pies en la tierra y con su gran humanismo nos va a decir que al comienzo no será fácil tener espacios de sosiego, por estar envueltos o envueltas en muchas ocupaciones, llenos de ruidos y obstáculos. Pero no desanimarse, hemos de seguir adelante con fe y entusiasmo. Teresa en el Camino de perfección escribe: Venga lo que viniere, no ha de tornar atrás…

  • Quizá al hilo de la lectura de este primer capítulo sea interesante preguntarme por mis ruidos más habituales, externos e internos. Eso que Teresa llama las sabandijas en las primeras moradas.

Teresa, para hacerse entender recurre al símbolo del Castillo: cada hombre, cada mujer es como un castillo; lo interior del castillo es el alma -ese centro de intimidad-; la puerta de entrada es la oración y para atravesar esa puerta, los primeros pasos son: conocerse a sí mismo, tomar conciencia de la propia dignidad; conocimiento de Dios -su imagen-; tomar conciencia de la propia debilidad, el pecado; despertar la sensibilidad espiritual; despertar los sentidos.

  • Es un momento de toma de consciencia y de preguntarme cómo van todos estos aspectos en mi vida. Es decir: saber dónde me encuentro yo.

Como en los antiguos «libros de caballerías», nos acercamos al Castillo de Teresa, y hacemos un alto con breve pausa de silencio ante su gran puerta de entrada. La pausa nos sirve para recordar dos cosas importantes: Que este castillo es, ante todo, el castillo de ella, el de su alma y su vida. El de su Señor. Pero que a ella le sirve de atalaya para situar al lector frente al propio castillo. Sin confrontaciones hirientes: le resultaría penosa al lector, y quizás humillante, la confrontación. Al contrario, a la autora le interesa tender desde el primer momento una especie de puente levadizo y comunicante entre los dos castillos, el suyo y el mío, con suave flujo de convicciones, experiencias y empatía en sentido unidireccional: desde el humanismo y la experiencia religiosa de ella deriva una especie de fluido comunicante que viene de su castillo al mío. (Tomás Álvarez)

  • Dejar fluir es corriente entre los dos castillos, el de Teresa y el mío.
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